17.4.11

Democracia joven

Algunos interrogantes tras la condena a Patti

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 17 de abril de 2011

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La condena a Luis Patti dictada el pasado 14 de abril deja lugar a varios interrogantes. ¿Se respetaron adecuadamente las garantías de defensa o Patti estaba condenado de antemano? ¿Cómo se construyó la “certeza positiva” exigida por la ley para atribuir responsabilidad penal por hechos que ocurrieron hace treinta y cuatro años? (Nada tiene que ver eso con la polémica doctrinaria acerca de si corresponde aplicar de forma retroactiva el carácter imprescriptible a ciertos delitos: a lo que nos referimos es a cuáles son las condiciones probatorias para reconstruir con certeza la “verdad” de un hecho sucedido hace tanto tiempo, máxime cuando en el derecho procesal penal rige el principio conocido como “in dubio pro reo”, o sea, si existe la más mínima duda, se debe absolver).

Cualquier intento de respuesta seria a estas preguntas supone leer todo el expediente y en particular la sentencia. Aun así, el planteo de las preguntas es importante porque apuntan a algo más general, que excede al caso de Patti: nada menos que al fundamento ético de una condena más allá de las condiciones morales de los condenados. Por más criminal -y hasta repugnante- que sea el ocasional imputado, el Estado jamás puede reaccionar en equivalencia.

Esa lección ética Argentina la dio al inicio de la democracia con el Juicio a las Juntas: se enjuiciaron a los jerarcas del proceso por delitos de lesa humanidad aplicando las leyes por entonces vigentes ante los jueces naturales, es decir, con las garantías constitucionales de defensa. Los jerarcas pudieron defenderse. Las condenas eran legítimas desde todo punto de vista. Ni una sola sospecha de ilegitimidad. El método de enjuiciamiento no reprodujo su barbarie de condenar sin juicios y hacer desaparecer. Era algo inédito que ni la “civilizada” Europa había podido alcanzar, por ejemplo, en los Juicios de Nüremberg contra los criminales nazis, donde se aplicaron leyes no vigentes y cuyo tribunal era conformado por los vencedores de la Guerra, entre ellos representantes de un régimen tan criminal como el de Hitler -como era la URSS de Stalin- y de un país que pocos meses antes había arrojado las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki. ¿Qué “superioridad ética” tenían los juzgadores de Nüremberg por sobre los enjuiciados? Muy poca... a penas si podían decir que los nazis eran solamente “más” criminales que ellos. Fue un juicio “político”, no “jurídico”, porque rigió más el poder que el derecho.

En Argentina, por el contrario, el Juicio a las Juntas sí alcanzó esa legitimidad ausente en Nüremberg y en otros juicios similares posteriores. Lamentablemente, esa obra mundialmente inédita fue arruinada por Menem al indultar a los condenados. A partir de allí, impunidad. Luego, con los Kirchner todo volvió atrás. Se buscó una suerte de “justicia a toda costa” para remover la impunidad. De allí la pregunta fundamental que debemos pensar cada cual: ¿un estado de derecho puede hacer “justicia a toda costa”? La pregunta apunta a la relación entre “medios” y “fines”: ¿el fin justifica los medios?

Historia contrafáctica

Podría decirse que las víctimas de Patti, como la de los demás partícipes de los crímenes de lesa humanidad, como así también los actores políticos, tienen una innegable legitimidad de perseguir el enjuiciamiento de los responsables. Más aún, si los primeros se motivaran exclusivamente en la venganza, también sería un propósito legítimo porque la venganza es un sentimiento natural: todos queremos vengarnos de nuestros ofensores. Lo mismo cabe decir de los políticos que justamente hacen eso, política.

El problema no son ni las víctimas ni los políticos que las apoyan. El problema son los jueces que no filtran ese natural y legítimo deseo vindicativo. El proceso penal de garantías ha sido la herramienta por la cual la humanidad evolucionó dejando atrás las formas primitivas de venganza. Y en ese método civilizado de debate, los jueces tienen una clara función “contracíclica”. Esto rige tanto para contener las preferencias políticas de los gobiernos como las presiones sociales para condenar de antemano a acusados de delitos sensibles (v. gr., un abusador de menores o un asesino de ancianos). Por eso se dice en doctrina que las garantías penales tienen una justificación “metademocrática”, o sea, están más allá de los criterios de las mayorías que, si bien son legítimos para regular muchos aspectos de la vida social, nunca pueden derogar principios axiomáticos del debido proceso por más consenso mayoritario que al respecto exista (Ferrajoli).

Si Patti fue condenado con respeto o no de las garantías es algo que no podemos precisar sin estudiar el voluminoso expediente. Lo que sí podemos es formular preguntas generales de historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si el gobierno de los Kirchner no alentaba los juicios contra los responsables de los crímenes de lesa humanidad? ¿Por qué ningún juez ni fiscal procedía cuando las preferencias políticas eran otras? ¿Significa acaso que la aplicación del derecho, entonces, depende de factores puramente políticos? ¿Por qué no dictaron la inconstitucionalidad de los indultos y de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final cuando gobernaban quienes las habían promovido, si en definitiva todas esas disposiciones siempre fueron inconstitucionales? Otra pregunta más: si Patti hubiera llegado a ser gobernador de Buenos Aires (en 2003 su partido era la segunda fuerza provincial), ¿habría sido igualmente juzgado y condenado? Y ojo, no lo decimos en beneficio de la impunidad de un Patti culpable. Es al revés: si era culpable, ¿cómo puede ser que haya gozado de tres décadas de impunidad? El carácter “contracíclico” de los jueces no es sólo para proteger las garantías de quien es condenado por las mayorías o el poder de turno, sino también para condenar --cuando así corresponda-- a quien está al amparo de las mayorías o el poder de turno. En otras palabras, es tan grave que en caso de ser inocente lo condenen hoy sin pruebas certeras como que, si es culpable, haya estado treinta años impune.

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26.3.11

Democracia joven

Vargas Llosa y la no segmentación de la libertad

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 27 de marzo de 2011

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Semanas atrás hubo una polémica entre algunos intelectuales próximos al kirchnerismo y el Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa. Más allá de haberse opacado por el presunto intento de frustrar el dictado de la conferencia inaugural en la Feria del Libro a cargo del escritor, el intercambio de opiniones fue verdaderamente interesante al cristalizar la corriente (e ilegítima) segmentación de la libertad en la que incurren muchos intelectuales que denostar al liberalismo por su dimensión económica.

Se advierte esto en la primera nota de la polémica, escrita por Horacio González (ensayista y director de la Biblioteca Nacional) en Página/12 el 16 de enero pasado. Se tituló: “Vargas Llosa y el liberalismo”. No obstante dedicarse a comentar el último libro de Vargas Llosa, El sueño del celta (2010), González en paralelo hace una crítica al liberalismo. Comienza reconociendo que es “no es fácil reprobar el liberalismo si lo vemos en el largo ciclo de gestación del mundo moderno”, incluso hoy, “cuando todavía se lo invoca bajo el criterio tradicional de la intangibilidad del individuo frente a la ‘razón de Estado’ o ante los poderes corporativos”. Dice, sin embargo, que el liberalismo dejó de ser una “ética de la responsabilidad política” y se ha convertido en “el último refugio de las más crudas derechas económicas”.

Luego, tras la desafortunada carta de González sugiriendo que no sea Vargas Llosa quien inaugure la Feria del Libro, el Nobel escribió una nota en El País de España que aquí reprodujo La Nación el 13 de marzo. La nota se tituló “Piqueteros intelectuales”. Allí, Vargas Llosa, además de criticar la hipotética censura, revindicó sus ideas liberales. Finalmente, al día siguiente González hizo una contrarréplica en Página/12 donde nuevamente identificó a los liberales con la derecha, entre otras consideraciones muy interesantes a pesar de la virulencia con la que se dirigió a su ocasional oponente.

La identificación que González hace de los liberales con la derecha es frecuente. Más aun, muchos actores políticos de derecha se llaman a sí mismos liberales; lo hacen, sin embargo, apelando a una suerte de eufemismo porque —incluso para ellos— ser de “derecha” es inconfesable. Nadie en Argentina se asume como tal a diferencia de otros países, por ejemplo en España, donde el Partido Popular y sus líderes (Rajoy, Aznar, antes su fundador Fraga Iribarne) nunca han ocultado ser de derecha y hasta lo enfatizan para remarcar su antagonismo frente a la izquierda del PSOE.

La asociación entre los liberales y la derecha, por repetida que sea, es inexacta. Por lo menos si se la afirma como una relación de necesariedad porque claramente hay actores políticos de derecha que no son liberales como actores de izquierda que si lo son.

Valga ante todo señalar que las categorías de izquierda/derecha tienen sólo una función didáctica. A medida de que se indaga en su contenido se advierte que son una simplificación conceptual. La reiteración de su uso es por mera comodidad. Ahora bien, dicho esto, ¿por qué se repite esa asociación? Básicamente por dos razones que en Argentina están bien marcadas. La primera es por la errónea reducción del liberalismo a su dimensión económica. La segunda, por el recuerdo de los (supuestos) liberales de derecha que participaron en gobiernos autocráticos, lo cual supone a su vez otras dos asociaciones erróneas, esto es, que puede existir una dictadura-liberal (lo que en puridad es un oxímoron) y que toda dictadura es de derecha.

En el reduccionismo economicista no solo incurren quienes critican al liberalismo económico como Horacio González. También lo han hecho quienes decían promoverlo. Tal es el caso de los tecnócratas económicos que, con tal de implementar las reformas contra el estatismo, no tuvieron reparos en participar en gobiernos autocráticos. En Argentina pasó esto en la dictadura de Onganía y luego en la iniciada por Videla. También en la de Pinochet en Chile y en el último tramo de la dictadura de Franco en España. El FMI y Estados Unidos participaron de esa distorsión cuando patrocinaron gobiernos militares de la región en los 70’ y 80’ con tal de que hagan los “deberes” pro mercado.

El error conceptual de una y otra postura es fraccionar la libertad que, como tal, es única e indivisible. Los sectores llamados de derecha son más o menos liberales en lo económico pero suelen ser conservadores en las costumbres. La izquierda, por su parte, acepta la libertad costumbrista pero reniega de la económica. Ambos, a su vez, han descalificado al liberalismo político: pensemos en las referidas dictaduras cívico-militares latinoamericanas y, en cuanto a la izquierda, en la de Castro en Cuba y el gobierno de Chávez en Venezuela, que si bien no es una dictadura, lejos está del liberalismo político.

Un autentico liberal no puede escindir esas tres manifestaciones de la libertad. Ésta es, ante todo, una condición moral del sujeto (Kant) que —por añadidura— se exterioriza también en la faz política y lo económica por ser ellas dos dimensiones sociales del hombre. En el liberalismo clásico esto era así. Allí se ubica Vargas Llosa: la libertad es una, no puede segmentarse, como erróneamente se hizo por derecha y por izquierda. Esto es lo que descoloca al llamado progresismo que no dirigiere el liberalismo económico. En Argentina, sin embargo, esa síntesis hoy infrecuente estuvo presente en la obra de Alberdi y por ello nuestra Constitución es un canto a la liberad en todos sus sentidos. En ella confluyen la tutela de la libertad moral (art. 19: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”); física (arts. 14 y 15); política (art. 1°: “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal” ); y económica (art. 14: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos.... de usar y disponer de su propiedad”).

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26.2.11

Democracia joven

Nuevamente la extorsión con no iniciar las clases

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 27 de febrero de 2011

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A juzgar por la inflación real, el pedido de aumento salarial docente es justo. Más aun, es probable que el aumento nominal logrado (alrededor del 24 %) sea similar a la tasa de inflación, es decir, apenas si significa un verdadero aumento, por lo cual, menos que eso no podrían haber solicitado. Por su parte, la concesión de un aumento de tamaña proporción implica necesariamente que el Gobierno reconoce la existencia de la inflación en esos niveles, muy superior (el doble) a la que señala el INDEC.

Lo que si es objetable es la actitud de los gremios docentes. Por un lado, que informen erróneamente sobre el contendido de los salarios. Por otro, lo que es realmente grave, la extorsión que año a año renuevan mediante la amenaza del no inicio de clases de millones de alumnos que esa forma quedan como únicas víctimas de la disputa gremial con los gobiernos.

En cuanto a lo primero, los gremialistas insisten en que el salario docente oscila los $ 2400. Pero no dicen que: (i) ese es el básico e inicial por un cargo, o sea, el que percibe un docente de primario recién iniciado por un turno (de mañana o de tarde, con alrededor de cuatro horas de asistencia a la escuela con más algo que pueda dedicarse a corregir y preparar fuera de clase pero que no debería superar una o dos horas más al día); (ii) ese básico no es el real porque no incluye todos los adicionales existentes, por ejemplo la antigüedad, que en la administración pública tiene mucho peso salarial; (iii) ese carácter de básico y por esas horas implica que, agregados los adicionales y proyectado a la carga horaria común de 48 horas semanales, el salario real excede en bastante esos $ 2400 que los gremialistas docentes presentan como tipo. Tampoco tienen en consideración que cumplen tareas de lunes a viernes, sin sábados, domingos ni feriados, con alrededor de dos meses de vacaciones en verano y dos semanas en invierno, lo que pocos trabajadores (por no decir ninguno) tienen. A título de ejemplo, adviértase que un trabajador que se rige por la Ley de Contrato de Trabajo recién gozará de 35 días de vacaciones al cumplir los 20 años de antigüedad; nunca, sin embargo, sumará los 80 días de que aproximadamente tienen los docentes, cualquiera fuere su antigüedad. Tanta relajación da la idea de que la educación en Argentina es tan impecable que no hay necesidad de dedicarle más días de trabajo, por ejemplo, el mes de febrero completo para preparar el año lectivo y compensar la cada vez más magra formación institucional.

La extorsión gremial se repite porque es efectiva

El otro aspecto criticable es la metodología de protesta gremial docente que, con exclusividad, consiste en la huelga (no dictado de clases). El derecho a huelga está constitucionalmente amparado. Nadie a esta altura cuestiona su legitimidad. Ahora bien, como todo derecho, es relativo y está sujeto —dice la Constitución— a las “leyes que reglamenten su ejercicio”.

¿Para qué se reglamenta su ejercicio? Para que no afecte a terceros y se ejerza de buena fe y conforme a su destino, en el caso de la huelga, garantizando que se aplique como mecanismo gremial de reclamo y no, por ejemplo, como motivo de presión política tal cual nos tienen acostumbrados los sindicalistas (así, piénsese en el paro de trenes por la detención de Pedraza, que nada tiene que ver con las condiciones de trabajo de los ferroviarios). Evitar esos fines indeseados en el ejercicio de un derecho (cualquiera sea) es lo que dio origen a la “teoría del abuso del derecho”, aceptada hoy pacíficamente y de aplicación en las más diversas circunstancias.

La huelga docente, a la vez que implica un derecho de los docentes, necesariamente tiene como efecto la privación de un derecho de igual jerarquía constitucional de millones de alumnos. Esta circunstancia amerita darle un trato distinto. Fundamentalmente porque la educación pública tiene carácter de “servicio público” que el Estado —garante de su provisión por imperio constitucional— no puede dejar de prestar. Así pensado, es perfectamente posible restringir el derecho de huelga docente, disponiendo que escojan otros medios de protesta menos lesivos en tanto aquél importa la privación de un servicio público esencial con perjuicio a millones de alumnos a quienes de esa forma se les afecta en su derecho (también constitucional) de aprender. Ese carácter de la prestación pública, esencial y no interrumpible también justifica la incuestionada atenuación del derecho de huelga de los agentes de seguridad y de la atención primaria en hospitales públicos. Si la educación importa tanto, bien podrían extenderse esas condiciones a los docentes.

Más allá de implementar este nuevo estatus jurídico en el mediano plazo, ¿que podría haber hecho Scioli en vez de allanarse —como siempre— a la extorsión gremial? Partamos de una premisa: la extorsión se reanuda porque es efectiva. Si no lo fuera, cambiarían de estrategia. Esto es claro.

Una actitud posible es imitar la célebre reacción de Ronald Reagan frente a la extorsión de los controladores aéreos en 1981. Recordémoslo. Apenas iniciado su gobierno, unos 13000 aerocontroladores estallaron en huelga. Pensaban tener la contienda ganada porque por su alta especialización nadie podría sustituirlos y —creían— sin ellos, Estados Unidos se quedaría sin tráfico aéreo. Ese mismo día 3 de agosto de 1981, Reagan declaró ilegal la huelga y los conminó a retomar tareas so pena de despedirlos. Inmediatamente puso a las Fuerza Aérea a hacerse cargo del control aéreo así éste no se interrumpía. El 5 de agosto Reagan cumplió su apercibimiento y despidió de un plumazo a 11369 controladores aéreos que seguían en paro a la vez que les impuso una inhabilitación vitalicia para que sean recontratados. Aquí, con que despidan un millar todos volverían a trabajar y ese faltante bien podría ser cubierto por todos los nuevos egresados que hasta ahora solo cubren suplencias.

La otra respuesta posible es un “laissez faire, laissez passer”. ¿No quieren dictar clases? Pues bien, que no dicten. Cero alarma. Tarde o temprano los padres de los alumnos afectados serán quienes vayan a increparlos. Es una técnica del desgaste cuyo costo sufrirán los líderes sindicales, absolutamente más desprestigiados (y por tanto con menos resistencia) que el gobernador Daniel Scioli.

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Democracia joven

Razones para la "continuidad del modelo"

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 13 de febrero de 2011

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El diario Página/12, los programas de Diego Gvirts (TVR y 6,7,8), los de Sergio Spolski (Veintitrés, El Argentino, Tiempo Argentino) y otros medios que sobreviven financieramente de la publicidad oficial operan con adulación respecto al Gobierno construyendo un “relato” oficial de la realidad. Ese relato es artificial porque, desde esa óptica, el kirchnerismo no conoce defectos. La versión ideal que aporta el relato propagandístico —aun camuflado en un formato periodístico como un diario o un programa informativo de TV— no puede tenerse en cuenta como descriptivo de la realidad por ser justamente eso, mera propaganda, dirigida no a informar sino a manipular al receptor. Lo dicho, de todos modos, no significa que esos medios no tengan una función útil (incluso éticamente justificada) de operar contracíclicamente frente a los que, por el contrario, presentan al oficialismo como el mal absoluto, practicando así una manipulación idéntica a los hiperoficialistas, solo que de manera invertida.

Ahora bien, entre las dos versiones maniqueas en pro y en contra del oficialismo hay una realidad que consiste en el “modelo” kirchnerista cuya continuación se plebiscitará en las próximas elecciones presidenciales de octubre. Hoy las mediciones marcan que el kirchnerismo ganaría la primera vuelta y, posiblemente, también el ballotage habida cuenta la distancia que tiene Cristina con el segundo en intención de votos.

¿Por qué esto es así? De forma más precisa: ¿todos los posibles votantes de Cristina están, acaso, influenciados por la propaganda mencionada al inicio? ¿Es sostenible esta hipótesis?

Cuando un gobierno cuenta con el favor electoral pero es criticado por los sectores que forman la opinión pública (medios dominantes) y carece del aval de las corporaciones más poderosas, surgen las hipótesis descalificativas como sostener que existe un electorado cautivo por la propaganda, la dádiva, el clientelismo o cualquier otro elemento de sujeción. Si ese pensamiento se radicaliza, el oponente llega a atacar al sistema mismo bajo la idea de que cuando el electorado (el “pueblo”) está cautivo, no existe democracia. En el siglo pasado hubo dos casos paradigmáticos donde los adversarios políticos del oficialismo, al no poder ganarle en las urnas, sustituyeron el modelo democrático: primero con Yrigoyen en 1930 y luego con Perón en 1955.

En esos dos casos, los opositores prefirieron la “solución” de un golpe y la consecuente proscripción a procurar convencer al electorado de que ellos representan una opción mejor que el oficialismo. Como hoy un golpe es imposible solo queda una vía: competir con ideas y propuestas frente a un electorado que si bien no tiene la racionalidad que le atribuyeron los teóricos de la democracia ilustrada lejos está de ser cautivo. Y en ese escenario el oficialismo corre con una ventaja expresada en la conocida frase de Perón: “No es que nosotros seamos buenos sino que los que vinieron atrás fueron peores”.

Entre los inexpertos, los caciques y “el hijo de Alfonsín”

Repasemos, pues, las alternativas al kirchnerismo, que pueden dividirse entre tres grandes grupos. Por un lado, los candidatos “morales”, con un discurso atractivo aunque roza la utopía. Suenan lindo pero pocos le confiarían el poder por su inexperiencia en la gestión, como Pino Solanas y demás integrantes de la izquierda declamativa. Representan lo que fue Chacho Álvarez diez años atrás, quien se la pasó años explicando qué hacer pero, cuando llegó al poder, en el primer cimbronazo huyó. Contra ese moralismo ineficiente, el kirchnerismo logra capitalizar el inconfesado “roban pero hacen” que buena parte de la sociedad argentina acepta.

Luego, están los caciques, peronistas y no peronistas, como Macri y Carrió. Salvo ésta última, todos tienen experiencia de gestión ejecutiva. Pero están dispersos, sus espacios son minúsculos y, por lo que se ve, ninguno aceptará construir un frente común si no lo lidera. Así se repetirá entre ellos la fragmentación electoral de 2003 y 2007. Por el contrario, el kirchnerismo, si bien genéticamente heterogéneo, logra encolumnarse bajo la figura ya mitificada de Néstor Kirchner dando hacia afuera signos de unidad.

Por su parte, el perfil hacedor del kirchnerismo es contrastado con sus adversarios radicales, tachados con un argumento histórico de peso aunque resulte una mera proyección del pasado. Pero lo cierto es que en la conciencia colectiva es difícil no asociar al radicalismo con la incapacidad de ejercer el poder y el abandono del gobierno antes de tiempo dejando al país en caos (experiencia relativamente reciente con Alfonsín y De la Rúa y más lejana, pero también presente, con gobiernos débiles anteriores, como el de Illia). Tienen, además, la peor combinación posible en la ecuación entre ética y eficiencia: si los moralistas no roban ni hacen y los caciques roban pero hacen, los radicales roban y no hacen, ello aun cuando la ineficiencia haya velado la corrupción existente en sus gobiernos (recuérdese sin embargo que De la Rúa precipitó su caída por actos de corrupción como las coimas en el senado y el sobreprecio en la obra pública).

A su vez, si se critica al kirchnerismo de hacer de la muerte de Néstor Kirchner un acto de campaña que sirvió como ocasión de relanzamiento, lo mismo cabe decir del “hijo de Alfonsín”, tal como se conocía a Ricardo hasta la muerte de su padre cuando adquirió un protagonismo que antes no tenía. En otros términos, del mismo modo que sin la muerte de Néstor Kirchner no hubiera sido imaginable una victoria del kirchnerismo en octubre de este año, tampoco sin la muerte de Raúl Alfonsín hubiera aparecido su hijo Ricardo como precandidato con posibilidades de victoria. En fin, los dos candidatos radicales más instalados nacieron como tales a partir de hechos negativos: Cobos, de la traición; Alfonsín, de la muerte de su padre. Dos hechos negativos han esperanzado a un partido que experimentaba la decadencia al punto de que en su última elección presidencial con candidato propio sacó apenas el tres por ciento de los votos.

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Democracia joven


Acerca de la inimputabilidad de los menores
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 30 de enero de 2011

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Desde hace días está en discusión la baja de la edad de imputabilidad. El tema divide al arco opositor y también al oficialismo al punto de que Scioli, por ejemplo, que está a favor de bajar la edad, fue contradicho por varios ministros del Gobierno Nacional que se manifiestan por la negativa. De todos modos, como es costumbre respecto al tema de la seguridad, la discusión —que es apenas un capítulo del complejísimo fenómeno “inseguridad”— se desorbitó de su carril técnico para adquirir una sobreideologización que una vez más obstará al diseño de una “política de Estado”.
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En leguaje sencillo, la imputabilidad/inimputabilidad equivale a la capacidad/incapacidad que tiene una persona para responder como autor de un delito. En el caso del derecho penal se traduce en responder sufriendo una pena como consecuencia del obrar ilícito.
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Por regla, ese juicio de imputabilidad se hace en concreto. Así, cuando a determinada persona se le atribuye la comisión de un delito se hace un juicio particular de reprochabilidad analizando si pudo o no comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones. En el caso de los menores, sin embargo, el legislador reglamentó de forma general si los menores pueden o no tener “capacidad penal” estableciendo una clasificación que los excluye —cuanto menos en un primer orden— de ese juicio de reproche concreto: por su sola inclusión en determinada franja etaria no responden penalmente y ello sin admitir excepción alguna, aun cuando el menor tenga una lucidez tal que en los hechos contradiga a la presunción legal. Esa clasificación tiene paralelo con la incapacidad que los menores sufren en el ámbito civil, donde se presume que en razón de la edad tienen una inmadurez que los incapacita para ciertos actos, por ejemplo celebrar un contrato o contraer nupcias.
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Algunos doctrinarios sostienen que “la presunción legal de que los menores no pueden comprender la antijuridicidad de su acciones no es arbitraria, sino que se basa en investigaciones científicas y en apreciaciones de sentido común: nadie ha madurado antes de los dieciséis años” (D´Alessio).
Esa conclusión es errónea. La experiencia que allí se invoca (aun cuando sea poco mensurable para establecer un criterio universal) es quizá lo que más contradice la conclusión de que “nadie ha madurado antes de los dieciséis años”. La demarcación legal, más que motivarse en un criterio científico, obedece a un corte arbitrario del mismo modo que sucede en toda clasificación. Había que poner una fecha demarcatoria y se estableció a los 16 años, pero pudo ser otra. No hay “investigación científica” alguna que la justifique. Se trata de una opción de política legislativa. De hecho, históricamente no siempre fue igual. El Código Penal originario (que data de 1921) determinaba la edad de 14 años como límite de imputabilidad absoluta. En 1954, con la ley 14.394, subió a 16 años. Luego, en 1976 por medio del decreto-ley 21.338 se bajó nuevamente el límite de la inimputabilidad absoluta a los 14 años. Finalmente, todavía durante la dictadura militar, por el decreto-ley 22.278 se subió la edad a los 16 años.
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Esta ley que hoy nos rige contiene una segmentación bipartita: los menores de 16 años son inimputables absolutos aunque ello no significa —como suele creerse— que estén exentos de toda medida, por ejemplo, internación en centros de menores en conflicto con la ley penal; y entre los 16 y los 18 años, son punibles por delitos que tengan pena prisión superior a dos años de forma tal que son alcanzados por los delitos “calientes” (homicidio, robo, etc.).
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Lo que está claro es que no hay una regla única extraída de algún axioma. El Código Civil, por su parte, tiene normas que marcan otras directrices: el artículo 921, por ejemplo, dice que el discernimiento respecto a los actos ilícitos se adquiere a los 10 años. Se refiere naturalmente a los ilícitos civiles pero lo que interesa destacar es que el legislador termina ponderando la madurez/inmadurez bajo un criterio que no se basa necesariamente en un dato de la realidad del cual pueda inferirse un indicador de madurez. Son todas opciones de política legislativa que la comunidad política debe fijar por consenso.
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En esa línea, vale señalar que el derecho extranjero comparado tiene soluciones para nada homogéneas. En Bolivia, Brasil, Costa Rica, Honduras, Guatemala, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela es partir de los 12 años, no obstante disponerse penas máximas de determinado tiempo máximo hasta cumplir una edad mayor. Similar es en Inglaterra. En El Salvador también a los 12, aunque no se les aplica pena privativa de libertad hasta los dieciséis. En Uruguay, a los 13. En Chile, Ecuador e Italia, a los 14. En Nicaragua, Alemania y Suecia, a los 15. En España, Austria, Bélgica, España, Francia, Holanda y Suiza, a los 16. No hay, pues, regla universal alguna. Lo ideal sería formular en siempre un juicio concreto de discernimiento (“¿comprendió o no lo que hacía?”) pero algún límite objetivo de edad debe haber ya que, de lo contrario, también un niño estaría expuesto a la criminalización. 

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2.1.11

Democracia joven

¿Qué hacer con la policía?

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 2 de enero de 2011

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La creación del Ministerio de Seguridad de la Nación, la designación de Nilda Garré a su cargo y las reformas implementadas a la Policía Federal vuelven a poner -una vez más- la cuestión de qué hacer con la policía en el centro del debate político.

Los vaivenes en la “gestión policial” indican que el poder político no ha encontrado una solución definitiva. Los analistas coinciden en que las reformas promovidas se inspiran -con o sin su participación- en León Arslanián, ex ministro a cargo de la seguridad provincial de las gobernaciones de Felipe Solá de (2004/2007) y de Eduardo Duhalde (1998/1999). Justamente, las intervenciones de Arslanián dirigidas a reformar la siempre cuestionada policía bonaerense nunca han adquirido carácter de “política de Estado”; al contrario, aún hoy son caso testigo del zigzagueo de los sucesivos gobiernos (Duhalde, Ruckauf, Solá, Scioli).

En su breve gestión como ministro de Duhalde, Arslanián comenzó la primera gran reforma a la policía bonaerense en consonancia con procesos análogos en otras provincias. Por aquel entonces, la siempre cuestionada policía bonaerense estaba en crisis por la intención de algunos de sus miembros en dos hechos paradigmáticos: el atentado a la AMIA, ocurrido en 1995, y el asesinato del fotógrafo de la Revista Noticias, José Luis Cabezas. Esa crisis llevó tiempo después a la decisión política de terminar con la “autonomía policial” disponiendo la intervención por decreto en diciembre de 1997.

León Arslanián formaba parte del Instituto de Política Criminal y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. En ese marco, Arslanián y el jurista Alberto Binder elaboraron un documento titulado Plan de Reorganización General del Sistema Integral de Seguridad e Investigación de los Delitos de la Provincia de Buenos Aires que fue fundamental en las reformas de 1998/99 impulsadas por Duhalde con relativo consenso en los demás actores políticos. Vale recordar que las reformas excedieron en mucho a la policía, al punto de sancionarse un nuevo Código de Procedimientos Penal que sustituyó al vigente desde 1915 y reformarse en un todo la estructura de la justicia penal y del Ministerio Público Fiscal.

El documento en el que trabajó Arslanián planteaba -nada menos- que la disolución de la policía bonaerense: “Se debe acabar el ciclo histórico de esta policía porque ya no tiene posibilidades de reconvertirse, responde a un esquema político y técnico superado”. Y efectivamente la reforma pretendió dejar atrás a “la” policía para sustituirla por varias policías (en plural): de Investigaciones, Judicial (creada tiempo antes con la reforma a la justicia penal), de Tránsito, y una de seguridad, distinta a la tradicional, que tendría mayor base departamental y participación ciudadana en su control a través de foros.

Tiempo después, en plena campaña para la gobernación signada por el tema “inseguridad”, el propio candidato oficialista Carlos Federico Ruckauf -luego electo gobernador- ya planteaba objeciones al modelo policial y judicial reformado. Ruckauf, que tenía como uno de sus eslóganes “meterle balas a los delincuentes”, significó la primera “contrarreforma”. La explicación es bastante esquemática: los partidarios locales de la “mano dura” -a diferencia del siempre por ellos citado ex alcalde de New York, Rudolph Giuliani- desatendieron la reforma policial como paso previo y necesario para enfrentar el crimen. Ese paso previo, vale aclarar, no es sólo por un ideario ético estatal que impide enfrentar al delito con más delito, sino por razones puramente utilitarias. Sin embargo, bajo la errónea creencia de que la inseguridad representaba un estado de alarma bélica (según el discurso de la “guerra contra el delito”), se entendió que no había lugar para “el lujo” de concluir el proceso de reforma policial sin riesgo de ser vencidos por el crimen.

En 2004, ante otro escenario crítico por la inseguridad (esta vez, potenciado por el secuestro y muerte de Axel Blumberg en marzo de ese año), el gobernador Felipe Solá designó a Arslanián ministro de Seguridad. El segundo período de Arslanián fue una expresa continuación del primero. La finalidad sustitutiva de la tradicional policía llevó a la creación de la policía bonaerense “2” y de la policía comunal con dependencia funcional de los intendentes.

Sin embargo, desde fines de 2007, tras la asunción de Daniel Scioli como gobernador y Carlos Stornelli como ministro, varias de las iniciativas puestas en marcha en la gestión del ministro León Arslanián fueron desarticuladas. Para algunos, la actual gestión es la segunda contrarreforma a todo el régimen de persecución del crimen (policía, leyes procesales, etc.).

El gobierno de Cristina Kirchner termina a fines de este año. Si no es reelecta, posiblemente las reformas de la flamante ministra Garré lleven el camino de las de Arslanián en la provincia de Buenos Aires que, como “capital del delito”, es indicativa de lo que luego se replica en otros distritos. No corresponde aquí juzgar cuáles de los modelos policiales son mejores, en su caso, si el de Arslanián-Garré o el antitético identificado con Ruckauf y Scioli de una policía “dura”, jerárquica y centralizada y hasta un poco dispensada de cumplir con la rigurosidad de la ley con tal de ser “eficiente” para enfrentar al crimen.

La cuestión, empero, no es baladí para la democracia: si Garré, desde el Ministerio de Seguridad de la Nación, logra la descorporatización de los modelos policiales como se hizo con las Fuerzas Armadas y ello, a su vez, se refleja en las gestiones provinciales con sus respectivas policías, la democracia habrá avanzado en controlar al mayor conglomerado de poder armado que hoy tiene la Nación. La decisión del poder político de darle “más poder” a la policía como solución contra el delito, puede tener -sin exagerar- el mismo efecto bumerán que cuando en 1975 el desfasado gobierno democrático de Isabel Perón ordenó, en esas condiciones de impotencia, a las Fuerzas Armadas aniquilar a la subversión. Tarde o temprano, así, el poder político que cree que otro poder solucionará lo que le resulta imposible, pone en crisis la legitimación que le compete sobre los cuerpos armados que se sienten imprescindibles y “autónomos” frente a todo condicionamiento externo. En prueba de lo dicho, basta mirar lo sucedido en Ecuador meses atrás.*

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