7.2.10

Democracia joven

Signos de civilización y barbarie

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 24 de enero de 2010

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Como Uruguay meses atrás, Chile ha dado muestras de su arribo al desarrollo político en un sendero a esta altura “transgubernamental” que, de continuar como hasta ahora, también le arrimará al desarrollo económico en pocos años.

Amén de los logros de fondo de la democracia chilena, tanto institucionales como económicos, nomás resultan indicios de ese “buen clima” la concordia expresada por sus actores políticos y la valoración social que conservan sus mandatarios al finalizar la gestión (en el caso de Michel Bachelet, como Lula en Brasil y Tabaré Vázquez en Uruguay, más del 80 por ciento de aceptación). El dialogo posteleccionario entre la presidenta en ejercicio y el presidente electo, lejos de ser una anécdota, resume lo que decimos: Bachelet felicitó al elegido por los votantes aun cuando apoyó explícitamente al vencido Eduardo Frei; Sebastián Piñera, por su parte, no ahorró elogios a la gestión en curso pidiéndole a la presidenta que lo ayude y aconseje porque su experiencia de gobierno es un valor a capitalizar. ¿Cuándo se vio algo parecido en Argentina, donde cada presidente pretende refundar el país, descartando todo lo anterior, aquello que Ortega llamaba “adanismo político”?

De la misma forma, cualquier observador internacional puede captar el escenario político argentino con solo oír al Jefe de Gabinete de ministros —el funcionario más importante de la Administración después del Presidente— ilustrándonos con sus adjetivaciones soeces, como así también pedidos de renuncia y de juicio político que se cruzan entre oficialistas y opositores, acusaciones e insultos de toda especie, funcionarios que negocian desde el apriete, todo en una guerra sin descanso que desde el oficialismo se ejerce a través de las agencias estatales degradadas a meros instrumentos del poder (como el Consejo de la Magistratura, la AFIP, la ONCAA o la Policía Federal, según el enemigo de turno)..
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Un año atrás veíamos a Barack Obama comenzar su discurso de asunción agradeciéndole a George Bush “los servicios prestados a la Nación” a pesar de las severísimas críticas que hizo a la Administración saliente durante la campaña. Pero reconocía que fue votado dos veces por los propios estadounidenses que lo eligieron a él y eso lo hacía digno de respeto. En aquel momento, atinadamente Pepe Eliaschev contrastaba esa conducta con la del entonces presidente Néstor Kirchner tocándose el testículo izquierdo en el recinto del Senado de la Nación mientras Carlos Menem prestaba el juramento de asunción como senador por La Rioja.

Un buen termómetro para medir como funciona la política de un país es ver que es de los presidentes tras el fin de sus mandatos. En Argentina, prácticamente todos los presidentes desde 1930 terminaron mal, buena parte de ellos, además, desfilando por los tribunales para defenderse del “juicio de residencia”. Tomemos los casos desde la vuelta de la democracia. Raúl Alfonsín fue —con justicia— merecedor de honores en su sepelio pero hasta no hace mucho su imagen era muy negativa al recordarse que debió abandonar el gobierno seis meses antes de su finalización en medio de una inflación de cuatro dígitos y demás adversidades económicas que fue incapaz de controlar. A su vez, siempre se le objetó el veto interno ejercido en la UCR que, junto otros factores, contribuyó a la falta de renovación que tornó ruinoso a ese partido centenario. Menem, por su parte, hizo de su primer periodo, quizá, el mejor de toda la democracia; luego apostó a la reelección y, aunque con menos brillo, lo atravesó airoso logrando entregar el poder a su sucesor sin anomalías. Pero tras ello, él y sus funcionarios debieron enfrentar decenas de juicios por corrupción. Y en lo estrictamente político su ambición lo llevó a que, de ser el presidente que más años consecutivos gobernó en nuestra historia (sólo Roca gobernó más tiempo, pero con intervalos), su carrera culminara con un cómodo tercer puesto en el fallido intento por ser nuevamente gobernador de La Rioja en 2007.

Lo de De la Rúa bien se conoce: renuncia forzosa y luego procesamiento por la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001 y por el presunto pago de coimas a senadores para la reforma laboral. Al matrimonio Kirchner no les irá mejor. En 2011 es más que probable que deban dejar el poder sin que nadie del oficialismo retenga la Presidencia y, de ser así, va de suyo serán enjuiciados sin la complacencia mostrada por Oyarbide y el fiscal de la causa que terminó con un sobreseimiento de la imputación por enriquecimiento ilícito. La excelente investigación de Luís Majul en su libro “El Dueño” da cuenta con una precisión inmejorable que el kirchenerismo y todo su entorno es una tremenda horda de corrupción como quizá jamás se haya visto en nuestra historia de por si ya plagada de saqueos al patrimonio público.

Cierto es que no somos el único país con ese contexto inestable y hostil pero de nada sirve consolarnos con lo que puede acontecer en los países mas rezagados de Latinoamérica. Sin que haga falta mirar a Estados Unidos o Europa, alcanza con pensar si Menem, De la Rúa, Duhalde o los Kirchner tienen la misma consideración de los argentinos que los chilenos por Frei, Lagos o Bachelet, los uruguayos por Sanguinetti o Tabaré Vázquez, o los brasileros por Cardoso o Lula. Es tan vasta nuestra decadencia que nos hemos acostumbrado a que prácticamente todo mandatario y sus funcionarios terminen sometidos a juicios por corrupción y al borde de la prisión. Más, lo deseamos. ¿Es eso acaso “normal”? Si se lo toma como un remedio resulta razonable aguardar a que la Justicia condene a los corruptos. Pero no puede ello hace olvidar qué hay tras esos remedios por cierto meramente paliativos: un país enfermo de corrupción del que difícilmente nos curemos alguna vez y respecto al cual muy pocos pueden tirar la primera piedra..
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