22.11.10

Democracia joven

Garantismo, "mano dura" y populismo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 24 de octubre de 2010

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El jueves y viernes pasado se desarrolló en Azul el XI Congreso Nacional de Derecho Procesal Garantista con la participación de asistentes y expositores de diversos lugares del país y de Sudamérica. El contenido del Congreso, naturalmente, pasa por muchos temas técnicos que exceden a esta columna. Sin embargo, también se abordó la cuestión del garantismo y la democracia que ya había sido el tema principal de la anterior edición del Congreso en 2008. A diferencia de los tecnicismos que solo interesan a expertos, la relación entre las garantías y democracia es —o debería ser— materia del debate político y ciudadano, por ejemplo cuando se aborda el pendular tema de la “inseguridad”.

Nos interesa plantear aquí dos cuestiones. La primera, si el garantismo es algo bueno o malo. Esta pregunta desde la ciencia jurídica es trivial, pero viene a cuento porque en buena parte del discurso mediático y político que consume el ciudadano medio se usa la palabra “garantista” en sentido peyorativo. La segunda, considerando las últimas medidas prometidas por Scioli contra la inseguridad, se traduce en este planteo del criminólogo británico David Garland: “Necesitamos preguntarnos ¿cómo llegó la opinión pública a estar tan ejercitada en el tema del delito? y ¿por qué los profesionales de la justicia penal perdieron su capacidad de limitar el impacto del público sobre la política?” (La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, Barcelona: Gedisa Editorial, 2005, p. 244).

En cuanto a lo primero, parecería que nada que refiera a la libertad o a las garantías podría reputarse negativo o mala palabra. A pesar de ello, el uso vulgar del adjetivo “garantista” ha deformado su significado como por ejemplo sucede con la palabra “liberalismo”, “liberal” o, peor aun, “neoliberal”, todas usadas como descalificativo. La asociación entre el liberalismo y el garantismo no es casual. Proceden de una misma cuna: el liberalismo (inescindible en su dimensión filosófica, política y, mal que pese a algunos, económica) es, “como doctrina de los límites y de los vínculos del poder del estado”, la base troncal del garantismo, sostiene su máximo teórico actual, el italiano Luigi Ferrajoli.s

En dos palabras puede definirse al garantismo como reivindicación del “estado de derecho que tiene por fundamento y fin la tutela de las libertades del individuo frente a las variadas formas de ejercicio arbitrario del poder” (Ferrajoli). Por eso cuesta entender que en un país que hace no más de treinta años padeció la consecuencia no tener garantía alguna frente al omnímodo poder del estado, sin embargo prenda socialmente una acepción negativa del garantismo. ¿Qué dirán esos detractores al saber que nuestra Constitución es sin duda garantista y que fue escrita por un liberal autentico como Alberdi?

Una explicación posible puede encontrarse en los medios de comunicación donde se vapulea el concepto de la forma menos pensante al punto de descalificarse a un juez llamándolo “garantista” cuando, en rigor, para el destinatario de la crítica (el juez) eso no puede ser sino un elogio porque indica que cumple con la Constitución. Doña Rosa, que no lo entiende así, será quien ayude a que la acepción negativa triunfe al repetir lo que escuchó de Radio 10. José Pablo Feinmann llamó a ese fenómeno “colonización de la subjetividad” tomando como ejemplo primario al taxista que, al comentar y repetir lo que “se dice”, en vez de hablar es “hablado” por la radio que le “crea” la realidad.

Lo anterior también orienta la segunda cuestión relativa al planteo de Garland sobre el papel de la opinión pública en temas de política criminal a pesar ser ésta un área dominada por un saber técnico. Hace unas semanas la inseguridad monopolizaba el temario de los medios. La inseguridad era “la” agenda marcada por quienes se autoperciben como vehículizadores exclusivos de la opinión pública. Eso coincidía con (o era provocado por) un par de delitos que generaron conmoción y con la publicación de los índices de criminalidad que anualmente da a conocer el Ministerio de Justicia. Daniel Scioli, a la vez que en privado denunciaba que el garantismo le tenía las manos atadas, con propósito de “satisfacer las demandas de la gente” anunció que promovería más medidas para endurecer la “lucha contra el delito”.

El aumento de la criminalidad es tan estructural que excede al gobierno de Scioli. Sin embargo, por ser la máxima autoridad provincial, a él se dirigen todas las críticas. Y como está en campaña no se opondrá jamás a lo que “la gente” quiere, o sea, a la “mano dura”. David Garland fue justamente uno de los que acuñó el concepto de “populismo punitivo” para referirse a la planificación de las estrategias contra el delito basadas en la “aclamación popular” sin ningún filtro a lo que pide “la gente”.

Lo llamativo es que, como el populismo a secas, la versión “punitiva” se profundiza a pesar de su fracaso. Scioli encarna la tercera ola de “mano dura” que vive la provincia de Buenos Aires en la última década. La primera la impuso Carlos Ruckauf 1999 cuando ganó la gobernación prometiendo “meter balas a los delincuentes”. La segunda fue en 2004 con las “reformas Blumberg”. Todos prometieron más “mano dura”. En todos los casos, sin embargo, el delito creció. Según estadísticas oficiales, en 1998, previo a la doctrina Ruckauf, en la provincia de Buenos Aires se cometían 1756 delitos cada 200.000 habitantes, mientras que en 2008 esa cifra subió a 2010 delitos. A su vez, la población carcelaria en la provincia pasó de 12.460 internos en 1998 a 24.139 en 2008, variación que, naturalmente, nada tiene que ver con el crecimiento poblacional.