15.8.10

Democracia joven

La "des-economización" de lo público

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 15 de agosto de 2010

Ver desde la web del diario

La aprobación en Diputados del proyecto de Ley de Glaciares que la presidenta vetó en 2008 reedita a nivel nacional una discusión que en Tandil viene de lejos. La objeción principal del Poder Ejecutivo al proyecto vetado se dirigía a su artículo 6 que, de forma similar a lo dispone la Ley de Paisaje Protegido respecto a la sierras, estipulaba un plazo de auditoria de toda la minería de la zona de glaciares tras el cual la actividad considerada inapta se suspendería definitivamente. Según el decreto 1837/2008 que vetó la norma, dicha disposición “podría afectar el desarrollo económico de las provincias involucradas, implicando la imposibilidad de desarrollar cualquier tipo de actividad u obra en zonas cordilleranas”.

Entretanto, en los últimos días apareció en Tandil un duro comunicado de la Asamblea Ciudadana por la Preservación de las Sierras que denunciaba la falta de compromiso político para la aplicación de la Ley de Pasaje Protegido de momento reducida a pura declamación. Aluden asimismo los ambientalistas a las otras formas de explotación y apropiación de las sierras que, sin bien menos ostensibles que la minería, también provocan la alternación del paisaje y sobre todo la privatización de bienes colectivos.

Esta acertada observación pone en crisis la finalidad ecológica de la Ley de Paisaje Protegido. La edificación en las sierras, aunque más pintoresca que la minería, reproduce en sustancia la misma perversión privatista a lo que es “patrimonio natural colectivo”. Por otra parte, si la Ley hubiera perseguido la adecuada preservación del patrimonio serrano, la prohibición de explotación no debió circunscribirse a la zona próxima al ejido urbano en la llamada poligonal. Eso, al fin, no es otra cosa que preservar la sierras que se “ven”, o sea, las susceptibles de ser usufructuadas con fines turísticos, ergo, se trata de una finalidad en última instancia económica, no ecológica..

La misma frustración causa la Ley en cuanto concede un plazo para continuar la explotación. No se trata sólo del “vuelteo” de cómo contar los 120 días para su reglamentación (cuestión banal ya resuelta por el artículo 28 Código Civil) sino de lo siguiente: si la explotación es irreparablemente dañina para las sierras, ni una explotación más debió permitirse. Todo sin contar el paradojal efecto alentador a la explotación que importa conceder un “plazo de gracia”, puesto que, naturalmente, los empresarios se desaforarán para “maximizar” lo que pronto (¿pronto?) se les acabará.

Una postura auténticamente ecologista no admite otra intensidad que aquella que sus objetores tachan de “fundamentalista”. Más aun, resulta hasta “metodológicamente” correcto que no admitan ninguna relativización fundada en razones prácticas, por ejemplo, las económicas alegadas por los explotadores mineros y otros actores perjudicados por el cese de la actividad. Los planos de discusión son distintos: al pertenecer las sierras a un patrimonio natural colectivo, representan un valor que está fuera de cualquier lógica utilitaria. De allí la impertinencia justificativa atribuida a la concejal Condino, quien habría enfatizado el buen precio obtenido por la venta de la calle a Del Potro, ya que con ese razonamiento se justificaría, ab absurdum, enajenar la Plaza Independencia que en términos de “negocio inmobiliario” de seguro es altamente cotizada para cualquier constructora interesada en hacer un complejo de edificios.

Las sierras, como el resto del patrimonio natural, deben ser protegidas “porque si”. Por ello es erróneo el argumento de quienes procuran salvarlas aduciendo razones turísticas en tanto permiten la filtración de una cuestión económica que habilita la “conmensurabilidad” entre los argumentos en pro y en contra: a partir de allí, si en el futuro la minería resultara más rentable que el turismo, debería pues reanudarse la explotación.

Es claro que algún tipo de indemnización debe corresponderle a los dueños de los predios. Pero todo en su justo alcance. Los recursos naturales no son ni han sido propiedad de los dueños de los fundos: ellos pertenecen a las provincias, dice la Constitución Nacional en su artículo 124. De esa forma, tras el derecho real de dominio de los propietarios del predio, existe una suerte de “dominio eminente” fundamentado en la soberanía política y el interés público. Podría asemejarse al caso de que alguien descubra un pozo de petróleo en su terreno y pretenda reivindicar ese recurso para sí. Otro tanto sucede con las aguas. Los juicios que se intenten, en fin, encontraran estas vallas.

Las razones económicas —incluso las sindicales—en todos los casos se fundan en un propio interés cortoplacista. Las sierras y todos los recursos naturales ni siquiera son “nuestros”. Pertenecen también a las generaciones del porvenir. La propia Constitución recoge esa idea al decir en su artículo 41 al que la administración de los recursos naturales no comprometerá a las generaciones futuras. Piénsese si, por ejemplo, esta generación encontrara una buena “razón económica” en alquilar predios como depósito de desechos nucleares de un país extranjero cuyos efectos nocivos recién aparecerían en cien años cuando todos nosotros estemos muertos. Esa utilidad presente a costa de hipotecar el futuro nunca sería razonable porque desatendería lo que John Rawls y otros llaman la “solidaridad intergeneracional” que, al fin, es lo nos define como Nación.. (código)