7.2.10

Democracia joven

El Estado apropiador debe quebrar

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 7 de febrero de 2010

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Sólo en un país marginal puede considerarse de alta gama un coche de poco más de US$ 15.000, tal como hace la nueva disposición de ARBA para discriminar los vehículos que pueden ser secuestrados ante la morosidad en el pago de patentes. A la persona que tiene un auto de ese valor se lo considera poseedor de un lujo a punto que si no paga se lo presume un evasor pudiente al que el Estado justiciero privará de ese lujo burgués en un acto más de la aspiradora fiscal que no da tregua.

La verdad es que la provincia de Buenos Aires hace años está fundida y no hace otra cosa que procurar cobrar más para prolongar su agonía. Las propias autoridades económicas de la provincia calculan un déficit fiscal de alrededor de $ 5.500 millones para 2010, mientras que los más pesimistas prevén números que casi triplican esa cifra.

El verdadero problema es el gasto.
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Es necesario desterrar algunos mitos. El primero es que el déficit obedece exclusivamente a la discriminación sufrida por coparticipación federal. Recordemos que en un sistema federal conviven dos grandes jurisdicciones tributarias: la Nación y las provincias. En los modelos puramente federales —como Estados Unidos— el grueso lo recaudan los estados federados en su propio territorio y, en su caso, aportan para costear al Estado central. En Argentina, por el contrario, la Nación siempre percibió el mayor volumen de recaudación para luego distribuir una porción entre las provincias. Esa proporción en los últimos años se alteró sustancialmente porque la mayor fuente de ingreso de la Nación proviene de “recursos no coparticipables”, es decir, se trata de recursos que no deben girarse a las provincias aun cuando la riqueza gravada por esos tributos se produzca en sus territorios (como sucede con las retenciones de productos agropecuarios).

De manera tal que la porción coparticipable es inferior a la histórica. A su vez hay otro problema que afecta a las provincias más grandes, empezando por Buenos Aires: aportan más recursos que los que reciben por coparticipación. Y eso no puede modificarse porque la Constitución dispone que la sanción de un nuevo régimen de coparticipación debe contar con el acuerdo de todas las provincias, con lo cual se descarta que las beneficiadas con el actual sistema adhieran a su sustitución.

Pero el problema de Buenos Aires no encuentra su única explicación en esa discriminación coparticipativa. Desde la salida de la convertibilidad el presupuesto de la provincia se ha sextuplicado, pasando de $ 9.345.544.994 en 2002 a $ 65.860.460.163 en 2010. El déficit, en vez de reducirse, aumentó, lo que muestra que el gasto público subió más de seis veces.

Cuando cualquier agente económico (sea un estado, una empresa o una familia) se encuentra con que gasta más de lo que le ingresa, tiene dos soluciones para equilibrarse: aumenta los ingresos o reduce el gasto. Buenos Aires y prácticamente todas las provincias argentinas padecen un histórico desequilibrio fiscal que sólo intentó corregirse atendiendo a la cuenta de ingresos, ya sea denunciando que reciben poco por coparticipación, tomando créditos, emitiendo cuasimonedas o, en lo más común, creando y aumentado tributos, es decir, quitándole recursos a los particulares. La pregunta es si alguna vez la estrategia se dirigirá a achicar el gasto, máxime que la historia reciente da cuenta que estas provincias tal cual marchan resultan inviables a punto de que ni aun sextuplicando los ingresos pueden paliar el desequilibrio, como es el caso de Buenos Aires.

Otro mito a desterrar es que en Argentina se pagan pocos impuestos. Es mentira: la presión tributaria Argentina es de las más altas de la región asemejándose a la de los países desarrollados. En el caso de las clases más bajas tributan casi de la mitad de lo que ganan (piénsese nomás que los más pobres consumen todo su ingreso, o sea que desde el vamos tiene una carga del 21 % del IVA).

Es cierto que la evasión es alta y que ello genera más presión entre los que pagan afectando la competitividad. Sin embargo, es una muestra más de la ineficiencia estatal que en vez de procurar perseguir a los peces gordos —no a los que tienen un auto de US$ 15.000— prefiere seguir pescando en una pecera. Además, sabido es que a más impuestos y carga fiscal, mayor será la evasión, pues ésta en algún grado deviene en una suerte de legítima defensa contra la exacción, la única forma de sobrevivir a la voracidad estatal.

Solo quedan soluciones de raíz

Lo peor es que el Estado no devuelve en equivalencia a lo que percibe: cobra tributos como en Europa pero da servicios al más bajo nivel de Sudamérica.

Esa defraudación estatal atraviesa todos los sectores sociales. Los más pudientes pagan impuestos y, sin embargo, para recibir los tres servicios mínimos que se esperan del Estado (educación, salud y seguridad) deben contratar prestaciones privadas (colegios privados, prepagas y sistemas de protección tales como seguridad privada, alarmas, seguros), o sea, pagar dos veces por lo mismo. Los más pobres —a los que se les cobra IVA por un paquete de arroz— aportan a un presupuesto que en la “progresista” era de los Kirchner subsidia a empresas con miles de millones de dólares, de forma tal que por ejemplo los que no tienen auto o jamás volaron en avión pagan impuestos que luego servirán para subvencionar el precio de los peajes o mantener la Aerolínea estatal que pierde millones de pesos diarios y fue adquirida con un pasivo que oscilaba los mil millones de dólares.

En el actual escenario no se avizoran verdaderas soluciones: asintiendo a la suba de impuestos se convalida la apropiación. Quizá haya que optar por una radicalidad y esperar que la provincia de Buenos Aires quiebre definitivamente acelerando su actual agonía. O sea, no pagar más nada y aguardar a que termine de quebrar y así rediseñar todo de una vez de forma que seamos los ciudadanos quienes digamos cuánto queremos pagar y qué destino asignarle a nuestro dinero..
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