3.6.08

Democracia joven

La enorme riqueza no explotada


CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 1° de Junio de 2008.

La excelente película Diamante de Sangre (2006), protagonizada por Leonardo Di Caprio, muestra el escenario de muchos países africanos que viven en guerra civil constante para ver quien se queda con el control de los recursos naturales. El film narra el caso de Sierra Leona y la disputa por los diamantes, en medio de una pobreza que termina de confirmar la tesis de que aun teniendo recursos naturales de sobra, un país puede ser el mayor de los indigentes. Algunos han hecho referencia a que habría una suerte de “maldición de los recursos naturales”, que hace que las elites dominantes de un país poseedor de riqueza material sólo piensen en disputársela mientras que ello actúa como alienante para crear nuevos modelos que logren mejores condiciones de vida para la totalidad de la población, siendo África y América Latina casos testigos de tal afirmación.

Cierto es que este escenario no es el de Argentina, pero una lección nos da: seguimos peleándonos por los recursos naturales sin que verdaderamente los argentinos aunemos las voluntades para crear nuevas riquezas, aquella que ha sido la determinante del desarrollo de las naciones. No es desatinado decir que Argentina tiene el mismo modelo agroexportador que hace ochenta años (cuando se considera se agotó), habiendo fracasado en los diversos intentos de una industrialización masiva, mientras que hoy, junto con otras disputas, vuelve a aflorar la vieja (y falaz) antinomia de si se debe priorizar a la industria o al campo.

Las dos riquezas

Los recursos naturales son una riqueza que puede llamarse “estática” en tanto que, a pesar de que mediante la técnicas de cultivo se maximiza la producción, tienen un límite físico de generación. Por eso los economistas clásicos decían que la “tierra” es un bien limitado.

Las últimas dos décadas, es verdad, han mostrado que fallaron los pronósticos de que las materias primas tenían una tendencia a la baja en los precios respecto a los bienes industriales, esa máxima conocida como el “deterioro en los términos de intercambio” que sostenía que cada vez necesitaríamos más materias primas para solventar las divisas que insumía adquirir los bienes producidos por los países desarrollados.

Pero aun así hoy sigue habiendo un notorio deterioro en el intercambio, y la explotación de los recursos naturales no ha dado signos (por lo menos por sí misma) de ser una carta asegurada para el desarrollo. Los países que llegaron a ese estado carecen de recursos naturales y su riqueza es, al contrario, “inmaterial”. Japón, por ejemplo, es un archipiélago relativamente pequeño, lleno de volcanes, alejado del centro del mundo, superpoblado, y sin embargo está entre las cinco mayores economías del mundo. Finlandia tiene una increíble adversidad climática (a punto que pasan meses sin ver el sol) y empero encabeza los índices de desarrollo humano. Los ejemplos siguen: Dinamarca, Suecia, Noruega, en fin, casi toda Europa.

Pero en Japón están los japoneses. Es que el desarrollo de un país —como escribió Lawrence Harrison justamente refiriéndose a Latinoamérica— está en la mente de los ciudadanos, y no estrictamente en los favores de la naturaleza, máxime en la era post-industrial. A título ejemplificativo, piénsese nomás que la marca “Google” vale US$ 86.000 millones y Microsoft, una empresa de “software” (de lo inmaterial), más de US$ 500.000 millones. ¿A cuantas hectáreas de campo equivalen?

¿Lo dicho significa despreciar los recursos naturales? Desde luego que no. Se trata, por el contrario, de aprovecharlos, pero que ello no sea un entretenimiento al estilo del “rico cómodo” que nos haga creer que podemos prescindir de generar nuevas riquezas. El país asiste al espectáculo de cómo un Gobierno exprime a más no poder la riqueza que “hay” aumentando retenciones, pero ¿cuándo nos ocuparemos de la riqueza del “porvenir”? Entre esta riqueza y el campo, no debe haber una relación de oposición —como entienden algunos queriendo aplastar al único sector verdaderamente competitivo de Argentina— sino una relación de coadyuvancia, cuyo máximo ejemplo es la agroindustria en ciernes.

Los talentos hacen la diferencia

Días atrás, el periodista Andrés Oppenheimer le preguntó a Bill Gates si él hubiera sido quien es de haber nacido en Paraguay. Sin corrección política alguna, el fundador de Microsoft dijo que no, porque sólo un país como Estados Unidos permite que alguien sin venir de una familia acomodada empero, por los talentos que tiene, pueda ascender socialmente hasta llegar a la cima, como es su caso y el de muchos más.

Pero Argentina (adonde también los europeos venían a “hacer la América”) no es Paraguay, sino que aun conserva un reservorio de potencialidades que la distinguen en el subcontinente. Nosotros sí podemos llegar alto. La clave explotar esas riquezas potenciales que este país tiene, verbigracia el nivel de las universidades para que Argentina tenga sus Bill Gates que generen miles de millones en patentes por sus revolucionarios inventos. El recuerdo de Milstein, de Houssay, de Favaloro y de muchos héroes ignotos es lo que nos alienta. Ahí está la riqueza diferencial.

Una apostilla como apéndice: valga la metáfora, pero la cantidad de chicos de las villas —premios Nobel en potencia, ¿por qué no?— que no pueden acceder al sistema educativo, es un desperdicio de riqueza mayor a que si grandes latifundios permanecieran sin cultivar. Ahí también está la riqueza diferencial.