21.3.10

Democracia joven

Acerca de la "judicialización de la política"

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 21 de marzo de 2010

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Desde el mes de enero asistimos a una “judicialización de la política”, según denuncian los respectivos afectados por decisiones judiciales promovidas por sus contrarios (sean oficialistas u opositores). Las disputas han girado alrededor del uso de las reservas del Banco Central. Sin embargo, aun cuando ese sigue siendo el tema de fondo, todo indica que la judicialización seguirá durante los próximos dos años porque los motivos que llevaron a ese fenómeno se mantendrán mientras perdure la actual composición legislativa adversa al Gobierno, lo cual le obligará en más de una vez a acudir a decretos de necesidad y urgencia.

Cabe preguntarse, por tanto, cuán legítimo es que la política se “judicialice”. En otras palabras, si el hecho de que los dos poderes llamados “políticos” del Estado se encuentren sometidos al control del restante —concebido generalmente como “apolítico”— es algo esperable dentro un esquema republicano y democrático o si, por el contrario, ello es un desenlace asistemático que inevitablemente provoca una “crisis institucional”.

“República” y “democracia”.
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La queja de la presidente Cristina Kirchner respecto al Poder Judicial no es —cuanto menos solamente— la expresión de un gobernante molesto por las medidas que obstaculizan sus decisiones. Ello, más bien, deja entrever un problema basal del estado democrático y republicano concerniente al fundamento último de la legitimidad gubernamental.

El Estado, en cuanto “república”, se compone de tres poderes relativamente simétricos a los que la Constitución les distribuye un tercio del poder para garantizar el equilibrio de “pesos y contrapesos” teorizado durante la Ilustración y plasmado en las obras de John Locke y Montesquieu. Sin embargo, en cuanto “democracia”, resulta que sólo dos de esos tres poderes (Ejecutivo y Legislativo) son electos directamente por el pueblo a través del voto, acto de delegación de soberanía por antonomasia.

El otro poder del Estado no tiene legitimidad democrática, cuanto menos en la forma directa y electiva que los otros dos. La legitimidad es por derivación en tanto sus integrantes (los jueces) son elegidos por los otros dos poderes a través de los mecanismos constitucionales (v. gr. por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado). Esta legitimidad derivada, empero, no es connatural al sistema judicial. Es relativamente frecuente que en algunos países los magistrados y fiscales surjan del voto popular e incluso hagan campaña como cualquier aspirante a legislador o alcalde. En Estados Unidos la función de juzgar en buena parte está en manos del pueblo mismo reunido en los “jurados” tal como solemos ver en las películas. Los redactores de nuestra Constitución también previeron ese sistema de juzgamiento a cargo de los propios soberanos, disposición que aun hoy permanece en el texto constitucional sin haberse aplicado salvo casos excepcionales (ese sistema actualmente sólo es implementado en Córdoba para algunos asuntos penales).

No sin alguna simplificación puede decirse que en los países anglosajones, el fundamento democrático que inauguró el Estado de derecho atravesó a los tres estamentos estatales, haciendo que todos cuenten con legitimación popular directa (la alusión de simplificación viene a cuento porque, no obstante ello, aun hoy en la liberal Gran Bretaña sigue vigente la nada democrática monarquía). A la vez que en otros países europeos cuyos modelos judiciales hemos receptado, la democratización llegó solamente a dos de los estamentos, mientras que el otro conserva la matriz burocrática propia del Antiguo Régimen, con la diferencia de que antes eran jueces de la corona y hoy lo son de la república.

Una garantía contra la demagogia

Uno de los efectos de lo anterior es que los jueces tienen un nombramiento vitalicio a diferencia de los otros dos poderes que prevén la periódica renovación de los cargos a través del sufragio. De allí que los primeros se deban —en teoría— sólo a la ley de la que son guardianes, mientras que los segundos, por contar con directa legitimación popular, se convierten en dependientes de ésta en tanto necesitan conformar a sus votantes para revalidarse.

En un plano puramente ideal los fines de uno y otro son concurrentes dado que, al fin, las instituciones no son otra cosa que un pacto que los ciudadanos celebran para reglar su convivencia. Sin embargo, en los hechos —sobre todo en el corto plazo— ello no es así. Ejemplos sobran. Aumenta la inseguridad y “la gente” pide poco menos que la hoguera. Los políticos se pliegan al deseo popular. Un juez sensato, frente a ello, pone límites como garante del proceso justo de la Constitución. Ahí la queja al unísono contra el “garantismo” a la que se sumó la presidente días atrás.

Por citar otro ejemplo, recuérdese el paradigmático caso del corralito: los dos poderes políticos promovieron la pesificación en medio de una severísima crisis social y política entendiendo que sin ello la Argentina podía explotar. Los jueces más ortodoxos respondían solo a la ley y, siguiendo el principismo enunciado en la máxima “hágase justicia, aunque perezca el mundo”, declaraban la inconstitucionalidad de las medidas ordenando devolver los depósitos en dólares.

Y así sucedió con las reservas: el Ejecutivo se reivindica rector de la política económica, de lo cual “ningún juez circunstancial dejará al país en default”, como dijo Cristina Kirchner ante el primer fallo de la jueza Sarmiento. Aun en la más buena fe, un presidente piensa: “Como a mí, que gané una elección y recibí el aval de millones de votos, me entorpecerá una jueza de primera instancia”. Siente una herida en su investidura (y en su narcisismo) con limitaciones de ese estilo.

Pero ese es el juego de los “pesos y contrapesos”. Es una solución efectivamente conflictiva pero no por ello asistemática. Sin la “república”, la “democracia” queda reducida a un abuso de la estadística, como decía Borges. La burocratización no electiva del Poder Judicial es la garantía última para atemperar las pasiones de la disputa política y salirse de la inmediatez de aquel que está sometido a la complacencia de sus votantes y, con ello, siempre próximo a la demagogia.

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7.3.10

Democracia joven

Huelga docente y derecho a aprender

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 7 de marzo de 2010

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El pasado domingo el diario Perfil publicó un informe con datos oficiales que consignan que en Capital hay casi tantos alumnos en colegios privados como en públicos. Sumando todos los niveles, del total de alumnos concurren a los primeros 318 mil (49,7%) contra 322 mil (50,3%) a los estatales. Esa tendencia, aunque en menor intensidad, es seguida en el interior del país, especialmente en los grandes centros urbanos que cuentan con oferta educativa privada.

Todo ello no obstante “la matrícula en los colegios privados aumenta de manera ininterrumpida entre un 3 y un 5 por ciento por año desde 1997”, según cita el matutinito. Quienes pueden esforzarse y abonar las cuotas, prefieren mandar a sus hijos a escuelas privadas aun restringiéndose en otros rubros. Se lo ha asimilado a un “servicio necesario”.

¿De donde surge esa “necesidad” si el Estado brinda servicio educativo? Por nuestra fortísima tradición de educación pública, la opción por instituciones privadas históricamente obedeció a intereses como la instrucción religiosa, por ejemplo, o el sentido de pertenencia de las clases acomodas. Hoy, sin embargo, muchos padres entienden que la asistencia a una escuela privada asegurará a sus hijos, no ya la calidad educativa, sino cuanto menos que tengan clases. Anhelo este muy acorde con el del país, cuyos estándares educativos siguen enfocados en un mismo objetivo que, debiéndose a esta altura dar por descontado, raras veces se cumple: dictar 180 días de clase al año. Ya ni siquiera se pide buena educación sino que cuanto menos se dicten clases. Es un signo decadentista que deja atrás el gran ideario igualitarista de la escuela estatal.

Huelga para “pedir”, nunca para “dar”..

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Hay un hecho objetivo: los docentes han hecho del paro educativo el mecanismo exclusivo para reclamar. Esa elección está motivada en la “efectividad” que la medida trae asegurada.

Esos reclamos, a su vez, en prácticamente la totalidad de los casos conciernen a aumentos salariales. No se recuerdan paros para mejorar la deterioradísima instrucción docente (o, mejor aun, su sustitución por una formación universitaria); o bien para la reforma del sistema oligárquico de designación por puntaje, proponiendo el concurso de antecedentes y oposición de los docentes universitarios, lo cual supone, en vez de los actuales nombramientos “vitalicios”, la caducidad de cargos para su constante validación y renovación por mérito. En fin, siempre se hace huelga para “pedir” más, nunca para “dar” más, en clara contradicción a lo que Aristóteles llamaba “justicia sinalagmática”: lo justo es lo proporcional, o sea, a toda mejora salarial le debería seguir una mejora cualitativa de la prestación, que, muy el contrario, año a año decrece.

Asimismo, pensando en la otra clase de justicia, la llamada “distributiva”, que tiene por objeto asignar según los méritos en un contexto determinado, vale preguntarse si efectivamente el ingreso de los docentes es tan bajo como se lo presenta. Ese “contexto determinado” son las horas trabajadas, el nivel cualitativo de sus prestaciones y el índice salarial medio de Argentina, entre otros factores. Un docente sin demasiada antigüedad, que trabaja de lunes a viernes a razón de 8 o 9 horas diarias (como cualquier trabajador) tiene un sueldo de bolsillo que supera los $ 3.500, lo cual supera por muy lejos al salario medio. A su vez, sus vacaciones se extienden durante el mes de enero, parte de febrero y una quincena en el receso invernal. Los trabajadores en general, mientras tanto, para alcanzar esa cantidad de días deberían tener una antigüedad superior a los 40 años. Y en cuanto al nivel prestacional, en fin, pocos podrían ganar un concurso para dar clases en una universidad. Podríamos seguir con ese paralelo contextual, pero es mejor que cada cual —en especial los contribuyentes— hagan su propio juicio acerca de si los docentes están o no mal pagos.

Por qué privilegiar uno sobre otro

El derecho a huelga tiene rango constitucional. Como todo derecho constitucional, empero, está sujeto a las leyes que reglamenten su ejercicio, según dice el artículo 14 de la Constitución. En este mismo artículo, asimismo, se garantiza el derecho de “enseñar y aprender”. Ese derecho a aprender es garantizado por la Nación y las provincias.

De este resumido cuadro tenemos que el conflicto entre docentes y el Estado provoca la lesión de derechos de terceros: los millones de alumnos a los que se priva del derecho de aprender.

Esa proyección social de la prestación educativa estatal hace que la misma tenga rango de “servicio público esencial”. Lo que caracteriza a estos es la imposibilidad de interrupción. De allí que en esas áreas el derecho a huelga se reglamente para evitar la lesión de los intereses sociales comprometidos en el servicio público estatal. Por ejemplo, las huelgas de los agentes hospitalarios no pueden discontinuar la atención básica de salud: un médico de guardia que dejara de atender a un enfermo cometería abandono de persona, no cabiéndole amparo en el derecho a huelga. Lo mismo sucede con el transporte público o la seguridad (piénsese que sucedería si la policía hiciera paro).

Conclusión obligada de lo dicho es que los medios de protesta de los docentes deben restringirse a la medida en que no provoquen afectación del servicio educativo. De afectarlo, la huelga debe tenerse por ilegal.

Es claro que estamos ante dos derechos de rango constitucional que entran en colisión. En ese caso, mal que pese, debe privilegiarse el derecho a aprender por sobre el de huelga, no solamente porque ésta es sólo una de las variantes posibles de reclamo, sino también por una natural inclinación a proteger a los más débiles en el conflicto, que son los niños. Y también porque la educación pública involucra un interés colectivo en tanto, a través de ella, la sociedad aspira nada menos que a su progreso y bienestar. Semejantes intereses no pueden quedar en manos de sindicalistas extorsionadores que aprovechan la cobardía gubernamental. Lástima que no se toparon con el genio de Sarmiento, a quien por algo también se lo conocía como “el loco”..

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