Por Juan José Sebreli - Perfil, 06.01.2008
El mito impregna en nuestro tiempo el habla de los medios de comunicación, las ciencias humanas, el arte, la literatura y la conversación del hombre común, aunque sin conocer, en muchos casos, su significado preciso o deformándolo para fines particulares. Varios factores han contribuido a la abusiva utilización de ese concepto. El auge académico de la antropología de orientación estructuralista, con su énfasis en las sociedades primitivas, ha construido un verdadero mito del mito. El psicoanálisis freudiano lo rescató como referente de las neurosis pero Jung fue mucho más allá reconociéndolo como arquetipo eterno que revelaba un mundo invisible. El apogeo de los esoterismos y ocultismos también contribuyó al reverdecimiento de la mitología. La vanguardia, en especial el surrealismo ha tomado los mitos como tema recurrente. La filosofía irracionalista, a partir de Nietzsche y Heidegger, consideró al mito más verdadero que la realidad. La cultura industrializada de masas difundida por los medios de comunicación, incluido Internet, auspiciaron la consagración de nuevos mitos. Todo lo que existe, aunque carezca de cualquier contenido, o sea ética y estéticamente desdeñable, es hoy susceptible de ser transformado en mito.
Finalmente la creencia en los mitos se convirtió en una moda cultural y como toda moda es estrechamente sectaria e inmune a la crítica, aunque también revela algunos rasgos del hombre contemporáneo. En el mito, lo sagrado y lo profano están entremezclados; las religiones clásicas constituyen una etapa superadora porque delimitan los campos de lo religioso y lo humano y crean, de ese modo, las condiciones para el surgimiento de una sociedad secularizada. El retorno de los mitos no se limita a sectores populares sino que cuenta con el aval de algunos intelectuales que intentan rescatar, desde una ideología populista, ciertos mitos, símbolos y fetiches populares que les sirve para atacar a la modernidad.
Muchos pueblos de las provincias, con el pretexto de una supuesta aparición, inventaron una Virgen propia a las que se fueron agregando, al margen del santoral oficializado por la Iglesia, otros santos profanos llamados también santos populares, con sus cultos informales en santuarios improvisados en los lugares donde habían muerto o aparecido. Junto a las flores y velas, los exvotos y ofrendas muestran la creencia en milagros o beneficios otorgados, trasformando a los supuestos santos populares en ídolos.
Estos santuarios apoyados por los gobiernos locales se convirtieron pronto en centros de atracción turística y comerciales con venta de fetiches, amuletos, estampas y otros souvenirs sagrados.
Así, han sido objeto de culto personajes reales o imaginarios del folclore rural –la Difunta Correa, el gauchito Gil, la Telesita–, arcaicos cultos indígenas –el Maruchito–, bandidos rurales –Vairoletto, Mate Cocido– transformados en lo que Eric Hobsbawm llamó “rebeldes primitivos”, fetiches vinculados a la delincuencia como San La Muerte, santones de sectas esotéricas –Pancho Sierra, la Madre María y algunos de fama efímera como Tibor Gordon. Finalmente se sumaron María Soledad, una joven asesinada en una fiesta de ricos y poderosos, transformada en la “mártir de Catamarca”, artistas de ínfima categoría como la cantante bailantera Gilda o el cuartetero Rodrigo, ambos muertos en accidentes, el segundo por manejar alcoholizado y a alta velocidad. Esta enumeración caótica es significativa de la indefinición de los mitos, de esa zona oscura y ambivalente donde la religiosidad se mezcla con la superstición, la santidad con la idolatría, el mundo arcaico con la moderna sociedad de masas.
La Iglesia Católica parecería obligada a combatir esos cultos condenados por la Biblia como idolatría pagana y, por añadidura, en muchos casos, con personajes muy lejos de tener vidas ejemplares, incluidos algunos criminales. Sin embargo, por impotencia o por oportunismo ha terminado por tolerarlos y una parte del clero los defiende por convicción. Incluso la propia Iglesia salió a competir, aceptando costumbres superticiosas como el culto a San Cayetano, convertido en un santón milagrero o incorporando comportamientos sectarios como las “misas carismáticas” o los curas “sanadores”, nombre nuevo para disfrazar la vieja superchería de los manosantas o curanderos que a su vez tenían su antecedente primitivo en magos, brujos y hechiceros.
Las concesiones de la Iglesia no siempre resultaron redituables: la beatificación de Ceferino Namuncurá fue repudiada por los sectores más radicalizados de la comunidad mapuche que lo consideraron “parte del botín de guerra de la conquista”. Ceferino había abandonado la comunidad indígena, se había “blanqueado” al irse a vivir a Roma, donde murió. La política está involucrada en la explotación de los mitos, los símbolos y la canonización apócrifa de estos santos populares o con la mitificación y politización de las propias imágenes del culto oficial: la Virgen de Luján fue declarada patrona de la Argentina en octubre de 1930 bajo la dictadura fascista del general Uriburu y constituyó el comienzo de la cruzada del clero preconciliar, unido a los nacionalistas, para fusionar la Iglesia con el Estado y transformar a la república laica en “nación católica”. La primera peregrinación juvenil a Luján que se transformaría en manifestación de masas multitudinarias se realizó en 1975 en el clima especial de la crisis política y económica y en vísperas del golpe de Estado. Desde entonces, la Virgen de Luján se convirtió en uno de los íconos nac and pop. Por otra parte, cultos mágicos afroamericanos como la Umbanda tuvieron una influencia breve pero intensa en la extrema derecha a través de José López Rega.
El culto a los santos populares es hoy usado por los ideólogos populistas como manifestación de los excluidos y marginados en busca de una identidad popular y nacional y de resistencia a la modernidad y a la globalización. Lejos de buscar las causas y encontrar soluciones a la pobreza, la ignorancia y el atraso, esta ideologización de los mitos sólo sirve de compensación simbólica para hacer soportables esos males y perpetuarlos. Algunos teólogos populistas rechazan toda interpretación racional de los mitos. Para dar lugar a los innumerables ídolos han llegado a considerar el monoteísmo como producto de una elite de eclesiásticos identificados con el imperialismo occidental y alejados de las masas populares. Reivindican en contraposición el politeísmo instintivo de semidioses, ídolos y símbolos nacionales o locales, ligados a la tierra y de quienes el pueblo se sentiría más cercano que del lejano y oculto Dios único. Sin embargo, esta apropiación abusiva de los mitos populares por los intelectuales y la reflexión sobre el mito significa el fin de la inocencia mítica. Georg Gusdorf señalaba que el hombre que descubre el mito es el hombre para quien el mito es sólo un mito, el hombre que ha roto con el mito y lo ha transformado en ciencia del mito.
El mundo encantado y quimérico de los mitos es una etapa histórica necesaria en la formación de los pueblos primitivos, también en el período infantil de la formación psicológica de los individuos. Es fuente además de inspiración en el arte y la literatura. En todas esas situaciones juega un papel positivo pero resulta, en cambio, peligroso cuando se lo quiere reinstalar en la vida cotidiana de los tiempos modernos; es absurdo cuando se lo eleva a modo de conocimiento superior al racional, y es perverso cuando se lo usa como instrumento político. Hay un hilo invisible que va de la rehabilitación de la mitología por el romanticismo alemán hasta el nazismo.