Dos formas de representar al pueblo
CRISTIAN SALVI
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Abril 6 de 2008
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Cristina tiene actitudes ambivalentes. El primero de marzo, en ocasión del inicio de sesiones ordinarias del Congreso, se dirigió a la Asamblea Legislativa (que concentra la representación del pueblo de la Nación Argentina, al decir de la Constitución), sosteniendo, con claro tono aperturista, la necesidad del consenso para afrontar los desafíos del país. El pasado martes, en cambio, se dirigió a la Plaza convocada por el propio Gobierno y llamó “pueblo argentino” a los ahí reunidos, por contraposición al no-pueblo, que eran los ruralistas, llamados “golpistas” por la propia Presidenta.
Ambas posturas (antagónicas), como así la idea de “pueblo” y el papel de la Plaza, dan cuenta de dos formas (también antagónicas) de entender la construcción de una democracia.
La Plaza de la parcialidad
La concentración del “pueblo” en la Plaza (con mayúsculas, porque se refiere a “la” plaza por antonomasia que es la que está frente a la Casa Rosada) viene de larga data, y prueba de ello es el mismísimo 25 de Mayo de 1810. Cuando el peronismo originario tuvo el mérito de acercar a los peyorativamente llamados “cabecitas negras” a la Plaza rodeada por edificios de corte parisino, podría haberse conjeturado que de una buena vez se llegaba a una síntesis en la cual aquella cobijaba a todos. Sin embargo no fue así, porque la Plaza siguió siendo un lugar de la parcialidad, ya que también quienes loaron el golpe de la Revolución Libertadora eligieron ese escenario. Una y otra vez la Plaza se dijo universal, pretendió representar a todos, cuando sólo una parte asistía. Lo mismo sucedía en el mítico “ágora” griego, porque sólo los ciudadanos podían decidir, de modo que quedaban excluidos los extranjeros y los esclavos, equiparados a meras “cosas”. En esa dialéctica apropiatoria, hoy la Plaza tiene nuevos dueños: así D’Elía explícitamente prohíbe a los “blancos” de Recoleta y Barrio Norte siquiera ir a la Plaza.
Por todo ello no se entiende la razón de la convocatoria a la Plaza, máxime cuando esa parcialidad se ve exponenciada porque, entre los que asistieron (que nunca son el todo), algunos fueron llevados en micros desde el conurbano por punteros y caciques sindicales. De esa forma, la Presidenta da crédito a la muchedumbre reunida, cuando en verdad su poder radica en haber ganado holgadamente las elecciones en el pasado octubre.
La solución constitucional
El artículo 22 de la Constitución no da dos lecciones: primero dice que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”; y, en la segunda parte, la Carta Magna llama sedición a la parcialidad reunida “que se arrogue los derechos de [todo] el pueblo”. Lo que en el fondo quiere decir es que Cristina no necesita de la Plaza llena de cliens para mostrar poder porque en las elecciones —la única vez en la cual es legítimo decir que está todo el pueblo— se le confió a ella la primera magistratura hasta 2011. El único pueblo es el que se manifiesta en los comicios; lo demás, más que el pueblo —diría un anglosajón—, es una pueblada.
¿Qué ella gobierne hasta el 2011 significa que puede hacer lo que quiera? Desde luego que no. Aquí se presenta el espinoso problema de cómo balancear las máximas constitucionales citadas con el derecho de petición y, en definitiva, si es posible tildar de pueblada a las muchedumbres ruralistas.
Sin duda que ellos tampoco representan al “todo”, de modo que encajan, como la Plaza oficialista, en la calificación negativa de la Constitución. Esto es claro, igualdad ante la ley: cortar rutas está mal, lo haga Castells o Anchorena. Lo que pasa es que el Gobierno no tiene autoridad moral para reprimir porque toleró a más no poder a los piqueteros afines y a los asambleístas de Entre Ríos, a la vez que criticó a Macri cuando quiso ponerle coto a esa forma (ilegitima) de protesta.
Pero el problema que trasunta todo esto es, en verdad, la falta de representatividad. La Constitución da por sentado un sistema de representación (formal) que en la dimensión sociológica de la política no se da, lo que termina habilitando a recurrir a formas oblicuas (y a veces ilegales) de peticionar. Y ahí sí es el Gobierno quien tiene la carga de enmendar al sistema en crisis, llevando a cabo la prometida reforma política y facilitando mecanismos de acuerdos entre sectores. El Congreso, de mayoría oficialista, bajo este pretexto no discute ni permite el disenso, cuando en realidad es el órgano genuino que viene a compensar la unipersonalidad del Poder Ejecutivo: ahí están las fuerzas políticas colegiadas que lograron el favor eleccionario.
El Parlamento no tuvo incidencia alguna en el conflicto con el campo. Lo que hubo fue una Presidenta que recogió la mala tradición de la Plaza y un sector que para manifestarse adoptó una vía alternativa al sistema de representación constitucional. En épocas de conflicto es cuando se hace patente la necesidad de sanear el sistema y, también, enfatizar la importancia del acto eleccionario (que muchos toman como una perdida de tiempo) como la gran posibilidad de ejercer la soberanía ciudadana. A Cristina la eligieron hace pocos meses, ella ganó, y sólo recién dentro de cuatro años todo el pueblo podrá manifestarse. Lo demás, de un lado y de otro, son parcialidades. A la democracia la hacen grande los plazos, no las plazas.
Ambas posturas (antagónicas), como así la idea de “pueblo” y el papel de la Plaza, dan cuenta de dos formas (también antagónicas) de entender la construcción de una democracia.
La Plaza de la parcialidad
La concentración del “pueblo” en la Plaza (con mayúsculas, porque se refiere a “la” plaza por antonomasia que es la que está frente a la Casa Rosada) viene de larga data, y prueba de ello es el mismísimo 25 de Mayo de 1810. Cuando el peronismo originario tuvo el mérito de acercar a los peyorativamente llamados “cabecitas negras” a la Plaza rodeada por edificios de corte parisino, podría haberse conjeturado que de una buena vez se llegaba a una síntesis en la cual aquella cobijaba a todos. Sin embargo no fue así, porque la Plaza siguió siendo un lugar de la parcialidad, ya que también quienes loaron el golpe de la Revolución Libertadora eligieron ese escenario. Una y otra vez la Plaza se dijo universal, pretendió representar a todos, cuando sólo una parte asistía. Lo mismo sucedía en el mítico “ágora” griego, porque sólo los ciudadanos podían decidir, de modo que quedaban excluidos los extranjeros y los esclavos, equiparados a meras “cosas”. En esa dialéctica apropiatoria, hoy la Plaza tiene nuevos dueños: así D’Elía explícitamente prohíbe a los “blancos” de Recoleta y Barrio Norte siquiera ir a la Plaza.
Por todo ello no se entiende la razón de la convocatoria a la Plaza, máxime cuando esa parcialidad se ve exponenciada porque, entre los que asistieron (que nunca son el todo), algunos fueron llevados en micros desde el conurbano por punteros y caciques sindicales. De esa forma, la Presidenta da crédito a la muchedumbre reunida, cuando en verdad su poder radica en haber ganado holgadamente las elecciones en el pasado octubre.
La solución constitucional
El artículo 22 de la Constitución no da dos lecciones: primero dice que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”; y, en la segunda parte, la Carta Magna llama sedición a la parcialidad reunida “que se arrogue los derechos de [todo] el pueblo”. Lo que en el fondo quiere decir es que Cristina no necesita de la Plaza llena de cliens para mostrar poder porque en las elecciones —la única vez en la cual es legítimo decir que está todo el pueblo— se le confió a ella la primera magistratura hasta 2011. El único pueblo es el que se manifiesta en los comicios; lo demás, más que el pueblo —diría un anglosajón—, es una pueblada.
¿Qué ella gobierne hasta el 2011 significa que puede hacer lo que quiera? Desde luego que no. Aquí se presenta el espinoso problema de cómo balancear las máximas constitucionales citadas con el derecho de petición y, en definitiva, si es posible tildar de pueblada a las muchedumbres ruralistas.
Sin duda que ellos tampoco representan al “todo”, de modo que encajan, como la Plaza oficialista, en la calificación negativa de la Constitución. Esto es claro, igualdad ante la ley: cortar rutas está mal, lo haga Castells o Anchorena. Lo que pasa es que el Gobierno no tiene autoridad moral para reprimir porque toleró a más no poder a los piqueteros afines y a los asambleístas de Entre Ríos, a la vez que criticó a Macri cuando quiso ponerle coto a esa forma (ilegitima) de protesta.
Pero el problema que trasunta todo esto es, en verdad, la falta de representatividad. La Constitución da por sentado un sistema de representación (formal) que en la dimensión sociológica de la política no se da, lo que termina habilitando a recurrir a formas oblicuas (y a veces ilegales) de peticionar. Y ahí sí es el Gobierno quien tiene la carga de enmendar al sistema en crisis, llevando a cabo la prometida reforma política y facilitando mecanismos de acuerdos entre sectores. El Congreso, de mayoría oficialista, bajo este pretexto no discute ni permite el disenso, cuando en realidad es el órgano genuino que viene a compensar la unipersonalidad del Poder Ejecutivo: ahí están las fuerzas políticas colegiadas que lograron el favor eleccionario.
El Parlamento no tuvo incidencia alguna en el conflicto con el campo. Lo que hubo fue una Presidenta que recogió la mala tradición de la Plaza y un sector que para manifestarse adoptó una vía alternativa al sistema de representación constitucional. En épocas de conflicto es cuando se hace patente la necesidad de sanear el sistema y, también, enfatizar la importancia del acto eleccionario (que muchos toman como una perdida de tiempo) como la gran posibilidad de ejercer la soberanía ciudadana. A Cristina la eligieron hace pocos meses, ella ganó, y sólo recién dentro de cuatro años todo el pueblo podrá manifestarse. Lo demás, de un lado y de otro, son parcialidades. A la democracia la hacen grande los plazos, no las plazas.