23.5.10

Democracia joven

Del pasado mítico a la “condena al éxito”

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 23 de mayo de 2010

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“Del éxtasis a la agonía oscila nuestro historial, podemos ser lo mejor o también lo peor, con la misma facilidad…”, termina diciendo la letra de la canción “La argentinidad al palo” del grupo de rock Bersuit Vergarabat. En las vísperas de celebrar el Bicentenario de la Revolución de Mayo, hemos encontrado esos dos estados de ánimo también para pensar nuestra historia. Desde el rabino Bergman, quien dijo que de los doscientos años de vida, Argentina ha perdido cien, hasta quienes nos aseguran “condenados al éxito”, como solía decir el ex presidente Duhalde.

Ni tan-tan ni muy-muy. Es cierto que comparativamente con otros países, Argentina está, en términos “relativos”, peor que cuando celebró su Centenario. En aquel entonces estaba entre los primeros diez países del mundo y hoy posiblemente ni siquiera sea justo incluirla en el G-20 a no ser por respetar un cupo Latinoamericano junto con Brasil y México. Pero de ello no se concluye que hemos perdido una centuria ni que, en términos “absolutos”, estemos peor. Sólo un romanticismo mítico creería eso. Algo bueno tiene que haber pasado en tanto tiempo, aunque tampoco, por cierto, aparezca tan claro nuestro destino de grandeza.

Saliendo de la coyuntura, los problemas que hoy se le diagnostican a la Argentina son estructuralmente los mismos que existían hacia el Centenario y que sobrevivieron durante todo el siglo pasado. A grosso modo, ellos conciernen al modelo económico y sus efectos colaterales; al anhelo de síntesis entre la “república” y la “democracia”, ésta a su vez como democracia real; y, en lo que quizá es el peor de todos los problemas, la corrupción generalizada que por lejos excede a los estamentos dirigenciales.. (código)

Empecemos por lo político. El diagnóstico actual del problema político se dirige fundamentalmente a las inclinaciones autoritarias de los gobiernos, fenómeno que también se repite en prácticamente todas las provincias argentinas. Con idealismo, se contrapone el reputado “caudillismo” de los Kirchner con la “república” existente, por ejemplo, en la época del Centenario.

Pero lo cierto es que Argentina quizá nunca logró una síntesis política. En 1910, por lo pronto, la república existente era totalmente elitista, porteño-céntrica, a punto que todavía ni existía el voto universal. Una minoría gobernaba el país. No puede un modelo así ser digno de exaltación.

Cien años después —cuya mitad fue atravesada por golpes de Estado—, la democracia republicana adquirió estatuto definitivo como forma de gobierno sin que nadie ya la cuestione, pero, aun así, debajo de esa declamación, sigue siendo elitista, prebendaria y centrada en Buenos Aires. En Argentina la política es tan facciosa y patrimonialista como hace un siglo; piénsese, sino, cuantos obreros ocupan lugares en las bancas legislativas o si, a pesar de la igualdad legal y la “meritocracia” que el sistema dice perseguir, Luís Zamora o Vilma Ripoll podían competir electoralmente —en igualdad real— con Francisco De Narváez o Néstor Kirchner, primero y segundo de las pasadas elecciones legislativas, uno multimillonario y el otro con el Estado a su disposición.

La belle époque del Centenario, si existió, se reducía a Buenos Aires y sólo alcanzaba a la aristocracia terrateniente. Era ese sector el único que gozaba de “la capital de un imperio que nunca existió”, como llamó el escritor y político francés André Malraux a Buenos Aires, ciudad que en la época del Centenario inauguraba el Teatro Colón, el Palacio del Congreso y otros edificios de alcurnia que la hacían la París de Sudamérica, afianzando el sueño europeizante que se regocijaba estar entre los diez países —estadísticamente— más prósperos del mundo.

El modelo económico agroexportador no resolvía la deuda social existente por aquel entonces. En 1910 no había seguridad social alguna, ni jubilación, ni cobertura médica universal ni protección de los trabajadores. La misma educación pública, siendo un modelo ejemplar en muchísimos aspectos, en los hechos era universal en los primeros grados. Al secundario y a la universidad asistía sólo una minoría con recursos. Todos los aspectos del “estado social” llegarían muchas décadas después con el peronismo, una fenomenal herencia pero sin beneficio de inventario, que con aquello acarreó otros males, como el clientelismo y la hipertrofia burocrática.

De allí que la discusión existente alrededor de las retenciones agropecuarias y la prohibición de exportaciones reproduzca una tensión ya presente en la época del Centenario. Esa tensión algunos años después desencadenaría en la disputa entre el modelo intervencionista que priorizaba un consumo interno subsidiado y quienes, en contrapartida, lo objetaban aduciendo que ello reducía las ventajas comparativas del “granero del mundo” para financiar una red de cobertura social cuyas finalidades reales eran clientelares. Nada nuevo hay bajo el sol.

El tercero de los puntos es la corrupción. Difícilmente pueda decirse que la hoy existente es comparativamente menor a la media histórica. Lo mismo en cuanto a la vulgaridad y desprecio al mérito que tanto se denuncia. En fin, la citada letra de “La argentinidad al palo” no describe una realidad mucho peor que la de Discepolo en su “Cambalache”, quien en ya en los años 30’ denunciaba que daba “lo mismo ser derecho que traidor, ignorante sabio, chorro, generoso, o estafador… lo mismo un burro que un gran profesor… si es lo mismo el que laburanoche y día como un buey, que el que vive de las minas, que el que mata, que el que cura o esta fuera de la ley”.

Podemos ser lo mejor o también lo peor con la misma facilidad. No fuimos el Edén. No hubo un Edén. La gloria de nuestro pasado, tal cual se lo presenta, obedece a un abuso estadístico. Presentado así, el relato es mítico. Dábamos para más, seguro. Pero nuestro presente, con lo bueno y lo malo, no obedece sino a las tres o cuatro generaciones de argentinos que han pasado desde entonces. Nada ajeno interfirió en un supuesto “destino de grandeza”. Solo que el éxito no llega por pura suerte, deseo o voluntarismo.. (código)

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9.5.10

Democracia joven

¿Qué se juzga con Martínez de Hoz?

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 9 de mayo de 2010

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El 27 de abril la Corte Suprema denegó el recurso extraordinario interpuesto por las defensas de José Alfredo Martínez de Hoz y Albano Harguindeguy contra la sentencia de la Cámara Federal que había confirmado la declaración de inconstitucionalidad de los decretos de indulto 2745/90 y 1002/89 dictados por el ex presidente Carlos Menem

Luego, el pasado martes 4 de mayo el juez federal Norberto Oyarbide dispuso la detención del ex ministro de Economía de la dictadura, de 84 años de edad, quien por razones de salud permanece internado en una clínica privada.

A Martínez de Hoz se le acusa de haber promovido la detención ilegal de los empresarios Federico y Miguel Gutheim en 1976. Según se sostiene, los empresarios habían dejado de cumplir un contrato internacional con Hong Kong, lo cual implicaba una descalificación crediticia para la Argentina molestó al por entonces ministro. Lo cierto es que los Gutheim fueron detenidos por un decreto firmado por Videla y obligados a renegociar sus acuerdos con los empresarios y funcionarios chinos.

Martínez de Hoz siempre tomó distancia de la acusación aduciendo que como ministro de Economía no tenía capacidad para privar a nadie de su libertad. Sin embargo, finalmente fue procesado junto a Videla y Harguindeguy (ministro del interior en 1976) y en 1988 se lo detuvo. Ese mismo año, la Cámara Federal, a la vez que confirmaba los procesamientos de Videla y Harguindeguy, desafectó a Martínez de Hoz por considerar que había sido ajeno a los hechos.

No obstante ello, Martínez de Hoz jamás fue absuelto del delito y en 1990 se benefició con el indulto que le otorgó Menen a través del decreto 2745/90. Finalmente, en el año 2006 la causa fue reabierta cuestionándose la constitucionalidad del indulto, proceso que acaba de ser concluido en ese aspecto en tanto la Corte finalmente declaró su invalidez. Aun así, cabe destacar, no hay condena firme sobre Martínez de Hoz, quien reviste la calidad de “imputado”, es decir, se le atribuye un delito sin todavía resultar ello confirmado por una sentencia judicial.

“Al enemigo, ni justicia”
. (código) Lo dicho anteriormente tiene directa relevancia para pensar por qué Oyarbide ordenó la detención del ex ministro. En la resolución por la que le denegó la excarcelación, Oyarbide hace suyo el criterio según el cual “no corresponde la concesión de la libertad durante el proceso en este tipo de casos”, o sea, que la gravedad de los hechos por los que se le “acusa” (no condena) permite apartarse del expreso principio del art. 18 de la Constitución Nacional en cuanto dice que nadie “puede ser penado sin juicio previo”, es decir, ser pasible de una pena —aun encubierta como es la prisión preventiva— hasta el dictado de sentencia condenatoria.

La garantía de la libertad durante el proceso, contra lo que suele creer “la gente”, es un principio asegurado en todos los tratados internacionales de derechos humanos. La excepción, por tanto, es siempre restrictiva y sólo puede fundarse en dos razones: peligro de fuga y de entorpecimiento de la investigación. Adviértase que en el caso lo primero parece imposible tratándose de una persona de 84 años y enferma, tanto como creer que en esas condiciones podrá entorpecer una investigación sobre un hecho que, además, ocurrió hace 34 años y cuyas pruebas aparecen cuanto menos difusas.

Oyarbide cita precedentes judiciales que paradójicamente contradicen su postura de suponer la evasión de la justicia en base por el hecho atribuido (crimen de lesa humanidad), como por ejemplo el fallo plenario “Díaz Bessone” de la Cámara de Casación Penal que consignó que no basta la pena en expectativa del delito endilgado para presumir que el imputado procurará eludir el proceso en su contra. La saña de Oyarbide llegó al punto de denegar también la posibilidad que ese aprisionamiento injustificado cuanto menos se cumpla bajo la forma de prisión domiciliaria como había consentido el propio fiscal de la causa. Para Oyarbide, los “acusados” por crímenes de esa magnitud no pueden acogerse a un beneficio que el art. 10 del Código Penal permite incluso para los “condenados” mayores de 70 años, o sea, personas con sentencia firme de condena, supuesto que no reviste Martínez de Hoz.

Evidentemente defender a Martínez de Hoz resulta impopular y políticamente incorrecto. No faltará quien emparente la defensa de sus garantías como imputado con una apología de los crímenes cometidos en la dictadura. No importa. El respeto de las garantías constitucionales es una postura ética, la mayoría de las veces contracorriente, que como todo principismo no admite excepción alguna, sea quien fuere el acusado de turno. Siempre hubo quienes patrocinaron excepciones a las garantías para los “enemigos” de turno que luego, con el paso del tiempo, terminaron por generalizarse. Por eso el principismo garantista no admite excepciones. Ni una sola. Ni aunque perezca el mundo, diría Kant.

Es ello lo que señalábamos semanas atrás aludiendo al proceso seguido al jerarca nazi Adolf Eichmann secuestrado hace cincuenta años en Argentina por el Mossad para trasladarlo a Israel, donde fue juzgado y condenado a la horca. Del mismo modo que Israel al juzgar a Eichmann —ideólogo de la “solución final”— creyó hacer justicia por todo el Holocausto, quienes hoy festejan la prisión de Martínez de Hoz, conscientemente o no, lo hacen en miras de punir su negativa política económica. Martínez de Hoz es un símbolo. Es un civil. Proviene de una familia patricia (un oligarca, para algunos). Es un neoliberal predecesor de los ’90. “Matemos al símbolo, no importa como, porque con eso condenamos a un modelo económico”, parece ser la motivación.

Eso equivale a decir que el fin justifica los medios. Son justamente quienes confunden medios y fines los que también criticaron a la filósofa judía Hannah Arendt por objetar el proceso al oficial de la SS en su libro Eichmann en Jerusalén, cuando allí no hacía sino la necesidad de superioridad ética del juzgador, en términos coloquial señalar el canibalismo en el que incurre quien, para penar a un caníbal, también decide comérselo... (código)

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