25.10.09

Democracia joven

La protesta social según quien la mire

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 25 de octubre de 2009

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Uno de los temas repetidos de la semana fue el supuesto “clima político enrarecido” que se vive. Disparó el diagnóstico la agresión al senador Morales en Jujuy por parte de grupos próximos al Gobierno Nacional, a lo que se sumó el vaticinio de Carrió acerca de un desenlace violento hacia fin de año entre sectores que querrán “disputarse la calle”.

Es muy posible que la prensa esté amplificando la conflictividad como una secuela de la pelea por la Ley de Medios, pero ello no implica que lo de la violencia instalada sea un invento. En todo caso, lo que obvia ese análisis es que los cortes de ruta, los escraches, las agresiones físicas y verbales contra el adversario, y demás formas dañinas de reclamo, no datan de ahora, sino que llevan un buen tiempo a punto de haberse enraizado como reglas de protesta relativamente toleradas.

¿Hay violencias “buenas” y violencias “malas”?.
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A pesar de los etiquetamientos instalados, resulta que la violencia como forma de protesta no es propia de un solo sector. Tenemos que el corte de calles es visto como propio de piqueteros de izquierda, pero lo cierto es que también los productores agropecuarios cortaron rutas para protestar por las retenciones. Lo mismo cabe para quienes protestan por las papeleras en el puente con Uruguay, que no responden a la tipología de izquierda simbolizada en el piquete. El escrache, por ejemplo, suele identificarse como una forma de protestar de grupos de ultraizquierda y sin embargo la sustancia de las agresiones sufridas por Gerardo Morales en Jujuy no difieren de las provocadas por ruralistas contra los diputados Agustín y Alejandro Rossi en Santa Fe, por citar sólo un caso de entre varios más.

Intuitivamente sabemos —o mejor dicho, creemos— que no son lo mismo todos los casos. Pero cuando queremos fundar la distinción, nos encontramos con pocos parámetros objetivos y esenciales que nos permitan demarcar las protestas a fin de legitimar a algunas y deslegitimar a otras porque siempre se filtra la subjetividad propia de aquel que lleva a cabo la demarcación. El que formula el juicio nunca es ajeno al conflicto. En la mente del ruralista, el corte de ruta fue la última vía para hacerse oír por un gobierno que llegaba a poco menos que confiscarlos. Pero también en la mentalidad de los grupos sociales que cortan las calles está la idea —siempre que sea sincera, claro— de que ese es el único medio efectivo de reclamo al no encontrar otra vía para que alguien les ayude a salir de su postergación.

El axioma de la convivencia democrática

El tema radica, por tanto, en el contenido “material” del pretexto, o sea, el fin del reclamo que legitimaría el medio. Ahora bien, ¿quién es juez de ese contenido? ¿Quién puede decir que un reclamo es justo y otro no?

Por regla general, esa función compete a los gobiernos en tanto éstos representan a la sociedad democrática que sienta los criterios de convivencia a través de sus instituciones. Esa regla, sin embargo, supone que el gobierno no es parte de los conflictos, sino un tercero imparcial, no contaminado con aquello que procura erradicar. No parece ser este el caso de los Kirchner que han alentado y hasta cobijado a grupos o personas que ejercen violencia: ¿cómo un gobierno puede desaprobar un escrache cuando, por ejemplo, su secretario de comercio amenaza con quebrarle la espalda a los díscolos y negocia precios con armas? ¿Puede acaso un gobierno reprimir un corte de rutas si, a la par, forman parte de él personajes como D’Elía o Pérsico que hicieron de eso una profesión? Viene a cuento la distinción romanista entre “potestas” y “auctoritas”: los Kirchner tienen el poder coercitivo pero no la legitimación socialmente reconocida llevar a cabo la erradicación de los métodos ilegítimos de protesta.

El hecho de tener un gobierno parcial, que de suyo tolerará la violencia de sus partidarios y perseguirá a la de los contrarios, ¿implica que deberíamos ir hacia una suerte “relativismo” donde cada cual sea soberano en apreciar qué medios son legítimos? ¿O bien hay un intermedio para resolver la encrucijada?

Esto se parece a la crítica que le hizo Kant a la llamada “ética material” de cuño aristotélico. Kant lejos estaba de ser relativista, pero entendía que hacer un juicio de contenido sobre el valor de los actos traía aparejada una subjetividad que en última instancia implicaba que el otro imponga qué es lo bueno y qué es lo malo, no pocas veces armando ese catálogo en la medida de su interés. Por ello fundó la llamada “ética formal” que prescinde del contenido y de los sujetos y por eso se valida como universal.

En el caso, ese imperativo diría que toda protesta, como derecho, termina allí donde empieza el derecho del otro. El corte de ruta, por ejemplo, es ilegítimo porque viola el derecho de tránsito, y es siempre ilegítimo, lo haga De Angeli, D´Elía o Castells. Por eso nunca debieron tolerarse, ni aun en plena crisis de 2002, porque con solo permitirse uno el criterio de demarcación entre lo legítimo y lo ilegítimo dejó de ser objetivo y pasó a depender del favoritismo del gobernante. Al fin, ese formalismo simbolizado en la ley aplicada con los ojos vendados fue la piedra fundamental de las democracias modernas nacidas para evitar tanto el arbitrio del poder como la anarquía, o sea, los dos males entre los que oscila nuestro país..
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11.10.09

Democracia joven

"Prohibir para cuidar", el autoritarismo benévolo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 11 de octubre de 2009

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La semana pasada criticábamos el abstencionismo estatal en diversos episodios en los que su intervención era imprescindible. El fundamento es bien claro: el Estado, que según la clásica definición de Max Weber es quien tiene el “monopolio en el uso legítimo de la fuerza”, es el único legitimado para asegurar derechos de terceros a los que se le veda la justicia por mano propia.

La paradoja es que mientras el Estado desatiende esas funciones propias, sin embargo multiplica su presencia en áreas cuyo involucramiento es secundario, cuando no ilegítimo. A esta categoría pertenecen las nuevas medidas provinciales que introducen restricciones a la diversión nocturna, algunas de las cuales parecen acertadas mientras otras son absolutamente irrazonables, sea porque se sabe de ante mano que llevarán el camino de sus símiles que nadie cumple o bien porque amplían la esfera del control estatal confiado nada menos que a su agencia más contaminada (la policía).

El Estado paternal.
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El Gobierno provincial fundamenta las restricciones impuestas en la necesidad de “cuidar” de los jóvenes -y no tan jóvenes- que asisten a locales nocturnos. Por ello, impone el cierre de los mismos a determinada hora, prohíbe publicidades y promociones, veda algunas bebidas y reglamenta cómo deben expedirse otras.

“Prohibir para cuidar” parece ser el núcleo del mensaje. Cuando el Estado enfatiza esa función protectora sobre los ciudadanos suele decirse que es un “estado paternalista”, que emula la relación padre-hijo y la extrapola al vínculo entre el gobierno y los gobernados. El paternalismo, dice Norberto Bobbio, es un “autoritarismo benévolo”: como autoritarismo que es, interfiere allí donde no debería, más su única particularidad consiste en la forma que asume su discurso legitimante en tanto justifica el sacrificio de la libertad del sujeto por el bien del sujeto mismo.
El uso de la analogía para explicar la naturaleza y la función del gobernante se remonta a las primeras teorizaciones sobre la política. Esas metáforas, aun cuando originariamente han cumplido una función pedagógica, siempre desnudan una forma de legitimación del poder que lejos está de ser ingenua. Michel Foucault encuentra las raíces del estado controlador en la metáfora del pastor que aparece en los textos griegos (especialmente en Platón) y en la tradición judeocristiana. El pastor tiene un proyecto para su rebaño, quiere su salvación, lo conduce, lo alimenta, lo guía, cuando sus ovejas duermen, él vela, prestando atención a todos sin perder de vista a ninguno. A la par, el pastor, que siempre quiere el bien de su grey, se arroga el poder de reprender a las ovejas desobedientes que se apartan del conjunto.

La jerarquización pastoral está presente en la analogía paternalista de un modo más acabado ya que se presenta como “natural” pues el hijo, por el simple hecho del nacimiento, se encuentra sujeto al poder del padre. A su vez, el estado paternal que cuidará de los ciudadanos que alberga, no sólo reproduce el legitimante de la “benevolencia paterna”, sino que fundamentalmente reclamará las mismas herramientas, o sea, se arrogará del mismo “derecho de corrección” que tienen los padres para ejercer esa función de guía sobre lo bueno y lo malo, que el hijo, por su inmadurez, no comprende por sí.

Normas que nacen muertas

La ideología paternalista, además de infravalorizar a la condición humana por suponerla eternamente inmadura y menesterosa de un “pastor que la guíe”, se encuentra con dos límites infranqueables. El primero de ellos es en el principio constitucional de lesividad: sólo es legítima la intervención coactiva del estado cuando se lesionen derechos de terceros (por eso la Corte declaró que penalizar el consumo de drogas atenta contra ese axioma).
El otro límite es la realidad misma, porque lo cierto es que esas normas finalmente fracasan en su aplicación al toparse con una “resistencia cultural” a la no pueden doblegar. Eso ha sucedido históricamente cuando se quiso forjar una cultura desde la normatividad. Es célebre el caso de Turquía, que copió el Código Civil de Suiza sin jamás lograr, obviamente, el fin perseguido de parecerse a la sociedad suiza. Por eso Aristóteles, fiel a su realismo, decía que la primera promulgación de una ley es en el corazón de los hombres, o sea, en la internalización como hábito de cumplimiento. ¿Scioli piensa, acaso, que porque los boliches cierren a las 5.30 todo el mundo irá a dormir a esa hora? Los que hoy salen de madrugada y se acuestan entrada la mañana, lo seguirán haciendo, encontrando nuevos canales de contención, por ejemplo fiestas privadas o reuniones en otros lugares públicos. Siempre hay vías oblicuas a las normas irrazonables como sucede, por ejemplo, con la prohibición de cargar combustibles a los motociclistas sin casco: llevan un bidón descartable, dejan la moto a unos metros y van caminando a comprarlo, luego tiran la botella, y siguen su marcha. Así de simple.

Allí viene el segundo estadio operativo de la norma “culturalmente ineficaz”: el estado reacciona y amplía el marco prohibitivo (“se prohíben las fiestas privadas”, “se prohíbe vender nafta en bidones”, etc.), hasta que nuevas estrategias logran sortear las prohibiciones y se recrea la serie reacción-evasión hasta el infinitivo. Esta lógica circular se corta de dos formas: la ampliación prohibitiva se infla de tal forma que todo es prohibición, para que ninguna creatividad permita violar la norma, en cuyo caso se suprime la nota de “benevolencia” y lo que queda es autoritarismo a secas; o bien, la cultura se sobrepone y esas normas prohibitivas, que en la realidad no regían, terminan por ser formalmente derogadas. Esto último pasó con la prohibición de horario que impuso Duhalde en la década pasada, experiencia que Scioli no contempla para evitar tropezar dos veces con la misma piedra.. (código)

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4.10.09

Democracia joven

La decisión de Kraft y nuestro futuro

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 4 de octubre de 2009

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Hasta ahora Kraft se ha mantenido firme en su negativa a reincorporar a los trabajadores que días atrás, apoyados por activistas, tomaron la planta de producción, privando de su libertad a operarios y empleados, entre otros hechos vandálicos de gran magnitud, como el uso de bombas Molotov o la quema de gomas que dañaron el predio destinado a producir alimentos.

Vista la palmaria ilegalidad de esas conductas, el despido no necesita mayor fundamentación. Sin embargo, es interesante reflexionar sobre una de las razones que la misma compañía remarcó. Kraft Foods tiene un mismo estándar de conducta para la totalidad de sus miembros en los 162 países en los que está presente, abarcando a todos sin igual, desde gerentes a operarios, sea en los Estados Unidos o en un país tercermundista: dejar pasar estos episodios violentos y extorsivos —sostuvo su vocero— significaría traicionar nuestros valores y, en especial, sentar un precedente negativo para los miles y miles de trabajadores que la empresa tiene en todo el mundo.

O sea, más que el daño “material” sufrido por los ataques a su planta, lo que Kraft teme es el daño “simbólico” que implicaría transar con los violentos: se transmite el mensaje de que todo medio resulta eficaz, por mas ilícito que sea.

“Combatiendo al capital”.
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El caso comentado resulta un claro ejemplo de que la seguridad jurídica y la necesidad de reglas claras para fomentar la inversión, lejos están de ser abstracciones o sinsentidos. ¿Por qué la compañía tiene que tolerar lo que no tolera en los otros 161 países en los que opera? ¿Qué nos hace “especiales” a nosotros? En fin, piénsese que tan atractivo puede ser un país en el que, además del cercenamiento de exportaciones, los impuestos confiscatorios y tantas otras adversidades, también ha afianzado prácticas atávicas como medios de protesta. ¿Qué ventajas puede encontrar Kraft o cualquier otra compañía para invertir en Argentina?

Ese análisis también lo hacen los empresarios locales. Eso explica por qué los argentinos tienen más de 100 mil millones de dólares depositados en el extranjero. No confían en el país, saben que si tienen dinero en el banco, un día puede aparecer otro corralito; que si lo tienen en cajas de seguridad, nada quita que se las abran; y que si deciden montar una empresa, de movida nomás buena parte de los recursos se los lleva el Estado con los trámites (y coimas) de habilitación, que siempre pagará muchos impuestos, que las normas cambian a gusto del gobernante y que, si tan sólo intenta cambiar de función a un empleado, posiblemente venga Pablo Moyano con matones, se le plante en su empresa, prenda gomas y lo amenace hasta que afloje.

La lección de Ronald Reagan

El vandalismo no lo sufren sólo las multinacionales. Es una práctica que no distingue: en Tandil, por ejemplo, sufrieron esos desmanes empresas grandes como Loimar o Metalúrgica, pero también pequeños comercios e industrias cuyos conflictos no trascendieron porque se rendieron enseguida, allanándose al apriete mafioso para no fundirse.

El sindicalismo suele ser tan kamikaze que llega a punto de hacer peligrar a la empresa hasta torcerle el brazo. Con Kraft no será tan fácil: primero, es la multinacional más grande del mundo en su rubro y puede tranquilamente seguir produciendo en otros lados; segundo, tiene el protectorado de la Embajada de EE.UU. que obviamente vela por los inversionistas americanos (lo que no hicieron los Kirchner cuando Chávez expropió los activos de Siderar); y tercero, el Gobierno tendrá un problema mayor si la compañía decide cerrar, porque los que quedarán sin trabajo se contarán por miles. De allí que el Gobierno dejara atrás su tradicional pasividad para casos análogos.

Esta reacción de Kraft —que enhorabuena se mantenga inflexible— puede significar un giro copernicano para nuestro futuro. Puede ser el precedente para que otras compañías tengan la misma actitud: con los violentos no se pacta y punto.

Sin dudas, su colosal tamaño le permitirá tener una resistencia muchas veces de imposible exigencia para empresarios argentinos. Pero hay algo más que facilita su postura: Kraft proviene de un país donde la ley se cumple y donde hace 28 años su presidente fulminó para siempre las practicas extorsivas del sindicalismo. Vale la pena contarlo: a sólo meses de haber asumido, el 3 de agosto de 1981 Ronald Reagan sufrió la primera huelga y nada menos que por parte de los controladores del tráfico aéreo. Éstos creían tener la contienda ganada de antemano porque no había quienes los suplante: todo el transporte aéreo dependía de ellos. Ese mismo 3 de agosto de 1981, el presidente declaró ilegal a la huelga y conminó a los paristas a regresar al trabajo en 48 horas bajo pena de despedirlos. Llegó el 5 de agosto y Reagan cumplió su amenaza: despidió de un plumazo a los 11.359 controladores aéreos que seguían de paro, aplicándoles, además, una inhabilitación vitalicia para trabajar en el Gobierno Federal. Inmediatamente, ordenó a los militares hacerse cargo de los aeropuertos civiles y ya para el 17 de agosto, la Agencia Federal de Aviación empezó a impartir instrucciones para llenar los puestos vacantes. En semanas, Reagan solucionó el problema y sentando un precedente invalorable: los millones de estadounidenses que viajan en aviones no quedarán presos de la extorsión de unos pocos, dijo.

Para una empresa que absorbió esa cultura, la decisión de despedir a los violentos es la única posible. No existe otra alternativa en su “mentalidad”. Después de ver como Reagan se cargó a casi 12 mil controladores aéreos y nunca más nadie intentó imitarlos, parece un chiste que una decena de personas cope una fábrica, la incinere y que todo quede como si nada. A lo mejor, Kraft nos contagia de algunos valores que, como el respeto irrestricto de la ley, fueron la brújula que guió a su país por el camino del éxito, camino del que nosotros hace tiempo nos apartamos..
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