1.3.24



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15.4.22

La redención a través de un juicio

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 14 de abril de 2022



La Semana Santa que conmemoramos por estos días es también el relato de un proceso judicial. Comienza, en efecto, con la delación de Judas y el arresto de Jesús, para someterlo al juicio de las autoridades, judías y romanas, representadas por Caifás y por Pilato. Tras declararlo culpable, se lo condenó a la pena de muerte, que se cumplió a través de la crucifixión. 

Los historiadores y estudiosos del derecho no están de acuerdo en si el relato de los Evangelios describe con exactitud el procedimiento jurídico por el que se condenó a Cristo. En cualquier caso, como apunta el notable filósofo italiano Giorgio Agamben en su estudio sobre el tema, “si el proceso de Jesús es uno de los momentos claves de la historia de la humanidad, en el que la eternidad se cruzó con la historia en un punto decisivo”, resulta llamativo “por qué este cruce entre lo temporal y lo eterno, entre lo divino y lo humano, asumió precisamente la forma de una «krísis», o sea, de un juicio procesal” (Giorgio Agamben, “Pilato y Jesús”, pág. 6). 


La primera dificultad —diríamos en categorías actuales— ha sido determinar “la ley aplicable” y “el juez competente”, porque Jesús no era ciudadano romano y la acusación consistía en haber violado la ley judía. Poncio Pilato, que le refriega a Cristo tener “autoridad para soltarte y también para crucificarte” (Juan 19:10), sin embargo afirma que no encuentra “ningún motivo para condenarlo” (Juan 18:6). 

La acusación de los judíos era por blasfemia, es decir, por agraviar a la ley hebrea, en tanto Jesús se presentaba en su predicación como el Mesías salvador enviado por Dios. Pero eso no era un delito para el derecho romano. De allí que Pilato dice a los judíos: “Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la ley que tienen”, a lo que ellos se excusaron diciendo que no les estaba “permitido dar muerte a nadie” (Juan 18:31). 

Los judíos intentaron entonces modificar la acusación, buscando que quede abarcada por el derecho romano (“Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías” - Lucas, 23:2). Para posteriormente presionar a Pilato diciéndole que “si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César” (Juan 18:12). 

Otra dificultad que se presenta —apelando de nuevo a categorías actuales— es si Jesús tuvo un adecuado “derecho de defensa” y si se trató, o no, de un “juicio justo”. 

Además del cambio en la acusación, que deja indefenso al acusado, los Evangelios relatan el uso de testigos falsos en su contra. Mateo dice que “los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín” —que eran los acusadores— “buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos” (26:59-60). 

En el Evangelio de Marcos, por su parte, puede leerse que “se presentaron muchos con falsas acusaciones contra él, pero sus testimonios no concordaban” (14:56). Ante ello, los acusadores decidieron prescindir de los testimonios y directamente considerar a Cristo como reo confeso de delito, según aquello de que a confesión de parte, relevo de prueba (“Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: ‘¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?’ Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?’. Y todos sentenciaron que merecía la muerte” - Marcos, 14:63-64). 

La cuestión de si fue un juicio legítimo ha sido central en la teología cristiana y también en los debates de la ciencia política premoderna acerca de la relación entre el poder terrenal y el poder divino, entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios, parafraseando el texto de San Agustín. 

El cambio de la acusación, el uso de pruebas falsas y de una confesión que no fue tal, ha llevado a sostener que fue un juicio inválido. A lo que se sigue, por tanto, que la pena no fue legítima sino que se trató de un homicidio cometido desde el poder, acaso de un crimen estatal, ejecutado por los soldados romanos por decisión de Pilato.

Sin embargo, los Evangelios relatan que Jesús aceptó la muerte y que ello se inscribía en la voluntad de Dios y en su plan para la salvación y redención del mundo. En su intercambio con Pilato, Jesús le dice: “Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto” (Juan 19:11). Este fragmento bíblico ha sido tan importante que formó parte del Credo de los concilios de Nicea y Constantinopla durante el siglo IV, que constituyen la primera —y en cierta medida definitiva— formulación sistemática de la fe cristiana, en la que se recita que Jesús estuvo bajo el poder de Poncio Pilato. 

Es así que Pilato, el representante del reino terrenal simbolizado en el Imperio Romano, del cual era funcionario, tiene competencia para juzgar a aquél cuya “realeza no es de este mundo” (Juan 18:36). Ello, según Blas Pascal, citado por Agamben, ha sido aceptado por Jesús para remarcar la ironía de morir injustamente a través de la justicia, lo que parecería ser una contradicción en sus propios términos (“Jesucristo no quiso que lo mataran sin las formas de la justicia porque es mucho más ignominioso morir por justicia que por una sedición injusta”). 

“Queremos a Barrabás” 

Otro aspecto interesante del juicio a Cristo está dado en el rol cumplido por Poncio Pilato y por la muchedumbre reunida, que representan, respectivamente, el rol del juez y del pueblo en la decisión de hacer justicia.

Los Evangelios de Mateo y Lucas relatan que para la Pascua, la autoridad romana acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había entonces uno famoso, llamado Barrabás, que “había sido encarcelado por sedición y homicidio” (Lucas 23:25). Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?”. 

La multitud pidió la libertad de Barrabás y, por el contrario, reclamó la condena de quién era inocente. Según Mateo, habían sido “los sumos sacerdotes y los ancianos” quiénes convencieron a la multitud (27:20). En esta escena se ha apreciado un significante de las demandas punitivistas de la sociedades, normalmente manipuladas por sus líderes, y una refutación a aquello de que “el pueblo” nunca se equivoca al momento de “pedir justicia”.  

Pilato volvió a preguntar y tras recibir la misma respuesta ocurre la famosa escena del lavado de manos. Mateo la relata así: “Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: ‘Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes’” (27:24). 

Poncio Pilato, actuando como juez, pese a no estar convencido de condenar a Cristo, tras intentar artilugios que lo excusen de decidir, finalmente se inclina a favor de la multitud por miedo al tumulto. En lenguaje actual diríamos que Pilato no resolvió según las pruebas del caso sino por la “presión social”, instituyendo, de tal modo, un modelo de juez que pese a ser el máximo garante del juicio justo, está dispuesto a sacrificar –frente al tumulto– los derechos del acusado.

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8.2.22


No hay drogadictos felices

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 8 de febrero de 2022



El complejísimo fenómeno de las drogas puede ser analizado desde diferentes perspectivas. La medicina, la psiquiatría, la psicología, la sociología, la política, el derecho y más. Quisiera compartir con el lector una perspectiva algo infrecuente en los debates públicos, a partir de tres magníficos libros que leí tiempo atrás. 

El temario concierne a la Filosofía de la droga. Así se titula, justamente, el primero de los libros a comentar, escrito por la filósofa italiana Giulia Sissa (Le Plaisir et le Mal: Philosophie de la drogue [El placer y el mal. Filosofía de la droga], París, 1997). 

Los otros dos libros, a los que llegué por referencias de aquél, corresponden a dos escritores consagrados que relatan en primera persona su vínculo de dependencia con las drogas, específicamente con la que es probablemente la peor y más dañina de todas: el opio y sus derivados, como la heroína. El primero es Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas De Quincey (Confessions of an English Opium-Eater, Londres, 1822). 

El segundo es Yonqui del escritor norteamericano William Burroughs (Estados Unidos, 1953). El título del libro es una castellanización de junkie, palabra de uso bastante extendido y habitual entre los que “se pinchan” para drogarse, generalmente, como en el caso Burroughs, para inyectarse heroína y morfina. (Abajo comparto el link para quien quiera descargar los tres libros en castellano). 



Aclaración previa: hay drogas legales

Antes de exponer la idea central de esos autores, valga la siguiente aclaración sobre algo muchas veces omitido. “Droga” no es necesariamente aquello que es ilegal. No existe sinonimia entre “droga” e “ilegalidad”. El carácter ilegal de una droga es conferido por un acto de la autoridad y no por la naturaleza de la sustancia. Es un acto político, no científico. 

Existen drogas legales muchos más dañinas que las drogas ilegales. Por ejemplo, el tabaco, el alcohol y las benzodiacepinas (que incluyen los ansiolíticos como el alprazolam o el clonazepam, más conocidos por sus nombres comerciales Alplax y Rivotril, respectivamente) son drogas legales que tienen un poder de daño y de dependencia mayor que drogas ilegales como el cannabis (marihuana). Esta afirmación tiene soporte científico y lo ilustra el conocido gráfico del neurocientista inglés David Nutt. 


Como puede apreciarse, el eje vertical del gráfico indica el grado de dependencia física de la droga; mientras que el horizontal, demuestra el daño que la sustancia causa al organismo. La heroína reúne la mayor dependencia y el mayor daño. Le sigue la cocaína (toda la cocaína, no solo la “adulterada”). El tabaco, por ejemplo, está por encima del cannabis en ambos ejes, pero el primero es legal y el segundo, no. 

Incluso la palabra “droga” es ambivalente. A punto tal que la expresión griega “pharmakon”, que se traduce como droga y de ahí viene la palabra “fármaco”, significaba tanto lo que entendemos por “remedio” como “veneno”, dependiendo en cierta medida de la forma de administración. 

La trampa de las drogas

La tesis central del libro de Giulia Sissa es que la droga contiene una promesa falsa de felicidad para el ser humano, cuyo vacío existencial, sin embargo, no puede jamás llenarse porque, en palabras de Platón, somos seres esencialmente “desfondados”. Por eso nuestros comportamientos tienden todo el tiempo a llenar ese vacío con el que nacemos y morimos. El consumo de drogas es sólo uno de ellos. 

Cuando Thomas De Quincey descubrió el opio escribió: “¡Qué resurrección interior del espíritu desde el trasfondo de sus abismos! (…) Disponía de una panacea para todos los males humanos: tenía de pronto el secreto de la felicidad sobre el que los filósofos habían discutidos durante siglos… Hete aquí que la felicidad podía comprarse por dos céntimos y guardarse en el bolsillo del chaleco; disponer de éxtasis portátiles en botellas de una pinta”. 

De allí que, como sostiene Sissa, “cualquier droga es paradójicamente anestésica”, es decir, en otras palabras, toda droga tiene por función calmar el dolor de la existencia. En tal sentido, recuerda que “años después de interrumpir el consumo de cocaína, Freud escribía con una serenidad sorprendente que el principal recurso contra el malestar de la civilización…es el uso de los «quitapesares», una expresión muy interesante para denominar a las drogas”. 

Al operar como un “quitapesares”, las drogas proporcionan una promesa de felicidad que al principio constituye un “placer positivo”. El efecto de la droga, señala la autora, es “percibido como un suplemento de plenitud, como un regalo inesperado, imprevisto e inestimable, que fascina al mismo tiempo por su intensidad y por la facilidad con que puede provocarse. Todo drogadicto es al principio un experimentador de la química de la felicidad”. 

Sin embargo, al poco tiempo, lo que comenzó siendo un “placer positivo” se convierte en un “placer negativo”, entendiendo por tal cuando la droga se consume para calmar la carencia que la propia sustancia produce. Allí se aprecia la trampa de las drogas, en la que el placer que causa es sólo un alivio a su propio mal. 

Escribió Burroughs:  “Uno no se propone convertirse en drogadicto. (…) Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto. (…) Una persona que utiliza la droga está en un estado continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el pinchazo”. La abstinencia se vuelve insoportable y la droga, pues, en ese momento inesperado dejó de ser opcional. 

:: El autor es Magister (UNR) y Doctorando en Derecho (UBA). 

:: Link de descarga de los libros citados: https://1drv.ms/u/s!Akf4-LZ6zVmEgY8Y4jA-0aM4a1aJ8g?e=NjHX5I

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24.11.21

Seríamos simplemente humanos 

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 5 de noviembre de 2021



El decreto N° 421/21 del presidente Alberto Fernández que incorporó la identidad no binaria a los DNI no ha sido una “medida radical” a favor de los fines perseguidos de suprimir la discriminación por orientación sexual y género. 

Una medida verdaderamente radical y rupturista del paradigma “binario” que la norma denuncia hubiera sido suprimir la clasificación. Ni binario, ni no-binario, ni nada. 



Toda clasificación produce discriminación. Esto es tan así que en la literatura jurídica debió agregarse el adjetivo “ilegítima” para señalar las discriminaciones inválidas, en cuanto se fundan en el sexo, el género, la orientación sexual y otras “categorías sospechosas” que se estudian en derechos humanos.

Nadie pensaría actualmente que es razonable, como sucedía en Europa, Estados Unidos y aquí mismo hasta hace apenas setenta u ochenta años, llevar a cabo distinciones por la “raza” de la persona, el color de piel, de ojos o de cabello. El sexo y el género deberían pues llevar el mismo camino hasta resultar ambos un “dato irrelevante”.

La no-distinción, la irrelevancia de la característica y su negación como dato considerable, es lo único que garantiza la no-discriminación. Seríamos simplemente humanos. Sin importar las características.

Toda clasificación es en definitiva un corte arbitrario de características que produce una “desintegración” artificial de la realidad. A ello obedece la ironía de Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”, cuando cuenta que “cierta enciclopedia china” clasifica a los animales del siguiente modo: “a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c) amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper el jarrón n) que de lejos parecen moscas”. (Con este pasaje empieza Michel Foucault su libro “Las palabras y las cosas”, dedicado en buena parte a la “taxonomía” o “ciencia de la clasificación” en la historia de la humanidad).  

En esta especie de “trampa de las clasificaciones” han quedado encerrados quienes promueven los derechos de las minorías sexuales. En las normas y en los trabajos académicos sobre el tema, los criterios para definir las orientaciones no son homogéneos y se superponen. Además, la propia tesis de que toda persona puede tener una autopercepción indeterminada del género —que es reconocer que cada ser humano es único— conjura contra cualquier intento de clasificar, ya que cada persona sería una categoría autónoma.

Esta situación ha llevado a que al acrónimo “LGBT” se le adicione el signo más (+) como para abarcar un infinito etcétera que, junto a lesbianas, gays, bisexuales y trans  (travestis,  transexuales  y  transgéneros), incluya a intersexual, asexual, pansexual, demisexual,  bigenero,  pangenero, género fluido (genderfluid) y queer.

La mención al “infinito etcétera” obedece a que “queer” es un término  tomado  del  inglés  que  se  traduce  como  extraño.  Se relaciona  con  una  identidad  sexual  o  de  género  que  no  se corresponde  a  ninguna  de  las  ideas establecidas  de  sexualidad  y  género.  Se  suele  sostener  que  son  personas  no  conformes con  el  género y que no siguen  las  ideas  o  estereotipos  sociales  acerca  de  cómo  deben  actuar  o  expresarse  con base  en  el  sexo  que  les  asignaron  al  nacer.  

Nótese, como detalle, que en cierta medida la letra “X” que instituyó el decreto  del presidente Alberto Fernández también implica un “etcétera”. Incluso podría pensarse que la forma en que se organiza la clasificación jerarquiza entre dos categorías “principales” y una residual. Ello porque si las categorías son: V, M, X; implica, por tanto, en X se incluye todo aquello que no es V ni M (X= ¬V, ¬M). 

Posdata: El lenguaje inclusivo es sólo un problema estético

Es correcto señalar que el español tiene una insuficiencia “descriptiva” de la realidad al carecer de un género neutro como tienen otras lenguas, por ejemplo el inglés o el alemán. 

Es así que se propicia una “corrección” utilizando una X (todxs), el signo @ (tod@s), la letra “e” (todes) o bien la barra más la letra “a” (todo/as). Es sabido, por su parte, que la Real Academia tiene al respecto una esperable posición adversa por su condición de “guardiana” de las reglas gramaticales.

Los debates a favor y en contra del lenguaje inclusivo probablemente pierdan de vista un aspecto esencial de la lengua, como es su belleza en la forma en que se escribe y se oye. La agregación de signos que no son pronunciables (como la “X” o el “@”) o que alongan repetida e innecesariamente la expresión de cada sustantivo (como el “todas y todas”, “argentinos y argentinas”, etc.) afectan la fluidez del idioma. Es cierto que el uso de la “e” podría sortear estas críticas y actuar como verdadero género neutro, pero no resuelve los muchos casos en los cuales el género masculino utiliza esa letra “e” o la “a” en vez de la “o”.

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26.10.21

Los límites prácticos a la paridad de género  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 17 de octubre  de 2021



La oficialización de la lista definitiva de Juntos en Tandil con Mario Civallieri, Rosana Florit y Juan Manazzoni, encabezando respectivamente la nómina, es un triunfo del sentido común. Hubiera sido un despropósito que no integren la lista definitiva las personas que encabezaron dos de las tres minorías (=<51%) resultantes tras las PASO. 





Pese a ese resultado razonable, originado en un acuerdo, cabe preguntarse si la situación que obligó a alterar las reglas prestablecidas no ha puesto en crisis el régimen de paridad de género en determinados escenarios.

Para un popperiano esto no debería ser una mala noticia, por el contrario, porque la detección de fallas es una oportunidad para mejorar la legislación. En definitiva los modelos normativos se ponen a prueba en las experiencias reales. A través de los testeos es que se corrobora si la técnica utilizada resulta funcional o no a los fines perseguidos, en este caso, los fijados por el legislador y la política que dio origen a la norma.

El caso de Tandil no fue el único en el que debieron modificarse las reglas prestablecidas. Ocurrió también en Juntos por el Cambio de la Ciudad de Buenos Aires cuando se apreció que Ricardo López Murphy iba a tener una buena performance electoral —como finalmente ocurrió— y pese a ello ocuparía un lugar no expectante en la lista definitiva.

Los integrantes de la coalición modificaron las reglas para asegurar que la distribución por paridad de género no relegue a López Murphy. Se aseguraron de ese modo los derechos políticos del candidato y de las miles de personas que posteriormente lo votaron para que las represente. Es decir, la dos dimensiones del derecho político al sufragio: elegir y ser elegido.

El hecho de que la modificación haya sido previa al comicio no invalida la objeción de que se cambiaron reglas prestablecidas. Modificar las reglas de juego cuando el partido ya comenzó es algo disvalioso porque afecta a la seguridad jurídica.

No obstante, el hecho de que las modificaciones hayan resultado del consenso de todos los actores —sea antes o después del comicio— purga cualquier objeción ya que no existe perjuicio en ninguno de los interesados. La norma debe tener ante todo una función instrumental y nunca estar por encima del consenso cuando media unanimidad.

Los defectos estructurales para la integración

Lo que sí dejan en claro las experiencias descriptas es que el diseño normativo de distribución no ha funcionado. La forma en la que se acordó la integración tenía dos defectos insalvables: colisionaba con las reglas de la aritmética y era autocontradictoria al traicionar los propios fines que decía perseguir.

Es importante remarcar que estos dos defectos son estructurales en el sentido que no obedecen a que el frente político en cuestión organizó la distribución de una manera deficitaria. Vale decir, que si hubiera organizado la distribución de una forma diversa, el sistema quedaba “salvado”.

En el caso de Juntos para la provincia de Buenos Aires se diseñó un sistema procurando alcanzar el equilibrio óptimo para cada escenario pero el resultado fue inconsistente. Incluso no podría hablarse estrictamente de un “sistema” (u orden jurídico) en tanto se trata más bien de un compendio de tantas reglas individuales como situaciones posible se presentan, lo que se llama “casuística”.

Ese defecto obedeció a que las fórmulas debían incluir una excesiva cantidad de combinaciones. En el caso de la provincia de Buenos Aires las reglas electorales para órganos colegiados son según el cargo que se elige (diputado, senador, concejal, consejero escolar) y la sección electoral, en tanto no todas tienen idéntica participación en los escaños legislativos provinciales y, además, en algunas se eligen diputados y en otras senadores. A esa combinación se le debieron agregar tres variables más, según la cantidad de votos que alcance la minoría (piso electoral y cuánto le corresponde a cada cual según el porcentaje alcanzado); la hipótesis de si quienes encabezan las listas en competencia son o no del mismo género; y cómo resolver la integración de la minoría cuando hay más de una, que puede presentarse como una mayoría y más de una minoría (caso de CABA) o bien como solo minorías sin una mayoría (caso de Tandil).

El problema es sistémico. El recaudo que exige garantizar paridad de género en las listas definitivas, es decir, repetir el binomio mujer-varón (M-V) o varón-mujer (V-M), lleva a que la lista de la o las minorías se “desintegre” para “integrarse” a la lista definitiva. Así, por ejemplo, Ricardo López Murphy y Juan Manazzoni, cabezas de las listas que obtuvieron una gran cantidad de votos para alcanzar los mínimos de representación, quedaban relegados de la listas definitivas y en su lugar irían la mujeres que los secundaban en el orden.

Debe reconocerse que este “sacrificio”, vinculado a la llamada “discriminación inversa”, ha sido justificado desde dos puntos de vista.

En ciencia política se recuerda que la representación corresponde a la lista y no a la persona. De modo tal que la integración de la lista se satisface cualquiera sea el miembro que la represente, ya que todos forman parte de ella. Desde esa perspectiva, resultaría indistinto que la lista minoritaria esté representada por quién la encabeza, por el o la segunda en el orden o por cualquier otra persona que la integre.

Esta posición omite la importancia que tiene el orden de la lista al momento de su conformación, donde nadie diría que cualquier lugar es lo mismo. Prescinde, a su vez, del dato de la realidad que informa que si bien las personas votan a una lista completa, la gran mayoría lo hace en vistas a quién la encabeza, lo que permite sostener, cuanto menos, que quien encabeza no es “uno más”.

También los teóricos jurídicos de las acciones afirmativas han aportado justificaciones al “sacrificio” de unos por sobre otros. (La paridad de género no es exactamente lo mismo que el sistema de cupos, pero en estos aspectos se rige por los mismos principios). Autores como John Rawls o Ronald Dworkin, antes que negar u ocultar el sacrificio, lo aceptan y justifican como tal, esto es, como algo que se hace en vistas de un bien mayor, en el caso, asegurar la proporcional integración entre varones y mujeres en la representación política.

Esta finalidad de igualdad de género es un estándar reconocido en los derechos humanos. El régimen legal vigente, sin embargo, no lo garantiza plenamente en los dos sentidos que puede pensarse. Es decir, como representación de todo género posible y como reflejo o “representación” de la sociedad, en el sentido de respetar la diversidad existente en ella. La igualdad de género que persigue la normativa electoral solo recoge la clasificación binaria mujer/varón, dejando fuera a los demás géneros (LGBTQ+) que formarían parte de la categoría “no binaria” que semanas atrás oficializó el Presidente Alberto Fernández al presentar el nuevo DNI.

En verdad ocurre que es muy difícil obtener una fórmula que asegure una integración matemática o cuanto menos razonablemente equilibrada de todas las variables involucradas. O sea, ponderando entre los diversos géneros, los mínimos de representación, los escaños en juego, la distribución de secciones y unos cuantos etcétera más.

El caso de Rosana Florit representaba una objeción aún mayor. Es cierto que la ley de paridad de género tutela de igual forma a mujeres y a hombres y, en ese sentido, la mujer no tiene mayor prerrogativa que el hombre.

Pero lo cierto es que la norma tuvo origen y se diseñó con el fin de promover una mayor participación de las mujeres, no de los hombres. Se hizo en vistas a incrementar el “cupo femenino” de un tercio (33 %) fijado en los años 90’ (ley nacional N° 24.012 de 1991 y provincial N° 11.733 de 1995) a un medio (50 %), en situación de paridad con los hombres (ley nacional N° 27.412 de 2017 y provincial N° 14.848 de 2016). Si ese ha sido el fin de la norma, la exclusión de Florit era la mayor prueba de autocontradicción.

Proyecto de corrección: transitoriedad y flexibilidad

Los ideal, como utopía, sería que no existan reglas de paridad de género ni cupos electorales.  Pero ello solo puede lograrse una vez que se alcance una razonable igualdad real de oportunidades de participación, lo cual hoy todavía no se aprecia.

Este tipo de cambios llevará años. Las experiencias exitosas no sean bastado únicamente en sancionar reformas legislativas porque ello por sí mismo no cambia la realidad y, a la larga, consolida una situación de estigmatización. Por eso, las medidas legislativas que fijan cupos o mecanismos similares suelen estipularse con un plazo determinado que responda al programa de “política pública de estado” involucrada.

En el interín, una forma probable de solucionar las inconsistencias de la ley sería eliminar el recaudo de “secuencialidad” que se establece tanto a nivel nacional (art. 60 bis, Código Electoral) como provincial (art. 32, Ley N° 5109). En la provincia de Buenos Aires, con la sanción de la Ley N° 14.848 había quedado un vacío que fue corregido por María Eugenia Vidal a través del Decreto N° 266/2019, en el que estableció: “El Principio de paridad de género… se entiende como la conformación de listas integradas por candidatas y candidatos de manera intercalada, en forma alterna y secuencial, en la totalidad de la lista, de modo tal que no haya dos personas continuas del mismo género en una misma lista” (art. 1). 

Suprimir ese requisito según el cual la cabeza de lista condiciona la secuencia (así: V-M-V-M…; o bien: M-V-M-V...) y estipular que la paridad de género se garantice por binomios sin secuencialidad, podría atemperar los conflictos lógicos que se generan en los intentos de integración. Así, por ejemplo, se permitirían las combinaciones V-M-M-V y M-V-V-M, entre otras variantes con flexibilidad dentro de cada par de celdas. La paridad de género estaría garantizada en el binomio prescindiendo del orden. El siguiente cuadro lo grafica:






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1.4.21

¡Cuidado con las plantas!  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 1 de abril de 2021



Entre fines de marzo y principios de abril es cuando florece el cannabis. Es también tiempo en que aparecen los robos a plantas próximas a ser “podadas”.  Distintas publicaciones en redes sociales denuncian esos hechos, que son especialmente dañinos cuando el cultivo sustraído ha sido con fines terapéuticos.



Una de las quejas frecuentes es que, como tener plantas de cannabis es delito, las víctimas no pueden acudir a denunciar esos robos aun cuando suele tratarse del ingreso violento de desconocidos a su vivienda o patio. Esta circunstancia, sostienen, garantiza impunidad de esos robos que siempre quedarán como una “cifra negra” del delito. Ocurre algo similar a lo que sucedía en el aborto clandestino, en tanto la mujer que sufría un inconveniente durante la práctica evitaba acudir a un hospital público, ya que era una suerte de confesión del delito. Prefería silenciarlo aún a riesgo de morir.

Esos argumentos son razonables. Pero no parece ser la solución al problema.

Denunciar no cambia la situación. Ni tampoco previene hechos futuros, que es el objetivo que tiene el derecho penal y el derecho en general. La denuncia no implica que se esclarezca qué ocurrió. Es tan solo iniciar una investigación. ¿Tiene acaso sentido? ¿Tiene sentido sobrecargar todavía más a los fiscales y a la policía?

A su vez, si por ventura se descubriera quién fue: ¿en qué cambia? ¿Se recuperará la planta? ¿Se volvería al pasado, para sentir que nada pasó? Lo que ocurrió, ocurrió. Por eso el derecho, antes que castigar, debe prevenir, porque el castigo como tal no repara el daño.

La explicación es económica

La solución ha de atacar la raíz el problema. El robo de plantas tiene sentido por su valor económico. Nadie roba margaritas o jazmines. Es claro, a su vez, que existe algún tipo de cálculo en quién va a “emprender” un delito. El esfuerzo que supone, los riesgos que corre, tendrán sentido dependiendo en buena medida de cuánto es el botín. Nadie roba por deporte. Por eso es más tentador robar un banco que una despensa.


Las plantas de marihuana tienen un valor de mercado superior a muchas joyas. Parece un ironía pero no lo es. El “rinde” de una planta de cannabis en tierra puede superar el medio millón de pesos. A esa cifra se llega luego de multiplicar la cantidad de “frascos” de flores que da una planta, por el valor de venta (ilegal) de esa medida estándar, que oscila los $ 10.000 o más por unidad.

Esos valores explican el volumen del negocio involucrado y por qué está en expansión. Vale decir, que se trata de un “mercado” atractivo para que ingresen nuevos oferentes y eso, en general, termina acrecentando al narcotráfico como un todo, porque difícilmente las transacciones de quién asume ese “oficio” se reduzca a ofrecer sólo marihuana.

Terminar con el negocio

Los problemas relatados desaparecían desde el mismo momento en que la marihuana dejara de ser ilegal. Se terminaría el negocio. Todo el que quisiera plantar lo haría, con lo cual existiría una sobreoferta que ajustaría el precio hasta valer prácticamente nada. Nadie robaría para consumir ni para vender aquello que consigue sin mayor esfuerzo. Tampoco nadie produciría para vender porque el precio de venta no justificaría el negocio. Con cierta hipérbole, sería como vender agua de la canilla.

Es importante tener en cuenta esto. La producción de cannabis es sencilla. Casi como plantar tomates. El precio que se paga no es porque resulte costoso producirla o porque las semillas sean exóticas o por una restricción natural, como si lo sería, por ejemplo, si estuviéramos en la Antártida.

De allí que el costo de producción representa menos del 1 % del valor final del producto. El otro 99 % está dado por el carácter ilegal.

La decisión de quitarle el carácter ilegal sería fulminante para el narcotráfico. Se terminaría el negocio. Nadie trafica pasto. Y nadie entraría a robar a una casa para llevarse un jazmín.

Posdatas.

Dos posdatas. La primera, que las ideas acerca que el delito es un “cálculo” para el delincuente y que la función del derecho, como “regulador de expectativas”, es desalentar esa “ganancia”, a través de distintos incentivos (premios) y des-incentivos (sanciones), forma parte de una larguísima tradición jurídica que se remonta al padre del utilitarismo, Jeremy Bentham. Estas escuelas tienen alto predicamento en la filosofía anglosajona y han inspirado políticas exitosas en muchos países.

Segunda posdata. Para despenalizar la marihuana no hace falta cambiar la ley de estupefacientes. No hace falta, por tanto, que deba tratarse el asunto en el Congreso Nacional y se dé lugar a otra “grieta” que, como con el aborto, alongue la discusión sin soluciones útiles. La explicación es técnica. La Ley N° 23.737 que criminaliza los “estupefacientes” no dice cuáles son tales porque se trata de un listado esencialmente variable. La lista de qué es y qué no es estupefaciente la hace el Poder Ejecutivo. Es decir, la decisión de despenalizar es del Presidente Alberto Fernández, el profesor de derecho lector de Bentham.

-- Link de la nota: www.eleco.com.ar/opinion/cuidado-con-las-plantas


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11.5.19

El Diario de Tandil

Homenaje al Marx filósofo

EL DIARIO DE TANDIL | 06/08/2018
Este año se cumplieron 200 años del nacimiento de Karl Marx, un filósofo enorme e ineludible, aún para quienes busquen refutarlo. Queremos aquí rendirle homenaje reflexionado sobre su definición de la justicia, que presentaremos de forma comparativa a la noción tradicional de Aristóteles para, finalmente, ponderar una síntesis entre esas dos visiones antagónicas a partir de filósofos de la socialdemocracia, a los que seguimos en sus postulados, como John Rawls.
POR
CRISTIAN SALVI
Muchas de estas cuestiones son abstractas y especulativas. Pero no por ello resultan desconectadas de la realidad: la adopción de un "criterio de justicia" es determinante para definir un modelo de sociedad y, más específicamente, por ejemplo, la política asistencial de un gobierno, un régimen tributario o la legitimidad de un impuesto (piénsese en las retenciones al agro). 
Dos definiciones de la justicia distributiva
En su prolífica obra, Marx se refirió muchas veces a la justicia distributiva. En la mayoría de los casos, cuestionó las teorías tradicionales como "patrañas ideológicas", en fin, como una pura artificialidad que reproducía y legitimaba condiciones de desigualdad. No hay justicia alguna en un régimen injusto. Sin embargo, en un texto clásico, Crítica del programa de Gotha (1891), donde cuestiona las posiciones tradicionales, Marx adopta una fórmula de justicia, la cual concebía, de todos modos, para la "fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo". Define allí su criterio de justicia como "de cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades".
Esto significa que, en una sociedad ideal, para el intercambio y distribución de los bienes, a los individuos se les "pedirá" que aporten según sus capacidades; y se les dará (o "devolverá"), según sus necesidades.
Esa fórmula a simple vista quiebra la equivalencia que es propia de las concepciones tradicionales de la justicia, cuya primera sistematización debemos probablemente a Aristóteles en la Ética a Nicómaco (349 a.C.). Fue Ulpiano, uno de los mayores juristas romanos, quien, siguiendo aquél criterio, formuló la más conocida definición de la justicia, como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo.
Las dos tesis lucen antagónicas, específicamente en cuanto al alcance del "dar al otro", pensando, por caso, desde la sociedad -representada en el Estado como "agente de distribución"- hacia los individuos. Es muy diferente ese dar al otro, postulando que debe hacérselo "según su necesidad" o según la regla "a cada uno lo suyo".
Tomemos un ejemplo entre decenas. Una persona llega a la vejez sin aportes previsionales: ¿debe otorgársele una jubilación? Si adoptamos la regla "a cada uno lo suyo", como no aportó al régimen previsional durante su vida laboral, sostendremos que no debe percibir jubilación. Si, en cambio, aceptamos la postura de la distribución "según su necesidad", corresponde que a esa persona -que tiene una necesidad propia de la vejez, donde ya no puede trabajar y producir con la vitalidad de la juventud- se le brinde una asistencia estatal sin contraprestación.
El triunfo cultural de Marx
Todas las democracias occidentales han institucionalizado en más o en menos criterios que distribuyen "según su necesidad". En Argentina, buena parte del régimen de la seguridad social se funda en ese principio, como de igual modo remiten a ese criterio la existencia de educación y salud pública gratuitas y la enorme cantidad de programas sociales que tienen todos los gobiernos, cualquiera sea el signo político al que pertenezcan.
Allí radica, desde nuestro punto de vista, el triunfo cultural de Marx en occidente. Si bien fracasó el modelo comunista inspirado en su doctrina, como el que se discutió en la Guerra Fría, los criterios distributivos que difundió -junto a otros pensadores contemporáneos a él, como Proudhon- han quedado incorporados para siempre en nuestros sistemas políticos y económicos.
Ello es así al punto que el estado gendarme, que podría ser el arquetipo antitético de la distribución "según su necesidad", ya no existe ni siquiera en los Estados Unidos, que es seguramente el país occidental más reacio al "distribucionismo".  De ese país, justamente, proviene el mayor teórico de la socialdemocracia, el filósofo del derecho John Rawls con su Teoría de la Justicia de 1971, que ha servido de inspiración a todo el arco de la izquierda democrática y a los liberals anglosajones a favor de mitigar los adversos efectos sociales del capitalismo.
Hay muchos estudios que trazan semejanzas y diferencias entre los postulados de Rawls y Marx. Lo que es claro, sí, es que la obra de Rawls es para muchos la forma de salvar el capitalismo de la crítica marxista introduciendo -sin salir del modelo- criterios de distribución, en los cuales, mediante el llamado "principio de diferencia", se acepta la desigualdad en la distribución de "los bienes sociales primarios" pero bajo la condición de que esa "distribución desigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados". Ejemplo: acepto que algunos ganen más que otros, pero a condición que paguen impuestos suficientes para que esa ganancia de más, redunde en favor de los que menos tienen. Típica redistribución de la riqueza.
La existencia de ese tipo de postulados, aún dentro del capitalismo, que resulta así atenuado en sus efectos negativos, no hubiera existido sin el "golpe" que a ese régimen económico le significó la obra de Marx y las consecuentes revoluciones sociales del siglo XIX. Por eso Marx, como pocos filósofos, logró cambiar la historia.

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1.5.19

El Eco de Tandil

El derecho no asegura verdad ni justicia  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 2 de mayo de 2019



Días atrás El Eco de Tandil publicó una noticia sobre un informe crítico de miembros del Ministerio Público acerca de la implementación del juicio por jurados que en definitiva cuestionaba a ese modelo de enjuiciamiento.

Nuestro objetivo en este artículo es contribuir a ese debate y discutir las (falsas) creencias de que el juicio —sea de jurados o de jueces técnicos— permite realizar la “verdad” y la “justicia”.



La verdad y la justicia son seguramente los dos conceptos que más discusión han suscitado desde el origen de la humanidad. Son también dos “nobles ideales” que paradójicamente han justificado guerras y matanzas. En nombre de la verdad y de la justicia se han cometido los más grandes crímenes de la historia.
Según se publicó en la citada nota, el informe sostiene que “el juicio por jurados es una ficción en la que ya no importa la verdad”. Es probable, sin embargo, que esa calificación le corresponda a todo juicio —y no sólo al juicio por jurados— y hasta al derecho en su totalidad.
Los procesos judiciales son una convención social para resolver conflictos. Cada sociedad histórica ha tenido sus propias reglas para dirimir disputas entre sus miembros y fijar criterios de una verdad convencional, como explicó Michel Foucault en “La verdad y las formas jurídicas”, cuyo título ya da cuenta de su tesis.
Son las prácticas sociales y, al fin, la cultura misma, lo que crea la verdad que el derecho cristaliza mediante formas jurídicas. Más aún: nuestro actual sistema de enjuiciamiento, sustentado todavía en la prueba testimonial, en un par de décadas desaparecerá tal cual lo conocemos a raíz de las objeciones que las neurociencias hacen al valor del testimonio como medio para reconstruir un hecho histórico.
Desde esa perspectiva, no resulta para nada anómala la situación que describe el informe según la cual en el jurado “la prueba se considera intuitivamente”. También la neurociencia ha demostrado —en contra de uno de los grandes mitos de la modernidad occidental, originado quizá en la filosofía de René Descartes— que prácticamente todas nuestras percepciones, interpretaciones del mundo y decisiones, obedecen a causas emocionales y no a operaciones racionales.
Nietzsche fue un adelantado al escribir hace más de un siglo que no existen los hechos sino sólo las interpretaciones. En ese sentido, el juicio del derecho es en cierta forma un ejercicio escénico, retórico y hasta de manipulación de las partes para persuadir a los que tienen el poder de decisión —jueces o jurado— que la versión propia de los hechos es “la” verdad, en contra de la versión que propicia el adversario. Cuando el que juzga opta por una de las dos versiones normalmente antagónicas, “crea” una verdad jurídica que no necesariamente se corresponde con la verdad real. El armazón para esa ficción es lo que se conoce como “cosa juzgada”.
La verdadera función del derecho es contribuir a la solución pacífica de los conflictos más no alcanzar la verdad o hacer justicia, como afirma cierto idealismo iluso. Ello es así porque ambos conceptos tienen componentes metafísicos y son por tanto inalcanzables para el ser humano. Ni siquiera podríamos responder en un todo de acuerdo qué es la verdad —hasta Jesucristo se lo preguntó al someterse al juicio de Poncio Pilatos— o la justicia, pues si bien existen definiciones teóricas más o menos aceptadas, no ocurre lo mismo cuando se quiere “conectar” esas formulaciones con la realidad, vale decir, cuando se debe predicar sobre si algo ocurrido en el pasado es o no verdad o si una decisión adoptada es o no justa.
En el jurado, a través de doce personas elegidas al azar, el pueblo ejerce democráticamente uno de los tres poderes del estado. El pronunciamiento del jurado es una decisión soberana del pueblo que juzga y sobre las decisiones soberanas no es posible predicar con criterios de verdad. De igual modo que no existe, por caso, una verdad en el voto, cuando el pueblo vota en una elección o en un plebiscito, tampoco existe una verdad en el veredicto.
El autor es abogado y profesor. Ha cursado posgrados de Especialización en Derecho Penal y Maestría en Derecho Procesal. Coordina el Instituto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal del Colegio de Abogados de Azul.

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