Trabajo y castigo CRISTIAN SALVI El Eco de Tandil, 3 de mayo de 2009
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2.5.09
Democracia joven
Según como concibamos el trabajo, la conmemoración de antes de ayer será interpretada como un festejo o bien como una dispensa por la cual, por un día, se deja de padecer un castigo en honor a él mismo.
En el lenguaje cotidiano, muchos conciben al trabajo como un castigo: “¡Cuándo dejaré de trabajar!”, es una locución con un suspiro equivalente al de aquel que quiere dejar de padecer algo. La misma idea de jubilar hace mención a “júbilo” (iubĭlum, iubilāre), una alegría del que no tiene que trabajar más. También la corriente sentencia de padres que exhortan a sus hijos a “estudiar o trabajar” contiene un rasgo sancionatorio donde el trabajo es la consecuencia de un mandato incumplido.
Este fue el sentido bíblico que de alguna manera forjó el acervo cultural que asocia el trabajo con el castigo. En el Génesis, el trabajo aparece como una de las consecuencias del pecado original: «Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida... Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado...» (Gn. III, 17 y 19).
En la tradición hebraica, el día más importante era el sábado (su raíz Sabbat significa descanso), momento en el cual los judíos no trabajaban para rendir culto a Dios. El trabajo era mundano; Dios merecía un día especial, en el cual no se debía trabajar, so riesgo de profanarlo.
Con el advenimiento del cristianismo, el trabajo formó parte de la vida monástica pero siempre con sentido ascético. El ideal era la contemplación, la pasividad, en sintonía con la física aristotélica que entendía que el estado natural de las cosas es el reposo. Su derivado metafísico, en el tomismo, concebía a Dios como el motor inmóvil de Aristóteles al que se emulaba contemplándolo.
En el protestantismo, esa ascesis de mundanizó y, según la conocida tesis de Max Weber en La ética protestante y el espíritu de capitalismo, al orientarse el trabajo a la obtención de un beneficio mundado se sembraron las bases del capitalismo. Pero aun así, el trabajo no era un fin en si mismo, sino un “sacrificio” en aras de la salvación. La versión católica —perfeccionada— de esa tesis llegó en el siglo XX de la mano de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, organización cuya idea príncipe es que el trabajo es una herramienta de santificación, siendo allí —y no solo en el templo— donde los cristianos se hacen santos. El Génesis fue reinterpretado: mientras Dios descansa en el largo séptimo día, el hombre continúa su obra creadora mediante el trabajo. El trabajo, por tanto, en vez de un castigo es una encomienda divina. Esto fue recogido luego por el Concilio Vaticano II.
Antes, en el siglo XIX, el trabajo había pasado de ser un sacrificio espiritual a un castigo institucionalizado en la prisión, con lo cual, aquella idea bíblica era materializada por el Estado mismo. En Vigilar y castigar, Michel Foucault señala que, en la naciente Revolución Industrial, la prisión tuvo una perfecta funcionalidad consistente en ser instrumento de adiestramiento del cuerpo para el trabajo. Todavía hoy algunos insisten en el “trabajo forzoso” como sanción penal.
Según Foucault, ese sistema sanción se extendió a la economía del mundo extracarcelario. El modelo de fábrica de producción masificada tomó la mecánica de la prisión, inaugurando un paradigma aun vigente en bastos sectores de la economía que hacen del trabajo un suplicio. El mayor símbolo de esa constante que reproduce el panoptismo carcelario es la introducción de cámaras de vídeo que instauran una vigilancia global y detallada del obrero cuan si fuera un reo. Más que nunca la idea de “patrón” hace culto de su sentido feudal: el pater vigila sigilosamente para domesticar el cuerpo útil del trabajador.
¿Es posible salir de la disyuntiva entre que el trabajo es algo bueno “o” un castigo? La mayoría de la gente, aun la que ve negativamente a “su” empleo, encuentra en el trabajo una finalidad que cuanto menos excede al provecho dinerario. El trabajo en sí es visto como bueno y digno.
Ahora bien, la idea de la dignificación del trabajo tiene dos lecturas. Una es positiva porque fomenta la idea del trabajo como un servicio social, además de darle sentido a aquello que ocupa la mayor parte del tiempo del hombre. Pero el problema es que, en algunos casos, ella puede convertirse en un discurso conservador para consolidar esquemas de explotación. Sería una ilusión opiosa, una patraña, tal como escribió Nietzsche en el prólogo de El Estado griego. Allí, el filósofo alemán sostuvo que la idea dignificante del trabajo era una invención de las clases griegas acomodadas —que no trabajaban— para contentar a los esclavos, quienes encontrarían en esa ilusión un aliciente para tolerar su situación degradada. Esto es perfectamente aplicable a los trabajadores mal pagos que a diario que viven el tormento de un empleador despótico, no quedándole otra alternativa que creer que el trabajo tiene un sentido trascendental para tolerar esas condiciones sin rebelarse contra su verdugo.
La pérdida de un sentido más allá del utilitario explicaría la situación de tantos miles de jóvenes que no trabajan aun pudiendo hacerlo. Al no ver en el trabajo más que su producto, entienden que no hay justificación para trabajar por poco dinero y en condiciones desfavorables. Lo mismo pasa con la gente que recibe planes sociales, ya que con la suma de todos los programas pueden percibir prácticamente lo mismo que el salario mínimo de ley, que es a lo que se atiene la mayoría del empresariado argentino para remunerar a sus trabajadores. De manera tal que no basta con fomentar ideas acerca del sentido moral de trabajo para concientizar sobre su provecho colectivo pues ello quedará en un mero discurso si, mientras hablamos de que el trabajo dignifica, las condiciones reales y mayoritarias del mismo asumen alguna de las variantes del castigo, donde el hombre es reducido a pura mercancía..
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