26.2.11

Democracia joven

Nuevamente la extorsión con no iniciar las clases

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 27 de febrero de 2011

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A juzgar por la inflación real, el pedido de aumento salarial docente es justo. Más aun, es probable que el aumento nominal logrado (alrededor del 24 %) sea similar a la tasa de inflación, es decir, apenas si significa un verdadero aumento, por lo cual, menos que eso no podrían haber solicitado. Por su parte, la concesión de un aumento de tamaña proporción implica necesariamente que el Gobierno reconoce la existencia de la inflación en esos niveles, muy superior (el doble) a la que señala el INDEC.

Lo que si es objetable es la actitud de los gremios docentes. Por un lado, que informen erróneamente sobre el contendido de los salarios. Por otro, lo que es realmente grave, la extorsión que año a año renuevan mediante la amenaza del no inicio de clases de millones de alumnos que esa forma quedan como únicas víctimas de la disputa gremial con los gobiernos.

En cuanto a lo primero, los gremialistas insisten en que el salario docente oscila los $ 2400. Pero no dicen que: (i) ese es el básico e inicial por un cargo, o sea, el que percibe un docente de primario recién iniciado por un turno (de mañana o de tarde, con alrededor de cuatro horas de asistencia a la escuela con más algo que pueda dedicarse a corregir y preparar fuera de clase pero que no debería superar una o dos horas más al día); (ii) ese básico no es el real porque no incluye todos los adicionales existentes, por ejemplo la antigüedad, que en la administración pública tiene mucho peso salarial; (iii) ese carácter de básico y por esas horas implica que, agregados los adicionales y proyectado a la carga horaria común de 48 horas semanales, el salario real excede en bastante esos $ 2400 que los gremialistas docentes presentan como tipo. Tampoco tienen en consideración que cumplen tareas de lunes a viernes, sin sábados, domingos ni feriados, con alrededor de dos meses de vacaciones en verano y dos semanas en invierno, lo que pocos trabajadores (por no decir ninguno) tienen. A título de ejemplo, adviértase que un trabajador que se rige por la Ley de Contrato de Trabajo recién gozará de 35 días de vacaciones al cumplir los 20 años de antigüedad; nunca, sin embargo, sumará los 80 días de que aproximadamente tienen los docentes, cualquiera fuere su antigüedad. Tanta relajación da la idea de que la educación en Argentina es tan impecable que no hay necesidad de dedicarle más días de trabajo, por ejemplo, el mes de febrero completo para preparar el año lectivo y compensar la cada vez más magra formación institucional.

La extorsión gremial se repite porque es efectiva

El otro aspecto criticable es la metodología de protesta gremial docente que, con exclusividad, consiste en la huelga (no dictado de clases). El derecho a huelga está constitucionalmente amparado. Nadie a esta altura cuestiona su legitimidad. Ahora bien, como todo derecho, es relativo y está sujeto —dice la Constitución— a las “leyes que reglamenten su ejercicio”.

¿Para qué se reglamenta su ejercicio? Para que no afecte a terceros y se ejerza de buena fe y conforme a su destino, en el caso de la huelga, garantizando que se aplique como mecanismo gremial de reclamo y no, por ejemplo, como motivo de presión política tal cual nos tienen acostumbrados los sindicalistas (así, piénsese en el paro de trenes por la detención de Pedraza, que nada tiene que ver con las condiciones de trabajo de los ferroviarios). Evitar esos fines indeseados en el ejercicio de un derecho (cualquiera sea) es lo que dio origen a la “teoría del abuso del derecho”, aceptada hoy pacíficamente y de aplicación en las más diversas circunstancias.

La huelga docente, a la vez que implica un derecho de los docentes, necesariamente tiene como efecto la privación de un derecho de igual jerarquía constitucional de millones de alumnos. Esta circunstancia amerita darle un trato distinto. Fundamentalmente porque la educación pública tiene carácter de “servicio público” que el Estado —garante de su provisión por imperio constitucional— no puede dejar de prestar. Así pensado, es perfectamente posible restringir el derecho de huelga docente, disponiendo que escojan otros medios de protesta menos lesivos en tanto aquél importa la privación de un servicio público esencial con perjuicio a millones de alumnos a quienes de esa forma se les afecta en su derecho (también constitucional) de aprender. Ese carácter de la prestación pública, esencial y no interrumpible también justifica la incuestionada atenuación del derecho de huelga de los agentes de seguridad y de la atención primaria en hospitales públicos. Si la educación importa tanto, bien podrían extenderse esas condiciones a los docentes.

Más allá de implementar este nuevo estatus jurídico en el mediano plazo, ¿que podría haber hecho Scioli en vez de allanarse —como siempre— a la extorsión gremial? Partamos de una premisa: la extorsión se reanuda porque es efectiva. Si no lo fuera, cambiarían de estrategia. Esto es claro.

Una actitud posible es imitar la célebre reacción de Ronald Reagan frente a la extorsión de los controladores aéreos en 1981. Recordémoslo. Apenas iniciado su gobierno, unos 13000 aerocontroladores estallaron en huelga. Pensaban tener la contienda ganada porque por su alta especialización nadie podría sustituirlos y —creían— sin ellos, Estados Unidos se quedaría sin tráfico aéreo. Ese mismo día 3 de agosto de 1981, Reagan declaró ilegal la huelga y los conminó a retomar tareas so pena de despedirlos. Inmediatamente puso a las Fuerza Aérea a hacerse cargo del control aéreo así éste no se interrumpía. El 5 de agosto Reagan cumplió su apercibimiento y despidió de un plumazo a 11369 controladores aéreos que seguían en paro a la vez que les impuso una inhabilitación vitalicia para que sean recontratados. Aquí, con que despidan un millar todos volverían a trabajar y ese faltante bien podría ser cubierto por todos los nuevos egresados que hasta ahora solo cubren suplencias.

La otra respuesta posible es un “laissez faire, laissez passer”. ¿No quieren dictar clases? Pues bien, que no dicten. Cero alarma. Tarde o temprano los padres de los alumnos afectados serán quienes vayan a increparlos. Es una técnica del desgaste cuyo costo sufrirán los líderes sindicales, absolutamente más desprestigiados (y por tanto con menos resistencia) que el gobernador Daniel Scioli.

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Democracia joven

Razones para la "continuidad del modelo"

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 13 de febrero de 2011

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El diario Página/12, los programas de Diego Gvirts (TVR y 6,7,8), los de Sergio Spolski (Veintitrés, El Argentino, Tiempo Argentino) y otros medios que sobreviven financieramente de la publicidad oficial operan con adulación respecto al Gobierno construyendo un “relato” oficial de la realidad. Ese relato es artificial porque, desde esa óptica, el kirchnerismo no conoce defectos. La versión ideal que aporta el relato propagandístico —aun camuflado en un formato periodístico como un diario o un programa informativo de TV— no puede tenerse en cuenta como descriptivo de la realidad por ser justamente eso, mera propaganda, dirigida no a informar sino a manipular al receptor. Lo dicho, de todos modos, no significa que esos medios no tengan una función útil (incluso éticamente justificada) de operar contracíclicamente frente a los que, por el contrario, presentan al oficialismo como el mal absoluto, practicando así una manipulación idéntica a los hiperoficialistas, solo que de manera invertida.

Ahora bien, entre las dos versiones maniqueas en pro y en contra del oficialismo hay una realidad que consiste en el “modelo” kirchnerista cuya continuación se plebiscitará en las próximas elecciones presidenciales de octubre. Hoy las mediciones marcan que el kirchnerismo ganaría la primera vuelta y, posiblemente, también el ballotage habida cuenta la distancia que tiene Cristina con el segundo en intención de votos.

¿Por qué esto es así? De forma más precisa: ¿todos los posibles votantes de Cristina están, acaso, influenciados por la propaganda mencionada al inicio? ¿Es sostenible esta hipótesis?

Cuando un gobierno cuenta con el favor electoral pero es criticado por los sectores que forman la opinión pública (medios dominantes) y carece del aval de las corporaciones más poderosas, surgen las hipótesis descalificativas como sostener que existe un electorado cautivo por la propaganda, la dádiva, el clientelismo o cualquier otro elemento de sujeción. Si ese pensamiento se radicaliza, el oponente llega a atacar al sistema mismo bajo la idea de que cuando el electorado (el “pueblo”) está cautivo, no existe democracia. En el siglo pasado hubo dos casos paradigmáticos donde los adversarios políticos del oficialismo, al no poder ganarle en las urnas, sustituyeron el modelo democrático: primero con Yrigoyen en 1930 y luego con Perón en 1955.

En esos dos casos, los opositores prefirieron la “solución” de un golpe y la consecuente proscripción a procurar convencer al electorado de que ellos representan una opción mejor que el oficialismo. Como hoy un golpe es imposible solo queda una vía: competir con ideas y propuestas frente a un electorado que si bien no tiene la racionalidad que le atribuyeron los teóricos de la democracia ilustrada lejos está de ser cautivo. Y en ese escenario el oficialismo corre con una ventaja expresada en la conocida frase de Perón: “No es que nosotros seamos buenos sino que los que vinieron atrás fueron peores”.

Entre los inexpertos, los caciques y “el hijo de Alfonsín”

Repasemos, pues, las alternativas al kirchnerismo, que pueden dividirse entre tres grandes grupos. Por un lado, los candidatos “morales”, con un discurso atractivo aunque roza la utopía. Suenan lindo pero pocos le confiarían el poder por su inexperiencia en la gestión, como Pino Solanas y demás integrantes de la izquierda declamativa. Representan lo que fue Chacho Álvarez diez años atrás, quien se la pasó años explicando qué hacer pero, cuando llegó al poder, en el primer cimbronazo huyó. Contra ese moralismo ineficiente, el kirchnerismo logra capitalizar el inconfesado “roban pero hacen” que buena parte de la sociedad argentina acepta.

Luego, están los caciques, peronistas y no peronistas, como Macri y Carrió. Salvo ésta última, todos tienen experiencia de gestión ejecutiva. Pero están dispersos, sus espacios son minúsculos y, por lo que se ve, ninguno aceptará construir un frente común si no lo lidera. Así se repetirá entre ellos la fragmentación electoral de 2003 y 2007. Por el contrario, el kirchnerismo, si bien genéticamente heterogéneo, logra encolumnarse bajo la figura ya mitificada de Néstor Kirchner dando hacia afuera signos de unidad.

Por su parte, el perfil hacedor del kirchnerismo es contrastado con sus adversarios radicales, tachados con un argumento histórico de peso aunque resulte una mera proyección del pasado. Pero lo cierto es que en la conciencia colectiva es difícil no asociar al radicalismo con la incapacidad de ejercer el poder y el abandono del gobierno antes de tiempo dejando al país en caos (experiencia relativamente reciente con Alfonsín y De la Rúa y más lejana, pero también presente, con gobiernos débiles anteriores, como el de Illia). Tienen, además, la peor combinación posible en la ecuación entre ética y eficiencia: si los moralistas no roban ni hacen y los caciques roban pero hacen, los radicales roban y no hacen, ello aun cuando la ineficiencia haya velado la corrupción existente en sus gobiernos (recuérdese sin embargo que De la Rúa precipitó su caída por actos de corrupción como las coimas en el senado y el sobreprecio en la obra pública).

A su vez, si se critica al kirchnerismo de hacer de la muerte de Néstor Kirchner un acto de campaña que sirvió como ocasión de relanzamiento, lo mismo cabe decir del “hijo de Alfonsín”, tal como se conocía a Ricardo hasta la muerte de su padre cuando adquirió un protagonismo que antes no tenía. En otros términos, del mismo modo que sin la muerte de Néstor Kirchner no hubiera sido imaginable una victoria del kirchnerismo en octubre de este año, tampoco sin la muerte de Raúl Alfonsín hubiera aparecido su hijo Ricardo como precandidato con posibilidades de victoria. En fin, los dos candidatos radicales más instalados nacieron como tales a partir de hechos negativos: Cobos, de la traición; Alfonsín, de la muerte de su padre. Dos hechos negativos han esperanzado a un partido que experimentaba la decadencia al punto de que en su última elección presidencial con candidato propio sacó apenas el tres por ciento de los votos.

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Democracia joven


Acerca de la inimputabilidad de los menores
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 30 de enero de 2011

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Desde hace días está en discusión la baja de la edad de imputabilidad. El tema divide al arco opositor y también al oficialismo al punto de que Scioli, por ejemplo, que está a favor de bajar la edad, fue contradicho por varios ministros del Gobierno Nacional que se manifiestan por la negativa. De todos modos, como es costumbre respecto al tema de la seguridad, la discusión —que es apenas un capítulo del complejísimo fenómeno “inseguridad”— se desorbitó de su carril técnico para adquirir una sobreideologización que una vez más obstará al diseño de una “política de Estado”.
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En leguaje sencillo, la imputabilidad/inimputabilidad equivale a la capacidad/incapacidad que tiene una persona para responder como autor de un delito. En el caso del derecho penal se traduce en responder sufriendo una pena como consecuencia del obrar ilícito.
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Por regla, ese juicio de imputabilidad se hace en concreto. Así, cuando a determinada persona se le atribuye la comisión de un delito se hace un juicio particular de reprochabilidad analizando si pudo o no comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones. En el caso de los menores, sin embargo, el legislador reglamentó de forma general si los menores pueden o no tener “capacidad penal” estableciendo una clasificación que los excluye —cuanto menos en un primer orden— de ese juicio de reproche concreto: por su sola inclusión en determinada franja etaria no responden penalmente y ello sin admitir excepción alguna, aun cuando el menor tenga una lucidez tal que en los hechos contradiga a la presunción legal. Esa clasificación tiene paralelo con la incapacidad que los menores sufren en el ámbito civil, donde se presume que en razón de la edad tienen una inmadurez que los incapacita para ciertos actos, por ejemplo celebrar un contrato o contraer nupcias.
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Algunos doctrinarios sostienen que “la presunción legal de que los menores no pueden comprender la antijuridicidad de su acciones no es arbitraria, sino que se basa en investigaciones científicas y en apreciaciones de sentido común: nadie ha madurado antes de los dieciséis años” (D´Alessio).
Esa conclusión es errónea. La experiencia que allí se invoca (aun cuando sea poco mensurable para establecer un criterio universal) es quizá lo que más contradice la conclusión de que “nadie ha madurado antes de los dieciséis años”. La demarcación legal, más que motivarse en un criterio científico, obedece a un corte arbitrario del mismo modo que sucede en toda clasificación. Había que poner una fecha demarcatoria y se estableció a los 16 años, pero pudo ser otra. No hay “investigación científica” alguna que la justifique. Se trata de una opción de política legislativa. De hecho, históricamente no siempre fue igual. El Código Penal originario (que data de 1921) determinaba la edad de 14 años como límite de imputabilidad absoluta. En 1954, con la ley 14.394, subió a 16 años. Luego, en 1976 por medio del decreto-ley 21.338 se bajó nuevamente el límite de la inimputabilidad absoluta a los 14 años. Finalmente, todavía durante la dictadura militar, por el decreto-ley 22.278 se subió la edad a los 16 años.
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Esta ley que hoy nos rige contiene una segmentación bipartita: los menores de 16 años son inimputables absolutos aunque ello no significa —como suele creerse— que estén exentos de toda medida, por ejemplo, internación en centros de menores en conflicto con la ley penal; y entre los 16 y los 18 años, son punibles por delitos que tengan pena prisión superior a dos años de forma tal que son alcanzados por los delitos “calientes” (homicidio, robo, etc.).
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Lo que está claro es que no hay una regla única extraída de algún axioma. El Código Civil, por su parte, tiene normas que marcan otras directrices: el artículo 921, por ejemplo, dice que el discernimiento respecto a los actos ilícitos se adquiere a los 10 años. Se refiere naturalmente a los ilícitos civiles pero lo que interesa destacar es que el legislador termina ponderando la madurez/inmadurez bajo un criterio que no se basa necesariamente en un dato de la realidad del cual pueda inferirse un indicador de madurez. Son todas opciones de política legislativa que la comunidad política debe fijar por consenso.
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En esa línea, vale señalar que el derecho extranjero comparado tiene soluciones para nada homogéneas. En Bolivia, Brasil, Costa Rica, Honduras, Guatemala, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela es partir de los 12 años, no obstante disponerse penas máximas de determinado tiempo máximo hasta cumplir una edad mayor. Similar es en Inglaterra. En El Salvador también a los 12, aunque no se les aplica pena privativa de libertad hasta los dieciséis. En Uruguay, a los 13. En Chile, Ecuador e Italia, a los 14. En Nicaragua, Alemania y Suecia, a los 15. En España, Austria, Bélgica, España, Francia, Holanda y Suiza, a los 16. No hay, pues, regla universal alguna. Lo ideal sería formular en siempre un juicio concreto de discernimiento (“¿comprendió o no lo que hacía?”) pero algún límite objetivo de edad debe haber ya que, de lo contrario, también un niño estaría expuesto a la criminalización. 

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