El Eco de Tandil, Enero de 2008
Al Estado la Constitución le encarga la tutela del “bien común”, como reza su preámbulo. En el ejercicio de esa función que procura ordenar la convivencia es que se reglamentan nuestros derechos de modo que se los ejerza conforme a su destino, sin abusar de ellos. Así se habla de la relatividad de los derechos, no en cuanto a su valencia, sino en referencia a la extensión de ejercicio.
La mayoría de las restricciones que sufrimos, tales como las de la convivencia vecinal, el decoro en la vía pública u otras, se fundan en la alteridad (la otredad, diríamos, alter = otro, en latín). Yo soy libre, pero mi libertad no puede ser ejercida dañando al otro; mi derecho está contenido por un deber genérico de no dañar que los juristas llaman alterum non laedere, un “no dañar al otro”. Esta enunciación esquematiza el basamento ordinal de la complejísima convivencia social que merece ser reglada para evitar el caos.
¿Mera restricción? Abuso del poder
Luego de lo dicho, encontramos cada día nuevas medidas con inspiración fundamentalista que parecen ya no basarse en la alteridad, quedando, pues, como meras restricciones. Ejemplos son la obligatoriedad del uso del casco y del cinturón de seguridad y, entre otras con la misma raíz, la prohibición sanitarista de fumar en lugares que son propiedad privada (de acceso semipúblico) aun contra la voluntad del dueño de tener un local para fumadores, aclarándolo ostensiblemente para qué quien no quiera entrar, no lo haga.
Los dos primeros casos son ejemplos certeros de cómo la prohibición se agota en sí misma, en donde lo protegido es el propio sujeto, generándose la paradoja de que el titular del bien jurídico tutelado no pueda disponer de él porque a un gobernante se le place. ¿Que se protege con el uso del casco o del cinturón de seguridad? La vida de un sujeto. ¿Aun contra su conciente voluntad? Si. ¿Dónde está, entonces, la alteridad? ¿Se comprende, pues, como el Estado me obliga a cuidarme, me restringe mi derecho de libertad y me priva de la disposición de la tutela de mis derechos? Ahí está la falacia. El Estado debe protegerme de otros (alteridad) cuando quieran atacar mi vida —u otro bien jurídico—, pero no puede protegerme contra mí mismo y contra mi voluntad cuando ésta no está viciada porque esos bienes me pertenecen, y no se los protege en sí mismos sino en la relación de disponibilidad del sujeto conciente para con ellos: en última instancia se tutela la libertad. Por eso la tentativa de suicidio no puede ser punible. La misma lógica se da también en una serie de tipos penales en donde el consentimiento excluye la ilicitud.
Cuando la restricción pierde su razón de ser (la alteridad) se convierte en un mero abuso del poder, en una medida ilegítima a razón del célebre artículo 19 de la Constitución (el mismo que se invoca para sostener la inconstitucionalidad de la penalidad al consumo privado y conciente de estupefacientes). Enhorabuena aquella persona a quien le apliquen una multa por no usar el casco, en vez de pagarla, plantee la ilegitimidad de esa norma a fin de desarmar la matriz ideológica que la solventa.
El paternalismo
El núcleo que fundamenta todas estas medidas es el paternalismo. El concepto es definido por el diccionario con un gran poder de síntesis: “Tendencia a aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a relaciones sociales de otro tipo; políticas, laborales, etc.”.
Desde la ciencia política, el modelo paternalista, más que un justo medio entre el Estado libertario y el totalitario, está más próximo de éste último, máxime por sus bases antropológicas: supone sujetos incapaces, débiles, determinados, que no saben cuidarse solos, y en esa degradación conceptual del individuo se legitima la prevalencia del poder del gobernante, erigiéndose, de ese modo, un “iluminado” que hace las veces de pater frente a nuestra atribuida inmadurez. A esta forma de ejercer el poder, Foucault le llamó “tecnología pastoral”: el papel del pastor consiste en asegurar la salvación de su grey, aun contra su voluntad.
Esta mecánica dirigista, empero, contribuye a erosionar y deslegitimar al propio sistema, no sólo porque interfiere en las libertades, sino porque genera “normas espectáculos”: quedan muy bien escritas, pero en el mediano plazo nadie las cumplirá, porque tienen un límite sociológico como ya sucedió con las que se dictaron luego de Cromagnon. Al fin, todo el edificio jurídico se basa en la “conjetura del funcionamiento de la norma”, en la expectativa de cumplimiento, en nada más, y cuando los sujetos la incumplan por juzgarla irrazonable, no alcanzará la coacción para compelerlos.
Muchos ciudadanos dejan pasar por alto el dictado de todas estas medidas, pero no deben olvidar qué hay tras ellas, es decir, qué forma de concebir al Estado y a la sociedad se esconden tras las razones alegadas del supremo repartidor. Cuando crece el paternalismo, quien decrece es el individuo que se disuelve en el régimen del estilo de vida que imponen los circunstanciales gobernantes. Siempre es mejor la libertad —aun cuando de ella surjan decisiones perjudiciales para sí— que un perfeccionismo coactivo, porque es en la libre elección moral donde es posible el mérito. Mientras tanto, el pastor reúne, guía y conduce a su rebaño, que somos nosotros, pobres ovejas inmaduras.