26.4.08

Artículos destacados



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The Washington Post
The Indispensable Church

By Michael Gerson
Friday, April 18, 2008; Page A27

The occasion of a papal visit is a chance to take stock of the health of the Roman Catholic Church in America, which, like any church, reflects the flaws of its very human members. Many Catholics worry about the shortage of priests, nuns and vocational enthusiasm, complain about empty pews -- about one in 10 Americans is a former Catholic -- and anguish over sexual scandals in which clergy have, at times, appeared more interested in protecting the church than in demonstrating its ideals.

But members of a church older than any nation tend to take the long view. In the 10th century, Pope Sergius III grabbed the keys to the kingdom in an armed coup and promptly had two of his imprisoned predecessors strangled. His son, by his 15-year-old mistress, Marozia, eventually became Pope John XI. Marozia's grandson, Pope John XII, stood accused of great crimes as well. According to one account, he "mutilated a priest . . . violated virgins and widows high and low, lived with his father's mistress, [and]converted the pontifical palace into a brothel." Those were the days to be a reporter covering the Vatican.
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Catholics generally regard the survival and success of such a flawed institution as evidence of divine favor. The church has managed to outlive all of its scandals -- and all of its critics.
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But the Catholic Church has more than endurance on its side. It remains an indispensable institution, for several reasons:

First, despite charges of dogmatism, the church is the main defender of reason in the modern world. It teaches the possibility that moral truth can be known through reflection and argument. It criticizes what Pope Benedict XVI has called the "dictatorship of relativism" -- a belief "that does not recognize anything as for certain and which has as its highest goal one's own ego and one's own desires." "Being an adult," says Benedict, "means having a faith which does not follow the waves of today's fashions or the latest novelties."

Secularism has traditionally taught that human beings will eventually outgrow religious conviction and moral absolutism -- that skepticism is evidence of maturity. Benedict contends that modern men and women, unguided by reasoned moral beliefs, turn toward adolescent self-involvement. Their intellectual growth is stunted. In a world where all moral claims are seen as equally true and equally false -- the world, for example, of the modern university -- human conscience is reduced to biology or prejudice. Moral behavior may continue to ride in grooves of socialization or genetics, but moral assertions are fundamentally arbitrary -- always trumped by a two-word response: "Says you."

By asserting that the human mind can grasp moral truth, Catholicism also defends the reliability of reason against the superstitions of our time.

And this is important for a very practical reason: because a belief in human rights is also a moral conviction. Catholicism teaches that relativism and a purely material view of man have disturbing social consequences. "The criterion of personal dignity," wrote Pope John Paul II, "which demands respect, generosity and service -- is replaced by the criterion of efficiency, functionality and usefulness: others are considered not for what they 'are,' but for what they 'have, do and produce.' This is the supremacy of the strong over the weak."

The point here is simple and radical: As the Catholic writer G.K. Chesterton argued, men and women are either created in "the image of God" or they are "a disease of the dust." If human beings are merely the sum of their physical attributes -- the meat and bones of materiality -- they are easier to treat as objects of exploitation.

So Catholicism offers a second contribution: It is the main defender of human dignity against a utilitarian view of human worth. And the church has applied this high view of man with remarkable consistency -- to the unborn and the elderly, the immigrant and the disabled. Individual views on issues of life and death vary widely, even within the Catholic Church. But it is a good thing to have at least one global institution firmly dedicated to the proposition that every growing child, every person living in squalor or in prison, every man or woman approaching death or contemplating suicide or trapped in profound mental disability, every apparently worthless life is not really worthless at all.

An institution accused of superstition is now the world's most steadfast defender of rationality and human rights. It has not always lived up to its own standards, but where would those standards come from without it?

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Artículos destacados

Sociedad, politica y religion
El regreso de los mitos


Todo lo que existe, aunque carezca de contenido, es hoy susceptible de ser transformado en mito. Para el sociólogo, este retorno del pensamiento mítico no se limita a los sectores populares sino que cuenta con el aval de algunos intelectuales que, desde una ideología populista, intentan rescatar símbolos y fetiches populares para contraponer a la modernidad. ¿Qué son los mitos, en definitiva? Para Sebreli, se trata de un territorio oscuro y ambivalente donde la religiosidad se mezcla con la superstición, la santidad con la idolatría, y el mundo arcaico con la moderna sociedad de masas.


Por Juan José Sebreli - Perfil, 06.01.2008


El mito impregna en nuestro tiempo el habla de los medios de comunicación, las ciencias humanas, el arte, la literatura y la conversación del hombre común, aunque sin conocer, en muchos casos, su significado preciso o deformándolo para fines particulares. Varios factores han contribuido a la abusiva utilización de ese concepto. El auge académico de la antropología de orientación estructuralista, con su énfasis en las sociedades primitivas, ha construido un verdadero mito del mito. El psicoanálisis freudiano lo rescató como referente de las neurosis pero Jung fue mucho más allá reconociéndolo como arquetipo eterno que revelaba un mundo invisible. El apogeo de los esoterismos y ocultismos también contribuyó al reverdecimiento de la mitología. La vanguardia, en especial el surrealismo ha tomado los mitos como tema recurrente. La filosofía irracionalista, a partir de Nietzsche y Heidegger, consideró al mito más verdadero que la realidad. La cultura industrializada de masas difundida por los medios de comunicación, incluido Internet, auspiciaron la consagración de nuevos mitos. Todo lo que existe, aunque carezca de cualquier contenido, o sea ética y estéticamente desdeñable, es hoy susceptible de ser transformado en mito.

Finalmente la creencia en los mitos se convirtió en una moda cultural y como toda moda es estrechamente sectaria e inmune a la crítica, aunque también revela algunos rasgos del hombre contemporáneo. En el mito, lo sagrado y lo profano están entremezclados; las religiones clásicas constituyen una etapa superadora porque delimitan los campos de lo religioso y lo humano y crean, de ese modo, las condiciones para el surgimiento de una sociedad secularizada. El retorno de los mitos no se limita a sectores populares sino que cuenta con el aval de algunos intelectuales que intentan rescatar, desde una ideología populista, ciertos mitos, símbolos y fetiches populares que les sirve para atacar a la modernidad.

Muchos pueblos de las provincias, con el pretexto de una supuesta aparición, inventaron una Virgen propia a las que se fueron agregando, al margen del santoral oficializado por la Iglesia, otros santos profanos llamados también santos populares, con sus cultos informales en santuarios improvisados en los lugares donde habían muerto o aparecido. Junto a las flores y velas, los exvotos y ofrendas muestran la creencia en milagros o beneficios otorgados, trasformando a los supuestos santos populares en ídolos.

Estos santuarios apoyados por los gobiernos locales se convirtieron pronto en centros de atracción turística y comerciales con venta de fetiches, amuletos, estampas y otros souvenirs sagrados.

Así, han sido objeto de culto personajes reales o imaginarios del folclore rural –la Difunta Correa, el gauchito Gil, la Telesita–, arcaicos cultos indígenas –el Maruchito–, bandidos rurales –Vairoletto, Mate Cocido– transformados en lo que Eric Hobsbawm llamó “rebeldes primitivos”, fetiches vinculados a la delincuencia como San La Muerte, santones de sectas esotéricas –Pancho Sierra, la Madre María y algunos de fama efímera como Tibor Gordon. Finalmente se sumaron María Soledad, una joven asesinada en una fiesta de ricos y poderosos, transformada en la “mártir de Catamarca”, artistas de ínfima categoría como la cantante bailantera Gilda o el cuartetero Rodrigo, ambos muertos en accidentes, el segundo por manejar alcoholizado y a alta velocidad. Esta enumeración caótica es significativa de la indefinición de los mitos, de esa zona oscura y ambivalente donde la religiosidad se mezcla con la superstición, la santidad con la idolatría, el mundo arcaico con la moderna sociedad de masas.

La Iglesia Católica parecería obligada a combatir esos cultos condenados por la Biblia como idolatría pagana y, por añadidura, en muchos casos, con personajes muy lejos de tener vidas ejemplares, incluidos algunos criminales. Sin embargo, por impotencia o por oportunismo ha terminado por tolerarlos y una parte del clero los defiende por convicción. Incluso la propia Iglesia salió a competir, aceptando costumbres superticiosas como el culto a San Cayetano, convertido en un santón milagrero o incorporando comportamientos sectarios como las “misas carismáticas” o los curas “sanadores”, nombre nuevo para disfrazar la vieja superchería de los manosantas o curanderos que a su vez tenían su antecedente primitivo en magos, brujos y hechiceros.

Las concesiones de la Iglesia no siempre resultaron redituables: la beatificación de Ceferino Namuncurá fue repudiada por los sectores más radicalizados de la comunidad mapuche que lo consideraron “parte del botín de guerra de la conquista”. Ceferino había abandonado la comunidad indígena, se había “blanqueado” al irse a vivir a Roma, donde murió. La política está involucrada en la explotación de los mitos, los símbolos y la canonización apócrifa de estos santos populares o con la mitificación y politización de las propias imágenes del culto oficial: la Virgen de Luján fue declarada patrona de la Argentina en octubre de 1930 bajo la dictadura fascista del general Uriburu y constituyó el comienzo de la cruzada del clero preconciliar, unido a los nacionalistas, para fusionar la Iglesia con el Estado y transformar a la república laica en “nación católica”. La primera peregrinación juvenil a Luján que se transformaría en manifestación de masas multitudinarias se realizó en 1975 en el clima especial de la crisis política y económica y en vísperas del golpe de Estado. Desde entonces, la Virgen de Luján se convirtió en uno de los íconos nac and pop. Por otra parte, cultos mágicos afroamericanos como la Umbanda tuvieron una influencia breve pero intensa en la extrema derecha a través de José López Rega.

El culto a los santos populares es hoy usado por los ideólogos populistas como manifestación de los excluidos y marginados en busca de una identidad popular y nacional y de resistencia a la modernidad y a la globalización. Lejos de buscar las causas y encontrar soluciones a la pobreza, la ignorancia y el atraso, esta ideologización de los mitos sólo sirve de compensación simbólica para hacer soportables esos males y perpetuarlos. Algunos teólogos populistas rechazan toda interpretación racional de los mitos. Para dar lugar a los innumerables ídolos han llegado a considerar el monoteísmo como producto de una elite de eclesiásticos identificados con el imperialismo occidental y alejados de las masas populares. Reivindican en contraposición el politeísmo instintivo de semidioses, ídolos y símbolos nacionales o locales, ligados a la tierra y de quienes el pueblo se sentiría más cercano que del lejano y oculto Dios único. Sin embargo, esta apropiación abusiva de los mitos populares por los intelectuales y la reflexión sobre el mito significa el fin de la inocencia mítica. Georg Gusdorf señalaba que el hombre que descubre el mito es el hombre para quien el mito es sólo un mito, el hombre que ha roto con el mito y lo ha transformado en ciencia del mito.

El mundo encantado y quimérico de los mitos es una etapa histórica necesaria en la formación de los pueblos primitivos, también en el período infantil de la formación psicológica de los individuos. Es fuente además de inspiración en el arte y la literatura. En todas esas situaciones juega un papel positivo pero resulta, en cambio, peligroso cuando se lo quiere reinstalar en la vida cotidiana de los tiempos modernos; es absurdo cuando se lo eleva a modo de conocimiento superior al racional, y es perverso cuando se lo usa como instrumento político. Hay un hilo invisible que va de la rehabilitación de la mitología por el romanticismo alemán hasta el nazismo.

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Democracia joven

Más allá de las retenciones

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Abril 20 de 2008.

Hace más de un mes que la discusión sobre las retenciones ocupa buena parte del temario político reflejado por los medios. Esto no es sino la punta del ovillo, porque en realidad lo cuestionado (o cuestionable) es el sistema tributario argentino en su totalidad, que está lleno de vicios.

Para analizar el sistema tributario puede seguirse el norte indicado por estas tres preguntas: ¿Por qué pagar?, ¿Cuánto pagar?, y ¿Cuál debe ser el destino de lo que pagamos? La primera de las preguntas prácticamente está saldada luego de por lo menos dos siglos de diversas teorías que han explicado el poder tributario del Estado y, en síntesis, podemos acordar que se justifica en sostener la res-publica, o sea la cosa de todos. Empero, hay que señalar que la respuesta a las otras dos también indicarán la justificación última de ese poder (como lo haremos al final), porque todo puede reducirse a una sola cuestión que es la extensión del Estado.

La pecera

Argentina tiene una presión tributaria relativamente alta, que deviene negativa en tanto la devolución del Estado en servicios no es siempre tan buena. Alguien, con sorna, dijo que en Argentina se cobran impuestos como en Suecia, mientras que los servicios son como los de Mozambique.

Los eventuales confiscados no son solamente los del campo; al contrario, los que menos tienen pagan proporcionalmente más. En un informe del Banco Mundial difundido en diciembre del año pasado se estimaba que quien gana unos mil pesos, llega a soportar el 40 % de carga tributaria total o incluso más.

Muestra de ello es el dato exhibido por la Presidenta: el primer ingreso tributario del Estado Nacional es el IVA, mientras que las retenciones ocupan el cuarto puesto. Esto no es un orgullo por la sencilla razón de que el IVA es posiblemente el más injusto de todos los impuestos, que hace que en proporción pague lo mismo Amalita Fortabat que un indigente, de modo que el mayor ingreso del Estado lejos está de atender a la máxima de la capacidad contributiva como criterio para tributar. Además, al tener una alícuota estandarizada (con poquísimas excepciones), tributa la misma tasa un BMW que una lata de tomates.

La inflación es otro impuesto que padecen los más pobres. Lo es en dos sentidos: por un lado, al haber más inflación en los bienes de la canasta básica (alimentos, por ejemplo), hace que respecto a quien gana mil pesos (lo que falazmente se presume como el salario “vital” de una familia tipo), la incidencia inflacionaria sea total porque los productos que suben a diario le ocupan prácticamente todo el consumo. Los Rolex no suben, sube la comida, y los asalariados no compran relojes de lujo.

Por otra parte, la inflación genera más recaudación: a causa de ella el Estado se lleva más. Siguiendo con el ejemplo del impuesto al consumo: si algo valía un peso, se tributaba 0.21 de IVA; si vale dos, se pagan 0.42. No todo obedece a mayor eficiencia recaudatoria de la AFIP; en general, lo que siempre pagan, pagan más, porque en Argentina cobrar impuestos es como pescar en una pecera.

El problema, como puede verse, va más allá de las retenciones; es el sistema el que está en crisis. Debe modificarse todo el régimen, simplificándolo de modo que haya pocos impuestos, fáciles de cobrar y ordenen mayor tributación de los que más tienen. Ahora es todo lo contrario: decenas de impuestos, en tres niveles (nacionales, provinciales, municipales), algunos complejísimos que permiten evasiones por doquier, y en definitiva los que menos tienen pagan proporcionalmente más. Es raro que un Gobierno que se dice “progresista” no modifique un sistema tan “regresista”.

Los dueños del dinero

Los Kirchner saben de la injusticia del régimen y por ello inyectan miles de millones en subsidios para compensar a los perjudicados. En el caso de los pequeños productores agropecuarios ofrecieron eso: no les bajarán las tasas, pero a cambio los subsidiarán. Alguien enseguida dirá: ¿Por qué más bien no bajan los impuestos si luego terminan devolviendo el dinero? ¿Por qué no simplificar?

Hay dos claves para entender esto. Una es filosófica: el estatismo cree que solamente el Estado es capaz de “distribuir” con justicia por lo que cuanto más se extraiga para repartir, mejor; mientras que el liberalismo, por su parte, sostiene que nadie mejor que los propios sujetos para darle una eficiente asignación a los recursos, de manera que sólo deben exigirse las exacciones necesarias para costear los clásicos servicios públicos, más no para generar un fondo que se reasigne con discrecionalidad beneficiando generalmente a los amigos del poder. De este modo, mediante el cuanto y el para qué, se pone un límite a la justificación del poder tributario del Estado (el por qué), completando la respuesta a la primera de las preguntas iniciales.
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La segunda razón es política: el poder de manejar la caja. Lo de los Kirchner, en definitiva, no es descreer de la premisa liberal de quién es el que mejor distribuye. Se trata de manejar recursos porque eso da poder, mucho poder. Luego, los subsidios aparecen como una “gracia” gubernamental, casi de generosidad: lo que era dinero propio, se convierte en una concesión del poder, y en el medio se suelen exigir sumisiones.

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5.4.08

Videos: José María Aznar

José María Aznar en el coloquio organizado por el 20 Aniversario de la Fundación Libertad, en Rosario.

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Democracia Joven

Dos formas de representar al pueblo

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Abril 6 de 2008
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Cristina tiene actitudes ambivalentes. El primero de marzo, en ocasión del inicio de sesiones ordinarias del Congreso, se dirigió a la Asamblea Legislativa (que concentra la representación del pueblo de la Nación Argentina, al decir de la Constitución), sosteniendo, con claro tono aperturista, la necesidad del consenso para afrontar los desafíos del país. El pasado martes, en cambio, se dirigió a la Plaza convocada por el propio Gobierno y llamó “pueblo argentino” a los ahí reunidos, por contraposición al no-pueblo, que eran los ruralistas, llamados “golpistas” por la propia Presidenta.

Ambas posturas (antagónicas), como así la idea de “pueblo” y el papel de la Plaza, dan cuenta de dos formas (también antagónicas) de entender la construcción de una democracia.

La Plaza de la parcialidad

La concentración del “pueblo” en la Plaza (con mayúsculas, porque se refiere a “la” plaza por antonomasia que es la que está frente a la Casa Rosada) viene de larga data, y prueba de ello es el mismísimo 25 de Mayo de 1810. Cuando el peronismo originario tuvo el mérito de acercar a los peyorativamente llamados “cabecitas negras” a la Plaza rodeada por edificios de corte parisino, podría haberse conjeturado que de una buena vez se llegaba a una síntesis en la cual aquella cobijaba a todos. Sin embargo no fue así, porque la Plaza siguió siendo un lugar de la parcialidad, ya que también quienes loaron el golpe de la Revolución Libertadora eligieron ese escenario. Una y otra vez la Plaza se dijo universal, pretendió representar a todos, cuando sólo una parte asistía. Lo mismo sucedía en el mítico “ágora” griego, porque sólo los ciudadanos podían decidir, de modo que quedaban excluidos los extranjeros y los esclavos, equiparados a meras “cosas”. En esa dialéctica apropiatoria, hoy la Plaza tiene nuevos dueños: así D’Elía explícitamente prohíbe a los “blancos” de Recoleta y Barrio Norte siquiera ir a la Plaza.

Por todo ello no se entiende la razón de la convocatoria a la Plaza, máxime cuando esa parcialidad se ve exponenciada porque, entre los que asistieron (que nunca son el todo), algunos fueron llevados en micros desde el conurbano por punteros y caciques sindicales. De esa forma, la Presidenta da crédito a la muchedumbre reunida, cuando en verdad su poder radica en haber ganado holgadamente las elecciones en el pasado octubre.

La solución constitucional

El artículo 22 de la Constitución no da dos lecciones: primero dice que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”; y, en la segunda parte, la Carta Magna llama sedición a la parcialidad reunida “que se arrogue los derechos de [todo] el pueblo”. Lo que en el fondo quiere decir es que Cristina no necesita de la Plaza llena de cliens para mostrar poder porque en las elecciones —la única vez en la cual es legítimo decir que está todo el pueblo— se le confió a ella la primera magistratura hasta 2011. El único pueblo es el que se manifiesta en los comicios; lo demás, más que el pueblo —diría un anglosajón—, es una pueblada.

¿Qué ella gobierne hasta el 2011 significa que puede hacer lo que quiera? Desde luego que no. Aquí se presenta el espinoso problema de cómo balancear las máximas constitucionales citadas con el derecho de petición y, en definitiva, si es posible tildar de pueblada a las muchedumbres ruralistas.

Sin duda que ellos tampoco representan al “todo”, de modo que encajan, como la Plaza oficialista, en la calificación negativa de la Constitución. Esto es claro, igualdad ante la ley: cortar rutas está mal, lo haga Castells o Anchorena. Lo que pasa es que el Gobierno no tiene autoridad moral para reprimir porque toleró a más no poder a los piqueteros afines y a los asambleístas de Entre Ríos, a la vez que criticó a Macri cuando quiso ponerle coto a esa forma (ilegitima) de protesta.

Pero el problema que trasunta todo esto es, en verdad, la falta de representatividad. La Constitución da por sentado un sistema de representación (formal) que en la dimensión sociológica de la política no se da, lo que termina habilitando a recurrir a formas oblicuas (y a veces ilegales) de peticionar. Y ahí sí es el Gobierno quien tiene la carga de enmendar al sistema en crisis, llevando a cabo la prometida reforma política y facilitando mecanismos de acuerdos entre sectores. El Congreso, de mayoría oficialista, bajo este pretexto no discute ni permite el disenso, cuando en realidad es el órgano genuino que viene a compensar la unipersonalidad del Poder Ejecutivo: ahí están las fuerzas políticas colegiadas que lograron el favor eleccionario.

El Parlamento no tuvo incidencia alguna en el conflicto con el campo. Lo que hubo fue una Presidenta que recogió la mala tradición de la Plaza y un sector que para manifestarse adoptó una vía alternativa al sistema de representación constitucional. En épocas de conflicto es cuando se hace patente la necesidad de sanear el sistema y, también, enfatizar la importancia del acto eleccionario (que muchos toman como una perdida de tiempo) como la gran posibilidad de ejercer la soberanía ciudadana. A Cristina la eligieron hace pocos meses, ella ganó, y sólo recién dentro de cuatro años todo el pueblo podrá manifestarse. Lo demás, de un lado y de otro, son parcialidades. A la democracia la hacen grande los plazos, no las plazas
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Democracia Joven

Una historia mal contada

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Marzo 23 de 2008
Reproducido por Nueva Era (29.09.08)
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Mañana se conmemora el “Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia”, según la denominación dada por la ley que consagró el feriado. Se trata de recordar un episodio negro de la historia argentina: el día del golpe cívico-militar llevado a cabo el 24 de marzo de 1976 encabezado por la Junta Militar, asumiendo el poder bajo la autodenominación de “Proceso de Reorganización Nacional”. Por prudencia ante la corriente estereotipización binaria (que, con simplismo, sostiene que se es militarista o bien montonero, sin admitir otra categoría), en primer lugar hay que remarcar que —como el autor de esta columna— se puede estar al centro de las interpretaciones radicales, nomás con el objetivo de mejor comprender qué pasó.

Los constructores del relato

La historia ha servido muchas veces para legitimar a gobernantes y a sus discursos. De allí que suele decirse que a la historia la escriben los que ganan, que de acuerdo a sus pretensiones construyen un relato para una legitimación actual, del presente, asentada sobre su interpretación del pasado.

Paradigmático de esto es la llamada historia oficial decimonónica, cuyo símbolo es Bartolomé Mitre. Allí era menester consolidar la idea de Nación en un vasto territorio relativamente vacío que a la vez recibía a miles de inmigrantes. Por eso fue necesario exaltar a determinados líderes, a quienes se presentaban elevados al bronce, mientras que otros personajes fueron relegados por su disfuncionalidad para con el régimen que discriminaba quienes eran los próceres necesarios.

Con objetivos menos nobles que los de Mitre, el Gobierno de los Kirchner se apropió, demagogia mediante, del discurso de los derechos humanos autoproclamándose como los nuevos intérpretes de la historia. Y como toda maquinaria propagandística, procuró crear una ecuación de identidad entre los derechos humanos y ellos, de modo que quien no esté con ellos, no quiere el respeto de los derechos humanos. Ese accionar se vio abonado por dos grupos disímiles y antagónicos que luego se encaminaron en la misma dirección.

En primer lugar, las asociaciones de derechos humanos pobladas por una izquierda conservadora y reaccionaria, que desde hace treinta años cimenta su cada vez más magra participación política en exhibir su interpretación de los sucesos de la Argentina durante la última dictadura. Nada más. Y no dicen toda la verdad, como por ejemplo que sectores de la izquierda argentina, como el PC, pactaron con las dictaduras: no les era difícil, porque adherían a las autocracias de la URSS y a la de Castro, del mismo modo que en 1939 habían apoyado al Eje cuando Stalin acordó con Hitler repartirse Europa.

El vicio mayor de esas organizaciones es haber hipertrofiado de ideología un tema serio como el de los derechos humanos, generando una parcialización del concepto: sólo algunos humanos tienen derechos humanos. Por eso para Bonafini las víctimas del ERP y de Montoneros no tenían derechos humanos, como no los tienen las de las FARC ni las de Al Qaeda. Grueso error, porque cuando se le quita esa universalidad óntica a los derechos humanos se abre el grifo para que luego venga alguien que continúe con la parcialización aunque invirtiendo al sujeto tutelado. Es decir, el discurso de Bonafini es el de Videla, pero al revés. Ambos, detestables.

El otro sector que apuntaló a los Kirchner es el multifacético peronismo (hoy de “izquierda”, “progresista”) que parece haber olvidado que el terrorismo de Estado empezó con un gobierno de su signo, esto es, el que presidía la esposa de su líder. El famoso decreto 2072/75 firmado por la señora Perón (y refrendado por los ministros Cafiero, Ruckauf y otros) ordenó al Ejército —literalmente— el “aniquilamiento” de los subversivos. Y que contar de la Triple A, dirigida por López Rega que era ministro de Bienestar. ¿Qué decir? ¿Y respecto a que fue también un gobierno de su signo el que indultó a los criminales de lesa humanidad que habían sido juzgados con creces por la Justicia de la democracia? Esa mutación es el secreto de su permanencia, lástima que los votantes no se den cuenta.

¿Quien puede tirar la primera piedra?

Nadie puede tomar el poder sin un considerable consenso social. Es imposible, toda legitimidad es en última instancia sociológica. La sociedad argentina, aceptémoslo en pos de honrar la memoria que se conmemora mañana, en su mayoría apoyó el golpe. Ahí estuvieron empresarios, sectores políticos, eclesiásticos, periodísticos y sindicales y, en fin, una gran porción de la ciudadanía. Lo pedían con la falsa creencia que el desorden era un vicio de la democracia. Confundieron la democracia con el caos del Gobierno de Isabel. No hay un único culpable. Pero claro, es más fácil cargar los pecados sobre el chivo expiatorio y mandarlo al desierto, bien lejos si es posible.

Pasemos en limpio: las víctimas de terrorismo (el de Estado y también el privado) no son de derecha ni de izquierda, son victimas; los terroristas no son de derecha ni de izquierda, son terroristas. Los derechos humanos nos importan a todos, aunque no seamos kirchneristas. También la verdad nos importa a todos. Ya que estamos en Pascua, vale recordar aquella frase evangélica que dice: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Una buena forma de liberarse es obviar toda interpretación oficial funcional al régimen de turno.

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Democracia Joven

Seguridad e ideología

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Marzo 9 de 2008

Alguien dijo alguna vez que el mayor logro del diablo fue haber difundido eficazmente la idea de que no existía, y de ese modo hacer de las suyas sin que sospechemos nada. Con las ideologías ha pasado lo mismo: se ha dicho que murieron, que ya no existen, y bajo esa creencia solemos dejar de considerar qué hay detrás de diversas “recetas” que a diario esgrimen los actores políticos. Por diversas razones, las ideologías —como el concepto mismo— han caído en desprestigio, y por eso parece más efectivo presentarse como parte de una solución técnica, que contiene una respuesta “científica” a determinado orden portando una “neutralidad” tal que se ha escindido incluso de la subjetividad de aquel que la formula.

Esto fue muy notorio en la economía de hace unos veinte-treinta años con el auge de medidas “técnicas” contra el estatismo que pregonaban los llamados “tecnócratas” (de ahí el apelativo: algo así como gobierno de la técnica). En verdad eran liberales, pero no podían decirlo porque habían traicionado las bases del liberalismo ya que so color de imponer la economía libre acordaban con dictaduras que eliminaron las libertades individuales y políticas, cronológica y ontológicamante anteriores a las del mercado.

Las ideologías están y necesitan dialogar

Este prefacio para decir que las ideologías no murieron, sino que más bien se escondieron tras los discursos. Y esto también se da en la discusión de la “cuestión criminal”. Más, la criminología también tuvo su época tecnocrática con el positivismo de fines del siglo XIX y principios del XX —con gran arraigo en nuestro país—, cuya decadencia devino cuando se agotó el paradigma que a todas luces escondía tras su exactismo.

Hay que decir también, en pos de sincerarnos, que no está mal que haya ideología en una postura, si entendemos por ello una sistematización de ideas en atención a un objeto que dan cuerpo al pensamiento. Tal es, en definitiva, la definición del diccionario. Lo objetable es esconderla bajo un discurso “neutral” porque de esa manera se confunde a los receptores muchas veces desorientados y, también, cuando la ideología se radicaliza hacia un “ideologismo” que sería el caso próximo a la “pantología” (pantos hace referencia a todo), donde una sistematización se reivindica como la única y exclusiva intérprete de la realidad, llegando a exigir que los hechos se adecuen a ella y no al revés.

Por eso en temas públicos como es el de la seguridad, lo que hace falta es dialogo (el dia-logos, al contrario de la panto-logía y del mono-logo, da cuenta de que la razón es compartida dos —o más— que la intercambian), y que las personas corrientes se involucren aportando el sentido común que falta en los polos radicales, sean los Patti (“los delincuentes no son personas”) o los Bonafini (“los policías no son personas”).

En qué podemos estar de acuerdo

Todo dialogo parte de un acuerdo, de un lenguaje común, adonde intercambiar razones. ¿En qué podemos coincidir? ¿Qué sector del paisaje de la inseguridad —recordando la metáfora de la teoría orteguiana del espectador— es percibido similarmente por nuestras miradas heterogéneas? He aquí cinco premisas, meramente ejemplificativas, en las que todos podríamos estar de acuerdo:
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- No hay absoluta relación entre pobreza y delito. Los pobres son quienes más sufren el delito (para ellos no hay seguridad privada), y es un error, encima, asociarlos con el crimen. Es posible que alguien hurte para satisfacer una necesidad, pero de ahí a creer que son delincuentes es una franca discriminación.
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- Aumentar las penas de poco sirve. El Código Penal, que data de 1921, sufrió ¡más de novecientas reformas!, de las cuales la mayor parte fue para ampliar las penas. No sirve. Lo más importante es que se apliquen: el delincuente no se atemorizará si aun cuando el delito tenga una pena en abstracto de cincuenta años, sabe que nunca lo atraparán por cometerlo.
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- La delincuencia organizada es el foco a enfrentar con más énfasis. El sistema penal está colapsado, de manera que, por lo menos hasta repararlo, los pocos recursos que tiene no pueden gastarse en perseguir a ladrones de gallinas. Es el crimen estructural el que mayor daño provoca, y entre ello están también los llamados “delitos de cuello blanco” como la corrupción policial.
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- Las últimas dos: reprimir no es mala palabra, la represión es ilegitima cuando lleva el aditivo de “ilegal”, pero la fundada en ley con los órganos competentes es parte de todo sistema democrático que tiene reglas de convivencia. La otra es complementaria: el garantismo es algo bueno, porque justamente esa legalidad estará satisfecha si se respetan esas garantías constitucionales que hacen legítimo al poder penal.

Muchas conclusiones pueden sacarse de todo lo anterior, pero como colofón sobresaliente vale decir lo siguiente: desde que comenzó a crecer el delito la reacción se ha caracterizado más por discusiones bizantinas y enfrentamientos estériles que por un compromiso serio para dar una solución, que no puede ser mágica por cierto. Como en casi todas nuestras políticas públicas, vivimos en la lógica del péndulo, y contra esto bien podemos acordar un punto medio que haga de lengua común a esta ensalada idiomática, porque, al fin, la inseguridad es una sensación pero también una realidad que nos desbordó.

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Democracia Joven

El yugo sindical

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Febrero de 2008.

Hay algunas premisas empíricas concluyentes: Barrionuevo nunca sirvió un café aunque desde hace décadas «representa» a los gastronómicos de todo el país; los integrantes del clan Moyano jamás pisaron un camión en tanto choferes, aunque «representan» a los camioneros, primero el papá Hugo y luego, por una suerte de sucesión regia, el hijo Pablo. Los sindicalistas son generalmente resentidos por los trabajadores, a quienes sociológicamente no representan, aunque la ficción normológica de la ley de entidades sindicales así lo presuma de derecho, creando una distorsión axiológica que lamentablemente tiene una larga historia en Argentina.
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Nobleza obliga decir que el sindicalismo, como concepto, es algo extremadamente bueno y necesario para equilibrar los juegos de poder contra las corporaciones empresariales. Y también debe remarcarse que hay muchas excepciones al estereotipo de sindicalista que está presente entre nosotros; no todos son los llamados «gordos», piénsese sino, entre otros, en Víctor de Genaro o en Susana Rueda. Son los malos sindicalistas, justamente, los traidores a su clase que con sus prácticas han provocado que el concepto se viera denostado, lo que teóricamente es absurdo, tanto como cuando la idea de política se ve opacada por el ejercicio que de ella hacen algunos.

La génesis del problema

Lo peor del sindicalismo argentino, aunque no se note, no es ese coro de nombres deslegitimados por la confianza de los trabajadores (los Moyano y los Cavallieri, pero también aquellos que muchos lectores conocerán aquí nomás) sino que éstos son el producto de un problema estructural, que es el sistema normativo que legitima el aparato sindical burocratizado donde nadie se renueva.

La ley de Entidades Sindicales 23.551, dictada durante el gobierno de Alfonsín, consagra un sistema de representación sindical que, con las categorías de los modelos aplicados del Derecho comparado, viene a ser un intermedio entre el unicato sindical (como sucedía en los regimenes comunistas, cuando se permitía la sindicalización) y la plena libertad de sindicatos, donde cada grupo de trabajadores se puede asociar contando con los mismos derechos que sus pares. En Argentina, según la Constitución Nacional existe la posibilidad de asociarse libremente para representar y defender mancomunadamente los intereses sectoriales, pero por otro lado la ley 23.551, siguiendo la línea de sus antecesoras, para las centrales crea un sistema de cuasi-monopolio sindical al conceder, con exclusión, lo que se llama “personería gremial”. Esto implica una suerte de reconocimiento preferencial que faculta a los gremios recipiendarios a ejercer de modo legítimo, exclusivamente, los derechos laborales colectivos —como la huelga, por ejemplo— y, entre otras prebendas, se les asegura el financiamiento haciendo de los empleadores agentes de retención para llenar las arcas gremiales que nadie fiscaliza so pretexto de la autonomía sindical.

He aquí la distorsión: la Constitución (como los convenios en el marco de la OIT) permite asociarse libremente, pero algunas agrupaciones —y sus asociados— son discriminadas respecto de la que goza de la personería, que es beneficiaria de un monopolio, lo que hace que no sea lo mismo ser afiliado a una u otra ya que sólo una es reconocida como la única y última interlocutora valida entre los trabajadores y los empleadores, aun cuando tenga menos representación real (admitida por la ley, por otra parte). Esta es la trama del caso de la CTA, que desde hace años reclama que le concedan la personería gremial.

Lo que genera esta ficción está a la vista: sindicatos que no se preocupan por “conquistar” la representación porque la ley se encarga de hacerlo; grandes aparatos financiados automáticamente por imperio legal, sin que los trabajadores, por cierta culpa omisiva sí, se preocupen de ver a donde se destinan sus aportes; reelecciones indefinidas; mafias, corrupción y cuanto negociado quiera pensarse. Y, sobre todo, una norma axiológicamente infiel a la Constitución e inexacta respecto al mundo real, divorciada de lo que pretende.

Solución desregulatoria

¿Qué puede hacerse? Es algo utópico, debe reconocerse, pero la solución estaría en desregularizar el sistema sindical como se hizo con las obras sociales, permitiendo la libre competencia de las asociaciones en busca de afiliados, ofreciendo mejores servicios, cuan si se tratara de una competencia perfecta con total movilidad de los trabajadores. Es decir, habría sindicatos que maximizarían su eficiencia en búsqueda de mejor proteger al trabajador, eligiendo éste libremente en donde se asocia, sin que ello ocasione un eventual perjuicio de ser parte de una entidad que no puede disponer plenamente del ejercicio de los derechos colectivos del trabajo. Todo sistema cerrado, monopólico u oligopólico, lo único que logra es perjudicar al destinatario, que en este caso es el trabajador, el débil al que el Derecho Laboral dice proteger, aunque en verdad lo haya condenado a ser preso de un sistema que pocas alternativas
le ofrece.

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Democracia Joven

Las reformas políticas pendientes

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Febrero de 2008

La agenda política argentina adolece miopía. Aceptando por un momento que los medios ilustran acerca de los debates actuales de nuestro país, veremos que la temática siempre es coyuntural, sin enfocar las causas válidas: un día es la seguridad, otro la inflación, la fortuna del ex presidente, algún caso de corrupción, entredichos entre el Gobierno y diversos sectores, u otras cuestiones similares.

Cada tanto sí aparecen temas que hacen a los basamentos del orden político, como es el caso de la organización del país y del régimen electoral. Pero esto de la tan anunciada y prometida pero nunca alcanzada “reforma política” sólo toma estado en épocas electorales, siendo parte de las plataformas de los candidatos, para luego del comicio dormir cuatro años más dado que al que ganó con un sistema, no le conviene modificarlo para no perder el poder ni la posibilidad de revalidarlo. En verdad, lo esperable sería que justamente en los períodos intermedios a las contiendas electorales, los actores políticos se dediquen a discutir junto con la ciudadanía esas instituciones fundamentales del sistema democrático.

Fue la reforma constitucional de 1994 la gran oportunidad de reformular el sistema; sin embargo, no se resolvieron los problemas alegados, sino que más bien se los consolidó. Desde esa reforma, vale mirar esos defectos con la realidad actual, a catorce años de la enmienda constitucional.

El sistema electoral como núcleo

La últimas elecciones mostraron una vez más la inconveniencia de haber cambiado el sistema de elección presidencial, porque de esa forma se atenuó considerablemente el federalismo ya que mediante la elección directa, un par de municipios del Gran Buenos Aires tienen más poder que más de media docena de provincias federas sumadas.

Esta distorsión se agrava porque justamente es en una de las zonas más clientelares donde se decide la elección presidencial. La provincia de Buenos Aires no discute sus problemas genuinos porque su elección está anclada a la nacional por la razón de que a quienes manejan el llamado aparato (ayer Duhalde, hoy los Kirchner) no les hace falta más que triunfar en el conurbano para tener casi asegurado el poder central.

Allí no hay debate; para qué si el peronismo gobierna desde hace veinte años mientras que la provincia, especialmente en esas zonas, es un desastre desde todo punto de vista.

La contracara son las elecciones en los Estados Unidos, que como los lectores verán, van recorriendo cada uno de los cincuenta estados federalizando el debate. Además, en ese país hay fortísimas elecciones internas, que en Argentina, luego de haberse sancionado una ley que las consagraba, fueron suspendidas sine die en el gobierno de Duhalde por temor a que Menem lograra ser el candidato único del PJ en 2003 y se asegure la general.

Es que en Argentina parece haber triunfado el unitarismo en los hechos, originado por la distorsión fiscal y electoral. Por ello, además de reformarse el sistema de elecciones debe cambiarse la forma de recaudar, tomando el modelo estadounidense auténticamente federal que invierte al argentino, a fin de que se recaude en este orden: municipios-provincia-nación, y no al revés porque la coparticipación distorsiona a la distribución de poder. La relación entre éste y el régimen tributario no es nueva: la primera concesión monárquica que logró el pueblo inglés obedeció a cuestiones impositivas, en la Carta Magna de 1215, tanto como la Revolución Americana del 4 de julio de 1776 cuando se declaró la independencia de los Estados Unidos de América.

Escisión del poder

Estas nobles revoluciones nos han dado otro norte cardinal para afianzar la república: el poder debe ser escindido en serio, no en la pura letra como en Argentina.

La reforma de 1994 cambió al Senado e incorporó la figura del Jefe de Gabinete de Ministros con la intención de atenuar el presidencialismo con tendencia unitarista. Sin embargo, a catorce años vemos que eso no se logró. Se incorporó el tercer senador para la minoría, pero el régimen se frustró: el peronismo tiene los tres senadores por Buenos Aires, al igual que en las provincias de San Juan, La Rioja y alguna otra. Debió haberse seguido el modelo norteamericano que acepta que puedan ser los dos senadores por el mismo partido (allá son dos por Estado), pero se encarga de una escisión en el tiempo: se eligen de a uno cada tantos años.

Lo del Jefe de Gabinete es harto falaz. A diferencia de los Secretarios (ministros) en Estados Unidos que necesitan el aval del Senado, en Argentina el presidente los nombra por motu proprio, pudiendo removerlos con facilidad. De ese modo, las facultades del art. 100 de la Constitución destinadas al Jefe de Gabinete están, en verdad, confiadas al Presidente. Eso se llama gatopardismo: cambiar para que nada cambie.

En suma, quienes hoy gobiernan tiene el poder para trabajar por la historia dejando atrás el cortoplacismo. Tener instituciones sólidas no son un lujo de los grandes países, sino al contrario: Estados Unidos y Gran Bretaña son fruto de los cimientos citados. Argentina también lo vivió: en 1853 la Constitución fue una revolución fundacional, “para nosotros, para nuestra posteridad”, como dice el Preámbulo. Por cierto: ¿alguien piensa en los argentinos de la «posteridad»?

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Democracia Joven

La vida hiperreglamentada

CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, Enero de 2008

Al Estado la Constitución le encarga la tutela del “bien común”, como reza su preámbulo. En el ejercicio de esa función que procura ordenar la convivencia es que se reglamentan nuestros derechos de modo que se los ejerza conforme a su destino, sin abusar de ellos. Así se habla de la relatividad de los derechos, no en cuanto a su valencia, sino en referencia a la extensión de ejercicio.

La mayoría de las restricciones que sufrimos, tales como las de la convivencia vecinal, el decoro en la vía pública u otras, se fundan en la alteridad (la otredad, diríamos, alter = otro, en latín). Yo soy libre, pero mi libertad no puede ser ejercida dañando al otro; mi derecho está contenido por un deber genérico de no dañar que los juristas llaman alterum non laedere, un “no dañar al otro”. Esta enunciación esquematiza el basamento ordinal de la complejísima convivencia social que merece ser reglada para evitar el caos.

¿Mera restricción? Abuso del poder

Luego de lo dicho, encontramos cada día nuevas medidas con inspiración fundamentalista que parecen ya no basarse en la alteridad, quedando, pues, como meras restricciones. Ejemplos son la obligatoriedad del uso del casco y del cinturón de seguridad y, entre otras con la misma raíz, la prohibición sanitarista de fumar en lugares que son propiedad privada (de acceso semipúblico) aun contra la voluntad del dueño de tener un local para fumadores, aclarándolo ostensiblemente para qué quien no quiera entrar, no lo haga.

Los dos primeros casos son ejemplos certeros de cómo la prohibición se agota en sí misma, en donde lo protegido es el propio sujeto, generándose la paradoja de que el titular del bien jurídico tutelado no pueda disponer de él porque a un gobernante se le place. ¿Que se protege con el uso del casco o del cinturón de seguridad? La vida de un sujeto. ¿Aun contra su conciente voluntad? Si. ¿Dónde está, entonces, la alteridad? ¿Se comprende, pues, como el Estado me obliga a cuidarme, me restringe mi derecho de libertad y me priva de la disposición de la tutela de mis derechos? Ahí está la falacia. El Estado debe protegerme de otros (alteridad) cuando quieran atacar mi vida —u otro bien jurídico—, pero no puede protegerme contra mí mismo y contra mi voluntad cuando ésta no está viciada porque esos bienes me pertenecen, y no se los protege en sí mismos sino en la relación de disponibilidad del sujeto conciente para con ellos: en última instancia se tutela la libertad. Por eso la tentativa de suicidio no puede ser punible. La misma lógica se da también en una serie de tipos penales en donde el consentimiento excluye la ilicitud.

Cuando la restricción pierde su razón de ser (la alteridad) se convierte en un mero abuso del poder, en una medida ilegítima a razón del célebre artículo 19 de la Constitución (el mismo que se invoca para sostener la inconstitucionalidad de la penalidad al consumo privado y conciente de estupefacientes). Enhorabuena aquella persona a quien le apliquen una multa por no usar el casco, en vez de pagarla, plantee la ilegitimidad de esa norma a fin de desarmar la matriz ideológica que la solventa.

El paternalismo

El núcleo que fundamenta todas estas medidas es el paternalismo. El concepto es definido por el diccionario con un gran poder de síntesis: “Tendencia a aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a relaciones sociales de otro tipo; políticas, laborales, etc.”.

Desde la ciencia política, el modelo paternalista, más que un justo medio entre el Estado libertario y el totalitario, está más próximo de éste último, máxime por sus bases antropológicas: supone sujetos incapaces, débiles, determinados, que no saben cuidarse solos, y en esa degradación conceptual del individuo se legitima la prevalencia del poder del gobernante, erigiéndose, de ese modo, un “iluminado” que hace las veces de pater frente a nuestra atribuida inmadurez. A esta forma de ejercer el poder, Foucault le llamó “tecnología pastoral”: el papel del pastor consiste en asegurar la salvación de su grey, aun contra su voluntad.

Esta mecánica dirigista, empero, contribuye a erosionar y deslegitimar al propio sistema, no sólo porque interfiere en las libertades, sino porque genera “normas espectáculos”: quedan muy bien escritas, pero en el mediano plazo nadie las cumplirá, porque tienen un límite sociológico como ya sucedió con las que se dictaron luego de Cromagnon. Al fin, todo el edificio jurídico se basa en la “conjetura del funcionamiento de la norma”, en la expectativa de cumplimiento, en nada más, y cuando los sujetos la incumplan por juzgarla irrazonable, no alcanzará la coacción para compelerlos.


Muchos ciudadanos dejan pasar por alto el dictado de todas estas medidas, pero no deben olvidar qué hay tras ellas, es decir, qué forma de concebir al Estado y a la sociedad se esconden tras las razones alegadas del supremo repartidor. Cuando crece el paternalismo, quien decrece es el individuo que se disuelve en el régimen del estilo de vida que imponen los circunstanciales gobernantes. Siempre es mejor la libertad —aun cuando de ella surjan decisiones perjudiciales para sí— que un perfeccionismo coactivo, porque es en la libre elección moral donde es posible el mérito. Mientras tanto, el pastor reúne, guía y conduce a su rebaño, que somos nosotros, pobres ovejas inmaduras.

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