5.4.08

Democracia Joven

Seguridad e ideología

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Marzo 9 de 2008

Alguien dijo alguna vez que el mayor logro del diablo fue haber difundido eficazmente la idea de que no existía, y de ese modo hacer de las suyas sin que sospechemos nada. Con las ideologías ha pasado lo mismo: se ha dicho que murieron, que ya no existen, y bajo esa creencia solemos dejar de considerar qué hay detrás de diversas “recetas” que a diario esgrimen los actores políticos. Por diversas razones, las ideologías —como el concepto mismo— han caído en desprestigio, y por eso parece más efectivo presentarse como parte de una solución técnica, que contiene una respuesta “científica” a determinado orden portando una “neutralidad” tal que se ha escindido incluso de la subjetividad de aquel que la formula.

Esto fue muy notorio en la economía de hace unos veinte-treinta años con el auge de medidas “técnicas” contra el estatismo que pregonaban los llamados “tecnócratas” (de ahí el apelativo: algo así como gobierno de la técnica). En verdad eran liberales, pero no podían decirlo porque habían traicionado las bases del liberalismo ya que so color de imponer la economía libre acordaban con dictaduras que eliminaron las libertades individuales y políticas, cronológica y ontológicamante anteriores a las del mercado.

Las ideologías están y necesitan dialogar

Este prefacio para decir que las ideologías no murieron, sino que más bien se escondieron tras los discursos. Y esto también se da en la discusión de la “cuestión criminal”. Más, la criminología también tuvo su época tecnocrática con el positivismo de fines del siglo XIX y principios del XX —con gran arraigo en nuestro país—, cuya decadencia devino cuando se agotó el paradigma que a todas luces escondía tras su exactismo.

Hay que decir también, en pos de sincerarnos, que no está mal que haya ideología en una postura, si entendemos por ello una sistematización de ideas en atención a un objeto que dan cuerpo al pensamiento. Tal es, en definitiva, la definición del diccionario. Lo objetable es esconderla bajo un discurso “neutral” porque de esa manera se confunde a los receptores muchas veces desorientados y, también, cuando la ideología se radicaliza hacia un “ideologismo” que sería el caso próximo a la “pantología” (pantos hace referencia a todo), donde una sistematización se reivindica como la única y exclusiva intérprete de la realidad, llegando a exigir que los hechos se adecuen a ella y no al revés.

Por eso en temas públicos como es el de la seguridad, lo que hace falta es dialogo (el dia-logos, al contrario de la panto-logía y del mono-logo, da cuenta de que la razón es compartida dos —o más— que la intercambian), y que las personas corrientes se involucren aportando el sentido común que falta en los polos radicales, sean los Patti (“los delincuentes no son personas”) o los Bonafini (“los policías no son personas”).

En qué podemos estar de acuerdo

Todo dialogo parte de un acuerdo, de un lenguaje común, adonde intercambiar razones. ¿En qué podemos coincidir? ¿Qué sector del paisaje de la inseguridad —recordando la metáfora de la teoría orteguiana del espectador— es percibido similarmente por nuestras miradas heterogéneas? He aquí cinco premisas, meramente ejemplificativas, en las que todos podríamos estar de acuerdo:
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- No hay absoluta relación entre pobreza y delito. Los pobres son quienes más sufren el delito (para ellos no hay seguridad privada), y es un error, encima, asociarlos con el crimen. Es posible que alguien hurte para satisfacer una necesidad, pero de ahí a creer que son delincuentes es una franca discriminación.
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- Aumentar las penas de poco sirve. El Código Penal, que data de 1921, sufrió ¡más de novecientas reformas!, de las cuales la mayor parte fue para ampliar las penas. No sirve. Lo más importante es que se apliquen: el delincuente no se atemorizará si aun cuando el delito tenga una pena en abstracto de cincuenta años, sabe que nunca lo atraparán por cometerlo.
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- La delincuencia organizada es el foco a enfrentar con más énfasis. El sistema penal está colapsado, de manera que, por lo menos hasta repararlo, los pocos recursos que tiene no pueden gastarse en perseguir a ladrones de gallinas. Es el crimen estructural el que mayor daño provoca, y entre ello están también los llamados “delitos de cuello blanco” como la corrupción policial.
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- Las últimas dos: reprimir no es mala palabra, la represión es ilegitima cuando lleva el aditivo de “ilegal”, pero la fundada en ley con los órganos competentes es parte de todo sistema democrático que tiene reglas de convivencia. La otra es complementaria: el garantismo es algo bueno, porque justamente esa legalidad estará satisfecha si se respetan esas garantías constitucionales que hacen legítimo al poder penal.

Muchas conclusiones pueden sacarse de todo lo anterior, pero como colofón sobresaliente vale decir lo siguiente: desde que comenzó a crecer el delito la reacción se ha caracterizado más por discusiones bizantinas y enfrentamientos estériles que por un compromiso serio para dar una solución, que no puede ser mágica por cierto. Como en casi todas nuestras políticas públicas, vivimos en la lógica del péndulo, y contra esto bien podemos acordar un punto medio que haga de lengua común a esta ensalada idiomática, porque, al fin, la inseguridad es una sensación pero también una realidad que nos desbordó.