"Prohibir para cuidar", el autoritarismo benévolo CRISTIAN SALVI El Eco de Tandil, 11 de octubre de 2009
La semana pasada criticábamos el abstencionismo estatal en diversos episodios en los que su intervención era imprescindible. El fundamento es bien claro: el Estado, que según la clásica definición de Max Weber es quien tiene el “monopolio en el uso legítimo de la fuerza”, es el único legitimado para asegurar derechos de terceros a los que se le veda la justicia por mano propia.
La paradoja es que mientras el Estado desatiende esas funciones propias, sin embargo multiplica su presencia en áreas cuyo involucramiento es secundario, cuando no ilegítimo. A esta categoría pertenecen las nuevas medidas provinciales que introducen restricciones a la diversión nocturna, algunas de las cuales parecen acertadas mientras otras son absolutamente irrazonables, sea porque se sabe de ante mano que llevarán el camino de sus símiles que nadie cumple o bien porque amplían la esfera del control estatal confiado nada menos que a su agencia más contaminada (la policía).
El Gobierno provincial fundamenta las restricciones impuestas en la necesidad de “cuidar” de los jóvenes -y no tan jóvenes- que asisten a locales nocturnos. Por ello, impone el cierre de los mismos a determinada hora, prohíbe publicidades y promociones, veda algunas bebidas y reglamenta cómo deben expedirse otras.
“Prohibir para cuidar” parece ser el núcleo del mensaje. Cuando el Estado enfatiza esa función protectora sobre los ciudadanos suele decirse que es un “estado paternalista”, que emula la relación padre-hijo y la extrapola al vínculo entre el gobierno y los gobernados. El paternalismo, dice Norberto Bobbio, es un “autoritarismo benévolo”: como autoritarismo que es, interfiere allí donde no debería, más su única particularidad consiste en la forma que asume su discurso legitimante en tanto justifica el sacrificio de la libertad del sujeto por el bien del sujeto mismo.
El uso de la analogía para explicar la naturaleza y la función del gobernante se remonta a las primeras teorizaciones sobre la política. Esas metáforas, aun cuando originariamente han cumplido una función pedagógica, siempre desnudan una forma de legitimación del poder que lejos está de ser ingenua. Michel Foucault encuentra las raíces del estado controlador en la metáfora del pastor que aparece en los textos griegos (especialmente en Platón) y en la tradición judeocristiana. El pastor tiene un proyecto para su rebaño, quiere su salvación, lo conduce, lo alimenta, lo guía, cuando sus ovejas duermen, él vela, prestando atención a todos sin perder de vista a ninguno. A la par, el pastor, que siempre quiere el bien de su grey, se arroga el poder de reprender a las ovejas desobedientes que se apartan del conjunto.
La jerarquización pastoral está presente en la analogía paternalista de un modo más acabado ya que se presenta como “natural” pues el hijo, por el simple hecho del nacimiento, se encuentra sujeto al poder del padre. A su vez, el estado paternal que cuidará de los ciudadanos que alberga, no sólo reproduce el legitimante de la “benevolencia paterna”, sino que fundamentalmente reclamará las mismas herramientas, o sea, se arrogará del mismo “derecho de corrección” que tienen los padres para ejercer esa función de guía sobre lo bueno y lo malo, que el hijo, por su inmadurez, no comprende por sí.
Normas que nacen muertas
La ideología paternalista, además de infravalorizar a la condición humana por suponerla eternamente inmadura y menesterosa de un “pastor que la guíe”, se encuentra con dos límites infranqueables. El primero de ellos es en el principio constitucional de lesividad: sólo es legítima la intervención coactiva del estado cuando se lesionen derechos de terceros (por eso la Corte declaró que penalizar el consumo de drogas atenta contra ese axioma).
El otro límite es la realidad misma, porque lo cierto es que esas normas finalmente fracasan en su aplicación al toparse con una “resistencia cultural” a la no pueden doblegar. Eso ha sucedido históricamente cuando se quiso forjar una cultura desde la normatividad. Es célebre el caso de Turquía, que copió el Código Civil de Suiza sin jamás lograr, obviamente, el fin perseguido de parecerse a la sociedad suiza. Por eso Aristóteles, fiel a su realismo, decía que la primera promulgación de una ley es en el corazón de los hombres, o sea, en la internalización como hábito de cumplimiento. ¿Scioli piensa, acaso, que porque los boliches cierren a las 5.30 todo el mundo irá a dormir a esa hora? Los que hoy salen de madrugada y se acuestan entrada la mañana, lo seguirán haciendo, encontrando nuevos canales de contención, por ejemplo fiestas privadas o reuniones en otros lugares públicos. Siempre hay vías oblicuas a las normas irrazonables como sucede, por ejemplo, con la prohibición de cargar combustibles a los motociclistas sin casco: llevan un bidón descartable, dejan la moto a unos metros y van caminando a comprarlo, luego tiran la botella, y siguen su marcha. Así de simple.
Allí viene el segundo estadio operativo de la norma “culturalmente ineficaz”: el estado reacciona y amplía el marco prohibitivo (“se prohíben las fiestas privadas”, “se prohíbe vender nafta en bidones”, etc.), hasta que nuevas estrategias logran sortear las prohibiciones y se recrea la serie reacción-evasión hasta el infinitivo. Esta lógica circular se corta de dos formas: la ampliación prohibitiva se infla de tal forma que todo es prohibición, para que ninguna creatividad permita violar la norma, en cuyo caso se suprime la nota de “benevolencia” y lo que queda es autoritarismo a secas; o bien, la cultura se sobrepone y esas normas prohibitivas, que en la realidad no regían, terminan por ser formalmente derogadas. Esto último pasó con la prohibición de horario que impuso Duhalde en la década pasada, experiencia que Scioli no contempla para evitar tropezar dos veces con la misma piedra.. (código)