11.5.19

El Diario de Tandil

Homenaje al Marx filósofo

EL DIARIO DE TANDIL | 06/08/2018
Este año se cumplieron 200 años del nacimiento de Karl Marx, un filósofo enorme e ineludible, aún para quienes busquen refutarlo. Queremos aquí rendirle homenaje reflexionado sobre su definición de la justicia, que presentaremos de forma comparativa a la noción tradicional de Aristóteles para, finalmente, ponderar una síntesis entre esas dos visiones antagónicas a partir de filósofos de la socialdemocracia, a los que seguimos en sus postulados, como John Rawls.
POR
CRISTIAN SALVI
Muchas de estas cuestiones son abstractas y especulativas. Pero no por ello resultan desconectadas de la realidad: la adopción de un "criterio de justicia" es determinante para definir un modelo de sociedad y, más específicamente, por ejemplo, la política asistencial de un gobierno, un régimen tributario o la legitimidad de un impuesto (piénsese en las retenciones al agro). 
Dos definiciones de la justicia distributiva
En su prolífica obra, Marx se refirió muchas veces a la justicia distributiva. En la mayoría de los casos, cuestionó las teorías tradicionales como "patrañas ideológicas", en fin, como una pura artificialidad que reproducía y legitimaba condiciones de desigualdad. No hay justicia alguna en un régimen injusto. Sin embargo, en un texto clásico, Crítica del programa de Gotha (1891), donde cuestiona las posiciones tradicionales, Marx adopta una fórmula de justicia, la cual concebía, de todos modos, para la "fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo". Define allí su criterio de justicia como "de cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades".
Esto significa que, en una sociedad ideal, para el intercambio y distribución de los bienes, a los individuos se les "pedirá" que aporten según sus capacidades; y se les dará (o "devolverá"), según sus necesidades.
Esa fórmula a simple vista quiebra la equivalencia que es propia de las concepciones tradicionales de la justicia, cuya primera sistematización debemos probablemente a Aristóteles en la Ética a Nicómaco (349 a.C.). Fue Ulpiano, uno de los mayores juristas romanos, quien, siguiendo aquél criterio, formuló la más conocida definición de la justicia, como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo.
Las dos tesis lucen antagónicas, específicamente en cuanto al alcance del "dar al otro", pensando, por caso, desde la sociedad -representada en el Estado como "agente de distribución"- hacia los individuos. Es muy diferente ese dar al otro, postulando que debe hacérselo "según su necesidad" o según la regla "a cada uno lo suyo".
Tomemos un ejemplo entre decenas. Una persona llega a la vejez sin aportes previsionales: ¿debe otorgársele una jubilación? Si adoptamos la regla "a cada uno lo suyo", como no aportó al régimen previsional durante su vida laboral, sostendremos que no debe percibir jubilación. Si, en cambio, aceptamos la postura de la distribución "según su necesidad", corresponde que a esa persona -que tiene una necesidad propia de la vejez, donde ya no puede trabajar y producir con la vitalidad de la juventud- se le brinde una asistencia estatal sin contraprestación.
El triunfo cultural de Marx
Todas las democracias occidentales han institucionalizado en más o en menos criterios que distribuyen "según su necesidad". En Argentina, buena parte del régimen de la seguridad social se funda en ese principio, como de igual modo remiten a ese criterio la existencia de educación y salud pública gratuitas y la enorme cantidad de programas sociales que tienen todos los gobiernos, cualquiera sea el signo político al que pertenezcan.
Allí radica, desde nuestro punto de vista, el triunfo cultural de Marx en occidente. Si bien fracasó el modelo comunista inspirado en su doctrina, como el que se discutió en la Guerra Fría, los criterios distributivos que difundió -junto a otros pensadores contemporáneos a él, como Proudhon- han quedado incorporados para siempre en nuestros sistemas políticos y económicos.
Ello es así al punto que el estado gendarme, que podría ser el arquetipo antitético de la distribución "según su necesidad", ya no existe ni siquiera en los Estados Unidos, que es seguramente el país occidental más reacio al "distribucionismo".  De ese país, justamente, proviene el mayor teórico de la socialdemocracia, el filósofo del derecho John Rawls con su Teoría de la Justicia de 1971, que ha servido de inspiración a todo el arco de la izquierda democrática y a los liberals anglosajones a favor de mitigar los adversos efectos sociales del capitalismo.
Hay muchos estudios que trazan semejanzas y diferencias entre los postulados de Rawls y Marx. Lo que es claro, sí, es que la obra de Rawls es para muchos la forma de salvar el capitalismo de la crítica marxista introduciendo -sin salir del modelo- criterios de distribución, en los cuales, mediante el llamado "principio de diferencia", se acepta la desigualdad en la distribución de "los bienes sociales primarios" pero bajo la condición de que esa "distribución desigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados". Ejemplo: acepto que algunos ganen más que otros, pero a condición que paguen impuestos suficientes para que esa ganancia de más, redunde en favor de los que menos tienen. Típica redistribución de la riqueza.
La existencia de ese tipo de postulados, aún dentro del capitalismo, que resulta así atenuado en sus efectos negativos, no hubiera existido sin el "golpe" que a ese régimen económico le significó la obra de Marx y las consecuentes revoluciones sociales del siglo XIX. Por eso Marx, como pocos filósofos, logró cambiar la historia.

Leer Mas...

1.5.19

El Eco de Tandil

El derecho no asegura verdad ni justicia  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 2 de mayo de 2019



Días atrás El Eco de Tandil publicó una noticia sobre un informe crítico de miembros del Ministerio Público acerca de la implementación del juicio por jurados que en definitiva cuestionaba a ese modelo de enjuiciamiento.

Nuestro objetivo en este artículo es contribuir a ese debate y discutir las (falsas) creencias de que el juicio —sea de jurados o de jueces técnicos— permite realizar la “verdad” y la “justicia”.



La verdad y la justicia son seguramente los dos conceptos que más discusión han suscitado desde el origen de la humanidad. Son también dos “nobles ideales” que paradójicamente han justificado guerras y matanzas. En nombre de la verdad y de la justicia se han cometido los más grandes crímenes de la historia.
Según se publicó en la citada nota, el informe sostiene que “el juicio por jurados es una ficción en la que ya no importa la verdad”. Es probable, sin embargo, que esa calificación le corresponda a todo juicio —y no sólo al juicio por jurados— y hasta al derecho en su totalidad.
Los procesos judiciales son una convención social para resolver conflictos. Cada sociedad histórica ha tenido sus propias reglas para dirimir disputas entre sus miembros y fijar criterios de una verdad convencional, como explicó Michel Foucault en “La verdad y las formas jurídicas”, cuyo título ya da cuenta de su tesis.
Son las prácticas sociales y, al fin, la cultura misma, lo que crea la verdad que el derecho cristaliza mediante formas jurídicas. Más aún: nuestro actual sistema de enjuiciamiento, sustentado todavía en la prueba testimonial, en un par de décadas desaparecerá tal cual lo conocemos a raíz de las objeciones que las neurociencias hacen al valor del testimonio como medio para reconstruir un hecho histórico.
Desde esa perspectiva, no resulta para nada anómala la situación que describe el informe según la cual en el jurado “la prueba se considera intuitivamente”. También la neurociencia ha demostrado —en contra de uno de los grandes mitos de la modernidad occidental, originado quizá en la filosofía de René Descartes— que prácticamente todas nuestras percepciones, interpretaciones del mundo y decisiones, obedecen a causas emocionales y no a operaciones racionales.
Nietzsche fue un adelantado al escribir hace más de un siglo que no existen los hechos sino sólo las interpretaciones. En ese sentido, el juicio del derecho es en cierta forma un ejercicio escénico, retórico y hasta de manipulación de las partes para persuadir a los que tienen el poder de decisión —jueces o jurado— que la versión propia de los hechos es “la” verdad, en contra de la versión que propicia el adversario. Cuando el que juzga opta por una de las dos versiones normalmente antagónicas, “crea” una verdad jurídica que no necesariamente se corresponde con la verdad real. El armazón para esa ficción es lo que se conoce como “cosa juzgada”.
La verdadera función del derecho es contribuir a la solución pacífica de los conflictos más no alcanzar la verdad o hacer justicia, como afirma cierto idealismo iluso. Ello es así porque ambos conceptos tienen componentes metafísicos y son por tanto inalcanzables para el ser humano. Ni siquiera podríamos responder en un todo de acuerdo qué es la verdad —hasta Jesucristo se lo preguntó al someterse al juicio de Poncio Pilatos— o la justicia, pues si bien existen definiciones teóricas más o menos aceptadas, no ocurre lo mismo cuando se quiere “conectar” esas formulaciones con la realidad, vale decir, cuando se debe predicar sobre si algo ocurrido en el pasado es o no verdad o si una decisión adoptada es o no justa.
En el jurado, a través de doce personas elegidas al azar, el pueblo ejerce democráticamente uno de los tres poderes del estado. El pronunciamiento del jurado es una decisión soberana del pueblo que juzga y sobre las decisiones soberanas no es posible predicar con criterios de verdad. De igual modo que no existe, por caso, una verdad en el voto, cuando el pueblo vota en una elección o en un plebiscito, tampoco existe una verdad en el veredicto.
El autor es abogado y profesor. Ha cursado posgrados de Especialización en Derecho Penal y Maestría en Derecho Procesal. Coordina el Instituto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal del Colegio de Abogados de Azul.

Leer Mas...

16.1.19

El Eco de Tandil

Tres ideas sobre la marihuana  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 16 de enero de 2019



En este artículo postulamos que (1) la marihuana no tiene plena aceptación social; y quizá por ello, (2) sigue siendo ilegal sin razones suficientes; mientras que (3) dicha ilegalidad "causa más mal que bien", parafraseando la definición que el padre del utilitarismo, Jeremy Bentham, dio sobre la penalidad. 


Pese a la apertura que se alcanzó en determinados círculos, numerosos estudios de opinión informan que la marihuana sigue siendo socialmente reprobada por las mayorías. Es tenida por una "droga" —en sentido peyorativo, no como sinónimo de fármaco— y por ello descalificada. El usuario sigue siendo, al menos aquí, parte del conjunto de los "desviados", según las categorías de Howard Becker en su libro «Outsiders. Hacia una sociología de la desviación», de 1963, cuyos capítulos 3° y 4° son de lo mejor que se ha escrito sobre las prácticas del consumo de marihuana.
Estas apreciaciones son creencias socialmente arraigadas pero sin fundamentos, como tantas que aún existen. ¿Cuantos siglos también creyó la humanidad que el sol giraba alrededor de la tierra? Todavía hoy en el lenguaje, por el que interactuamos con la realidad, decimos que el sol "sale" y se "pone".
No hay consenso en la ciencia acerca del daño que causa la marihuana. Tampoco sobre sus efectos terapéuticos. La comunidad científica alberga posiciones encontradas. Hay al respecto más "ideología" que comprobaciones empíricas. Lo que sí es claro es que no causa el daño de las drogas sintéticas, como la heroína o la cocaína, que, por esa razón, deben perseguirse legalmente. Es claro asimismo que el eventual perjuicio de la marihuana es inferior al causado por el tabaco y el alcohol, según se aprecia del gráfico que acompaña la nota. La marihuana es menos dañina y menos adictiva que el tabaco y que el alcohol. Sin embargo, estos son legales y aquella, no.
¿Qué razón, entonces, justifica la ilegalidad de la marihuana?
Es una decisión de “mero ejercicio del poder” por parte de todos aquellos factores que configuran el listado estatal que define el concepto jurídico de "estupefaciente". He aquí lo fundamental: es el derecho —como instrumento o brazo del poder— y no la ciencia, lo que definió que la marihuana es un "estupefaciente" y con ello le adjudicó su sentido negativo, recogiendo —y a la vez retroalimentando— la valoración social.
Acá viene la tercera idea sobre el atributo performativo de poder, como han teorizado Michel Foucault, Giorgio Agamben y otros autores de la "biopolítica". Del mismo modo que la ley "crea" qué es lo ilegal, la ilegalidad "crea" la marginalidad y la delincuencia. Esta tesis ya aparece en la carta de San Pablo a los romanos, cuando señala que "donde no hay ley, no hay transgresión" (Rom. 4, 15).
La prohibición de la marihuana causa más mal que bien. Se criminaliza una conducta sin razón, marginando al usuario del marco legal, que termina, por tanto, acudiendo al "orden clandestino". Este mercado ilegal perjudica al usuario y a la sociedad. El primero, expuesto a la criminalización, compra "lo que venga" y a cualquier precio, alimentando el vasto negocio del narcotráfico. La sociedad se perjudica por la existencia de las mafias que se originan en la prohibición (el máximo ejemplo histórico es lo ocurrido en Estados Unidos en los años 20' del siglo pasado con la Ley Seca, que tan bien relatan las películas sobre gángsters). Estas mafias son infinitamente más dañinas que el consumo en sí. Y esas mafias, ciertamente, incluyen a las fuerzas de seguridad, que son las grandes "reguladoras" de qué es lícito y qué es ilícito, al detentar —en el "campo"— el poder de poner (o no poner) en funcionamiento a la ley formal y decidir a quien se persigue y a quien se encubre.
:: Sobre el autor: facebook.com/cristian.salvi



Leer Mas...