22.11.10

Democracia joven

Sectarismo político (constante histórica)

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 21 de noviembre de 2010

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Las primeras conjeturas tras la muerte de Néstor Kirchner eran que el kirchnerismo, sin su líder, tendría a dispersarse. Al fin, siempre se señaló que la heterogeneidad que integra el oficialismo (que alberga en un mismo espacio a Moyano con Bonafini y a intelectuales de izquierda con empresarios del juego) sólo podía sostenerse en la persona de Kirchner, porque aquellos poco tienen entre sí. La hipótesis encontraba sustento en el antecedente histórico de Perón, que era como el eje de una rueda de bicicleta adonde confluían todos los rayos sin contacto. Cuando Perón murió, ese armado —que se mantenía por él— perdió toda sincronización y las facciones terminaron enfrentándose como si jamás hubieran integrado el mismo espacio.

Es probable que el kirchnerismo altere su fisonomía. Recordemos que ya sufrió una importante modificación cuando Kirchner dejó atrás la llamada transversalidad para recostarse sobre el aparato del PJ, teniendo ello como resultado el éxodo de unos cuantos actores políticos de centro-izquierda que integraban el espacio. Y también es probable que en la posteridad el kirchnerismo desaparezca, sin que esto implique que su capital político y su legado en general desparezcan. Simplemente significa que la política argentina seguirá por mucho tiempo conservando dos grandes núcleos históricos en el peronismo y el radicalismo, siendo todo lo demás facciones de esos conjuntos principales, por cierto, bastante difusos y heterogéneos para poder concentrar en sí expresiones tan disímiles.

Sin embargo, por lo pronto el kirchnerismo se mantiene intacto. No hubo desmembración alguna. Más aun, hasta las que se conjeturaban previo a la muerte Kirchner han desaparecido, como es el caso de Daniel Scioli.

Por el contrario, ha sido en la oposición donde comenzaron a aflorar las fisuras preexistentes y hasta allí disimuladas. Reutemann se fue de la mesa de conducción del peronismo federal. Solá no descartó abandonar ese espacio. En el bloque de diputados del PRO se puso en crisis el liderazgo de Federico Pinedo al punto tal de que Macri debió intervenir para evitar una eventual fractura. En el radicalismo, la disputa interna desatada por la conducción del bloque en Diputados y trasladada luego al Senado terminó en remociones con acusaciones de “golpismo”. Con acusaciones cruzadas de fraude y clientelismo, la lógica de ruptura llegó también a la CTA que aun no pudo resolver la elección de autoridades y se encamina hacia una división por no aceptar los sectores en disputa que su respectivo adversario resulte legitimado para conducir la central sindical.

El sectarismo es un mal endémico de la política argentina. Existe una tenencia infinita a la atomización. En el plano formal de la política, dicha característica se comprueba por diversos indicadores que en Argentina aparecen como extraordinarios respecto a otros países, tales como cantidad de partidos políticos inscriptos y en competencia electoral, número de candidatos presidenciales y composición de las Cámaras del Congreso que, por tener ambas integración proporcional, receptan la diversidad electoral. El mayor síntoma de éste último indicador es la cantidad de monobloques que tiene el Congreso. Es la mayor muestra que lo difícil que es en la política argentina acordar lo mínimo y básico para al menos formar un bloque parlamentario.

Una respuesta posible a la atomización parlamentaria es la nunca bien definida crisis de los partidos políticos. Es probable. El hecho de que, por ejemplo, en el Congreso de los Estados Unidos más del noventa por cierto de los integrantes de las dos cámaras sean republicanos o demócratas no responde sino a la solidez que en ese país tienen los partidos políticos, característica ausente en nuestro país. De todos modos, nuestra cultura política históricamente ha sido facciosa, por lo cual, o se sostiene que la crisis de los partidos políticos tiene una incidencia menor a la que se cree, o esa crisis viene desde nuestros origines. Más todavía, los dos núcleos principales de la política argentina son el producto de desmembraciones de otros grupos o partidos políticos: el radicalismo, desprendido de la Unión Cívica en 1891, y el peronismo, cuya primera expresión partidaria —antes de fundarse el Partido Peronista— fue una Junta de Coordinación formada por sectores provenientes del laborismo, el radicalismo y otros grupos diversos.

En ese escenario de instituciones débiles, lo único que existen son personas, líderes, y así se multiplican los “ismos”. Tomemos nuevamente el caso de los dos grupos principales. ¿Cuántos “ismos” hoy alberga la oposición? Decenas. La atomización —y el ego— es tan grande que hasta dirigentes barriales tienen sus “ismos”.

La única confluencia existente en la oposición es una liga de “ismos”. El peronismo federal es un autentico rejunte y lo más probable es que no logren acordar un único candidato. Aun cuando la actual ley electoral tiende a desalentarlo, se repetirá la multiplicidad de candidatos peronistas como en las elecciones de 2003. Prefieren ser primeros en una aldea, que segundos en Roma, según la frase atribuida a Julio César. Y el resultado es claro: la atomización les impedirá un caudal electoral para vencer al kirchnerismo que hoy es la primera minoría. Ese síntoma de división contra sus propios intereses y expectativas de ser gobierno que sufre el peronismo no kirchnerista a nivel nacional, tiene su perfecta réplica acá en Tandil.

El radicalismo, por su parte, tiene más sentido orgánico y suele resolver sus internas de forma institucional. Sin embargo, no puede desatenderse el precedente de Cobos ni tampoco la cantidad de radicales que militan en otros espacios, como Carrió, Stolbizer y el grupo que alguna vez siguió a López Murphy en su partida. O sea, el radicalismo —tal como sucedió en todo el siglo XX— no ha estado exento de desmembraciones y las mismas pueden reiterarse en tanto todavía no es seguro que el candidato presidencial que resulte de la interna reciba el apoyo de todas las líneas internas.

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Democracia joven

El primer desafío poskirchnerista

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 6 de noviembre de 2010

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La muerte del ex presidente ha provocado una alteración en la percepción que se tenía del kirchnerismo hasta el día anterior al desgraciado suceso. Ya había pasado con Alfonsín: por haberse ido del poder en medio de una crisis económica gravísima, desde 1989 su nombre quedó asociado a la hiperinflación y muy poco más. Luego, tras su muerte, tomó fuerza el reconocimiento a su importantísimo aporte para la consolidación de la democracia, asechada por un poder militar que en los años 80’ estaba intacto. ¿Desapareció, acaso, la pésima gestión económica de Alfonsín? Desde luego que no. Pero una cosa no quita la otra. Sostener, por el contrario, que alguien es el bien inmaculado o la maldad absoluta, sin matiz o intermedio alguno, es una postura maniquea, propia del fundamentalismo que inspiraba, por ejemplo, a la antinomia peronismo/antiperonismo, según lo cual, para unos Perón era un dios, mientras que para otros, el demonio, sin admitir ninguno que era un ser humano con aciertos y errores como cualquiera.

Con Menem y Duhalde sucede otro tanto. Respecto al primero, ¿cuántos reconocen todo lo bueno que tuvo su gobierno a pesar de los casos de corrupción y otros aspectos negativos igualmente existentes? La reconstrucción del presidencialismo y la continuidad institucional, la privatización de las empresas públicas obsoletas y deficitarias, la apertura de la relaciones diplomáticas y económicas. Duhalde, por su parte, fue un autentico estadista cuando aceptó presidir el país en su peor crisis y logró integrar el gobierno a su sucesor con la democracia y la economía reconducidas. Esa obra, sin embargo, suele relativizarse.

Respecto a Kirchner, resulta que las acusaciones por corrupción a Jaime, a De Vido, a los empresarios amigos, y hasta al matrimonio mismo, no pueden desparecer por su muerte. El señalamiento de esos aspectos negativos, sin embargo, no obsta a sentir tristeza por su muerte ni a reconocer los muchos méritos de su gestión.

La idea fuerza de Kirchner

En columna titulada “El triunfo cultural de Kirchner”, Jorge Fontevecchia escribió el jueves 28 de octubre en el diario Perfil que si bien el ex presidente fue más revolucionario en lo declamativo que en lo real, sin embargo al menos tres de las ideas que promovió quedarán probablemente instaladas para siempre. Esas tres ideas fuerza son el enjuiciamiento de los ex represores, la redistribución de la renta y desconcentración de los medios de comunicación. Ninguna está plenamente acabada pero aún así —dice Fontevecchia— será difícil volver atrás y, en este sentido, siempre es mejor un triunfo cultural que uno material si éste carece de arraigo social.

Se podría ir más allá y sostener que la herencia cultural de Kirchner es haber enfrentado al núcleo de las corporaciones que reiteradamente condicionaron a la democracia. La historia argentina de todo el siglo pasado estuvo debatida entre una ola democrática y su contra-ola de minorías corporativas que procuraron imponer, por la fuerza o por lobby, lo que no lograban a través de las urnas. Esa dialéctica explica la secuencia cíclica de gobiernos democráticos y golpes de estado a partir de 1930 y hasta 1983.

Fueron muchas las medidas promovidas por Kirchner hirieron la influencia corporativa que casi siempre terminaba por imponerse. Entre ellas se encuentran, por citar tres casos, la desafectación la protección de impunidad lograda por los militares a fines de los años 80’; la sanción de un nuevo régimen de medios cuyo debate había sido minado por la corporación mediática en todos los gobiernos anteriores y la aprobación del matrimonio homosexual contra el oposición conservadora y eclesiástica. Esas medidas tienen alta significación por cuanto afectaron a tres de los cuatro núcleos duros que sostuvieron el poder no democrático en el periodo 1930-83. El restante núcleo, que sería el poder económico, fue enfrentado más en la retorica que en otra cosa. De allí que el sector más radical del kirchnerismo proponga avanzar sin anestesia reformando el sistema financiero y otras leyes económicas fundamentales

Todas menos una

Hubo una corporación que quedó intacta. Nos referimos a la CGT, a la que Kirchner no sólo no enfrentó sino que dejó crecer apoyándose en ella como uno de los núcleos sostenedores del proyecto. El resultado es bien conocido: hoy se atribuye a Hugo Moyano la garantía de gobernabilidad del gobierno actual y, sobre todo, del que pueda surgir de las próximas elecciones. Adviértase bien: esa suposición implica aceptar que el líder de la CGT tiene una suerte de veto a la soberanía democrática por cuanto un gobierno surgido del voto popular debe pactar con él para asegurarse gobernabilidad. Es algo gravísimo porque supone una instancia de validación superior al voto, inadmisible en una democracia.

Días atrás se criticó a Mariano Grondona porque llamó fascista al modelo sindical que encarna Moyano. No obstante, dicha calificación, aunque suene injuriosa, es acertada en términos descriptivos y basta lo dicho en el párrafo anterior: se trata de un liderazgo corporativo que, aun ajeno a la democracia formal, es beneficiario de una representación legal de los trabajadores que en la realidad es cuanto menos dudosa.

Esas y otras ambivalencias hacen prematura cualquier conclusión sobre Néstor Kirchner. Una interpretación sostiene que ante una multiplicidad de adversarios, Kirchner evitó dar peleas simultáneas y por eso toleraba a Moyano, pero que esa disputa tarde o temprano se habría desatado al compartir ambos la misma ambición. Son conjeturas. Lo único seguro es que la desarticulación de las matrices corporativas que han atravesado el último medio siglo no está completo sin democratizar al sindicalismo. Ese es, al fin, el desafío democratizador del poskirchnerismo.

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Democracia joven

Garantismo, "mano dura" y populismo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 24 de octubre de 2010

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El jueves y viernes pasado se desarrolló en Azul el XI Congreso Nacional de Derecho Procesal Garantista con la participación de asistentes y expositores de diversos lugares del país y de Sudamérica. El contenido del Congreso, naturalmente, pasa por muchos temas técnicos que exceden a esta columna. Sin embargo, también se abordó la cuestión del garantismo y la democracia que ya había sido el tema principal de la anterior edición del Congreso en 2008. A diferencia de los tecnicismos que solo interesan a expertos, la relación entre las garantías y democracia es —o debería ser— materia del debate político y ciudadano, por ejemplo cuando se aborda el pendular tema de la “inseguridad”.

Nos interesa plantear aquí dos cuestiones. La primera, si el garantismo es algo bueno o malo. Esta pregunta desde la ciencia jurídica es trivial, pero viene a cuento porque en buena parte del discurso mediático y político que consume el ciudadano medio se usa la palabra “garantista” en sentido peyorativo. La segunda, considerando las últimas medidas prometidas por Scioli contra la inseguridad, se traduce en este planteo del criminólogo británico David Garland: “Necesitamos preguntarnos ¿cómo llegó la opinión pública a estar tan ejercitada en el tema del delito? y ¿por qué los profesionales de la justicia penal perdieron su capacidad de limitar el impacto del público sobre la política?” (La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, Barcelona: Gedisa Editorial, 2005, p. 244).

En cuanto a lo primero, parecería que nada que refiera a la libertad o a las garantías podría reputarse negativo o mala palabra. A pesar de ello, el uso vulgar del adjetivo “garantista” ha deformado su significado como por ejemplo sucede con la palabra “liberalismo”, “liberal” o, peor aun, “neoliberal”, todas usadas como descalificativo. La asociación entre el liberalismo y el garantismo no es casual. Proceden de una misma cuna: el liberalismo (inescindible en su dimensión filosófica, política y, mal que pese a algunos, económica) es, “como doctrina de los límites y de los vínculos del poder del estado”, la base troncal del garantismo, sostiene su máximo teórico actual, el italiano Luigi Ferrajoli.s

En dos palabras puede definirse al garantismo como reivindicación del “estado de derecho que tiene por fundamento y fin la tutela de las libertades del individuo frente a las variadas formas de ejercicio arbitrario del poder” (Ferrajoli). Por eso cuesta entender que en un país que hace no más de treinta años padeció la consecuencia no tener garantía alguna frente al omnímodo poder del estado, sin embargo prenda socialmente una acepción negativa del garantismo. ¿Qué dirán esos detractores al saber que nuestra Constitución es sin duda garantista y que fue escrita por un liberal autentico como Alberdi?

Una explicación posible puede encontrarse en los medios de comunicación donde se vapulea el concepto de la forma menos pensante al punto de descalificarse a un juez llamándolo “garantista” cuando, en rigor, para el destinatario de la crítica (el juez) eso no puede ser sino un elogio porque indica que cumple con la Constitución. Doña Rosa, que no lo entiende así, será quien ayude a que la acepción negativa triunfe al repetir lo que escuchó de Radio 10. José Pablo Feinmann llamó a ese fenómeno “colonización de la subjetividad” tomando como ejemplo primario al taxista que, al comentar y repetir lo que “se dice”, en vez de hablar es “hablado” por la radio que le “crea” la realidad.

Lo anterior también orienta la segunda cuestión relativa al planteo de Garland sobre el papel de la opinión pública en temas de política criminal a pesar ser ésta un área dominada por un saber técnico. Hace unas semanas la inseguridad monopolizaba el temario de los medios. La inseguridad era “la” agenda marcada por quienes se autoperciben como vehículizadores exclusivos de la opinión pública. Eso coincidía con (o era provocado por) un par de delitos que generaron conmoción y con la publicación de los índices de criminalidad que anualmente da a conocer el Ministerio de Justicia. Daniel Scioli, a la vez que en privado denunciaba que el garantismo le tenía las manos atadas, con propósito de “satisfacer las demandas de la gente” anunció que promovería más medidas para endurecer la “lucha contra el delito”.

El aumento de la criminalidad es tan estructural que excede al gobierno de Scioli. Sin embargo, por ser la máxima autoridad provincial, a él se dirigen todas las críticas. Y como está en campaña no se opondrá jamás a lo que “la gente” quiere, o sea, a la “mano dura”. David Garland fue justamente uno de los que acuñó el concepto de “populismo punitivo” para referirse a la planificación de las estrategias contra el delito basadas en la “aclamación popular” sin ningún filtro a lo que pide “la gente”.

Lo llamativo es que, como el populismo a secas, la versión “punitiva” se profundiza a pesar de su fracaso. Scioli encarna la tercera ola de “mano dura” que vive la provincia de Buenos Aires en la última década. La primera la impuso Carlos Ruckauf 1999 cuando ganó la gobernación prometiendo “meter balas a los delincuentes”. La segunda fue en 2004 con las “reformas Blumberg”. Todos prometieron más “mano dura”. En todos los casos, sin embargo, el delito creció. Según estadísticas oficiales, en 1998, previo a la doctrina Ruckauf, en la provincia de Buenos Aires se cometían 1756 delitos cada 200.000 habitantes, mientras que en 2008 esa cifra subió a 2010 delitos. A su vez, la población carcelaria en la provincia pasó de 12.460 internos en 1998 a 24.139 en 2008, variación que, naturalmente, nada tiene que ver con el crecimiento poblacional.

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