La democracia hegemónica-clientelar
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 29 de junio de 2008.
Cuando los ingleses y otros trazaron las bases de la democracia liberal moderna, en medio de un paradigma similar al utilizado en la economía, se pensó que el elector era un ser racional (como el mítico homo economicus), un sujeto que cuando decidía su voto lo hacía con la diligencia de un buen hombre de la democracia, diríamos, usando, por ejemplo, los mismos criterios electivos que a la hora de hacer una inversión. Sin ánimo de caer en un economicismo, lo cierto es que es bastante lógico esto del “hombre razonable” (reasonable man) anglosajón, porque si alguien es extremadamente diligente en un negocio donde arriesga su fortuna, cuanto más debería serlo en elegir a quienes administrarán la cosa publica, en donde al ciudadano le va la vida.
Este nivel de racionalización, que difícilmente pueda darse de modo absoluto porque los hombres también se guían por pasiones —y eso es normal—, supone toda una serie de presupuestos que hacen a la calidad de la ciudadanía que opera como elemento material y llano de una democracia que debe ser más que la pura forma. Se trata, pues, de un presupuesto de libertad y de racionalidad-razonabilidad de los soberanos, que hace impensable que los más desfavorecidos sigan votando a sus verdugos que los condenaron a la dependencia absoluta quitándole hasta su voluntad política, como sucede con sectores del conurbano que legitiman desde hace 20 años a la misma facción.
Junto a ello, la democracia liberal supone la libre competencia en iguales condiciones de todos los interesados en acceder al poder mediante aquella “elección calculada” del ciudadano libre. Esto genera, cuanto menos, una expectativa de alternancia para suceder al gobierno que sufre el revés de los votantes.
Democracia ideal y democracia real
Nuestra democracia real no reúne acabadamente esos presupuestos de la democracia ideal. En efecto, a la calidad hegemónica —tan bien estudiada por Natalio Botana en su último libro— se le agrega el carácter clientelar que la deteriora aun más. La primera de los notas vicia la libre competencia y la expectativa de alternancia, mientras que el clientelismo arraigado como práctica cotidiana destruye la libre soberanía de un sector importante de los votantes. Por ambos fenómenos Cristina Fernández es Presidente.
La democracia ideal, que, claro está, dista mucho de nuestra realidad, no es una mera utopía por la razón de que ella no es sino el modelo que traza la propia Constitución Nacional. Lo anómalo no es, en definitiva, el modelo constitucional sino el régimen que confunde la sociedad conyugal, el Estado, el Gobierno, el Partido, todo en dos personas. O los miles y miles de personas (sin duda víctimas) que vivan eso, sin saber por qué, y que venden su teóricamente inalienable soberanía por cien pesos, yendo a un acto (o peor, siendo llevados) o sirviendo de grupo de choque. O las prácticas partidarias, a veces mafiosas, a veces clientelares, que llegan a entregar dadivas a quien se afilie, haciéndolo incluso quienes levantan la bandera de la nueva política. O un sindicalismo fundando en el fascismo italiano, verticalista, monopólico, corporativo, cuyo jefe (a su vez, vicepresidente del partido gobernante) decide que todos los trabajadores —a los que representa por una ficción legal— apoyan a un gobierno, homogenizando un colectivo que, es de suponer, pensará distinto que Moyano. O los cortes de rutas como única forma de reclamo efectivo. O la atomización de partidos que hacen ilusoria la libre competencia por el voto de los ciudadanos. O las “democracias de las asambleas” y todas sus congéneres que pretenden sustituir al Congreso. O las carpas circenses en las plazas presionando de un lado y del otro a los legisladores.
Las oportunidades bienales de la democracia
Cuando es tan pronunciado el divorcio de la dimensión real respecto a la ideal, es común que, por sensación impotencia, haya una inclinación a la pasividad conformista y, en todo caso, a destinar las energías disponibles a la “salvación individual”. Es una actitud, al fin, de desesperanza porque el panorama desde esa óptica es desolador.
Sin embargo, otra actitud es posible y ella se adecua al optimismo antropológico que trasunta la democracia liberal: la fe en el individuo (generalmente asociado con otros) como motor de cambio. Contra la verticalismo que aguarda la solución mesiánica del poderoso, esta es una mirada horizontal de la democracia que supone, por un lado, que el cambio sí puede producirse desde la participación y el involucramiento llano, máxime porque es difícil que quienes gobiernan modifiquen un statu quo que claramente los beneficia: se trata de una esperanza, pero realista. A su vez, como la democracia da chances de optar cada dos años, el sistema, afortunadamente, permite que en poco tiempo ese motor de cambio, generando en la dimensión sociológica de la política, pronto de institucionalice y alcance el anhelo de cuanto menos atenuar la bifurcación del presente.