26.2.11

Democracia joven


Acerca de la inimputabilidad de los menores
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 30 de enero de 2011

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Desde hace días está en discusión la baja de la edad de imputabilidad. El tema divide al arco opositor y también al oficialismo al punto de que Scioli, por ejemplo, que está a favor de bajar la edad, fue contradicho por varios ministros del Gobierno Nacional que se manifiestan por la negativa. De todos modos, como es costumbre respecto al tema de la seguridad, la discusión —que es apenas un capítulo del complejísimo fenómeno “inseguridad”— se desorbitó de su carril técnico para adquirir una sobreideologización que una vez más obstará al diseño de una “política de Estado”.
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En leguaje sencillo, la imputabilidad/inimputabilidad equivale a la capacidad/incapacidad que tiene una persona para responder como autor de un delito. En el caso del derecho penal se traduce en responder sufriendo una pena como consecuencia del obrar ilícito.
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Por regla, ese juicio de imputabilidad se hace en concreto. Así, cuando a determinada persona se le atribuye la comisión de un delito se hace un juicio particular de reprochabilidad analizando si pudo o no comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones. En el caso de los menores, sin embargo, el legislador reglamentó de forma general si los menores pueden o no tener “capacidad penal” estableciendo una clasificación que los excluye —cuanto menos en un primer orden— de ese juicio de reproche concreto: por su sola inclusión en determinada franja etaria no responden penalmente y ello sin admitir excepción alguna, aun cuando el menor tenga una lucidez tal que en los hechos contradiga a la presunción legal. Esa clasificación tiene paralelo con la incapacidad que los menores sufren en el ámbito civil, donde se presume que en razón de la edad tienen una inmadurez que los incapacita para ciertos actos, por ejemplo celebrar un contrato o contraer nupcias.
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Algunos doctrinarios sostienen que “la presunción legal de que los menores no pueden comprender la antijuridicidad de su acciones no es arbitraria, sino que se basa en investigaciones científicas y en apreciaciones de sentido común: nadie ha madurado antes de los dieciséis años” (D´Alessio).
Esa conclusión es errónea. La experiencia que allí se invoca (aun cuando sea poco mensurable para establecer un criterio universal) es quizá lo que más contradice la conclusión de que “nadie ha madurado antes de los dieciséis años”. La demarcación legal, más que motivarse en un criterio científico, obedece a un corte arbitrario del mismo modo que sucede en toda clasificación. Había que poner una fecha demarcatoria y se estableció a los 16 años, pero pudo ser otra. No hay “investigación científica” alguna que la justifique. Se trata de una opción de política legislativa. De hecho, históricamente no siempre fue igual. El Código Penal originario (que data de 1921) determinaba la edad de 14 años como límite de imputabilidad absoluta. En 1954, con la ley 14.394, subió a 16 años. Luego, en 1976 por medio del decreto-ley 21.338 se bajó nuevamente el límite de la inimputabilidad absoluta a los 14 años. Finalmente, todavía durante la dictadura militar, por el decreto-ley 22.278 se subió la edad a los 16 años.
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Esta ley que hoy nos rige contiene una segmentación bipartita: los menores de 16 años son inimputables absolutos aunque ello no significa —como suele creerse— que estén exentos de toda medida, por ejemplo, internación en centros de menores en conflicto con la ley penal; y entre los 16 y los 18 años, son punibles por delitos que tengan pena prisión superior a dos años de forma tal que son alcanzados por los delitos “calientes” (homicidio, robo, etc.).
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Lo que está claro es que no hay una regla única extraída de algún axioma. El Código Civil, por su parte, tiene normas que marcan otras directrices: el artículo 921, por ejemplo, dice que el discernimiento respecto a los actos ilícitos se adquiere a los 10 años. Se refiere naturalmente a los ilícitos civiles pero lo que interesa destacar es que el legislador termina ponderando la madurez/inmadurez bajo un criterio que no se basa necesariamente en un dato de la realidad del cual pueda inferirse un indicador de madurez. Son todas opciones de política legislativa que la comunidad política debe fijar por consenso.
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En esa línea, vale señalar que el derecho extranjero comparado tiene soluciones para nada homogéneas. En Bolivia, Brasil, Costa Rica, Honduras, Guatemala, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela es partir de los 12 años, no obstante disponerse penas máximas de determinado tiempo máximo hasta cumplir una edad mayor. Similar es en Inglaterra. En El Salvador también a los 12, aunque no se les aplica pena privativa de libertad hasta los dieciséis. En Uruguay, a los 13. En Chile, Ecuador e Italia, a los 14. En Nicaragua, Alemania y Suecia, a los 15. En España, Austria, Bélgica, España, Francia, Holanda y Suiza, a los 16. No hay, pues, regla universal alguna. Lo ideal sería formular en siempre un juicio concreto de discernimiento (“¿comprendió o no lo que hacía?”) pero algún límite objetivo de edad debe haber ya que, de lo contrario, también un niño estaría expuesto a la criminalización.