21.2.10

Democracia joven

Carrió y Cobos, honestidad y oportunismo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 21 de febrero de 2010

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Elisa Carrió advirtió en duros términos que dejará de ser parte de la concertación que integra junto al radicalismo y el socialismo, si el Acuerdo Cívico y Social decide llevar como candidato presidencial al actual vicepresidente de la Nación Julio Cobos.

Una de las lecturas posibles de la advertencia de Carrió es que ella procura evitar enfrentarse con Cobos en elecciones internas del mismo espacio vaticinando una probable derrota que, conforme a la nueva ley electoral, le impediría presentarse en los comicios generales aun por fuera de la concertación. Tachando a Cobos elimina a su máximo oponente interno.

De esa forma en el Acuerdo Cívico y Social no quedaría otra figura que pueda disputarle a ella la candidatura máxima para 2011. Entre los radicales hay grandes cuadros legislativos (Sanz, Morales, Aguad, Gil Lavedra, Ricardo Alfonsín, entre otros) pero ninguno tiene experiencia ejecutiva —cierto que Carrió tampoco— ni la proyección nacional que exige una candidatura presidencial. Esa misma falta de conocimiento masivo padece el gobernador santafesino Hermes Binner, quien también integra el Acuerdo Cívico a través del Partido Socialista.

Por el contrario, Cobos tiene amplísimo conocimiento entre los votantes, una alta imagen positiva y experiencia de gestión adquirida primero como decano de la Facultad de Ingeniería de su ciudad y luego como gobernador de Mendoza. Las dos primeras características positivas, vale aclarar, obedecen exclusivamente a su voto “no positivo” en la 125. Antes tenía una bajísima tasa de conocimiento aun siendo vicepresidente de la Nación.

Frente a esta lectura existe otra que atribuye la posición de Carrió no a un cálculo electoralista sino a dos valores bien antitéticos a la especulación, como son la coherencia y la honestidad intelectual. Desde esa óptica, el especulador es Julio Cobos, quien juega a dos puntas en tanto, por un lado, es el vicepresidente de la Nación, o sea, parte del Gobierno Nacional y sustituto natural de Cristina Kirchner; mientras que, al mismo tiempo, se presenta como líder opositor con pretensión de disputarle a uno de los Kirchner las elecciones presidenciales del año próximo..
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Cobos fundamenta esa híbrida posición en su interés de “preservar la institucionalidad” evitando repetir el gran error (o cobardía) de Chacho Álvarez que con su alejamiento agravó la debilidad de De la Rúa a la vez que su vacancia fue ocasión del caos sucesorio ocurrido tras la acefalia presidencial de fines de 2001.

Quienes ven en Cobos un especulador, encuentran sin embargo un claro motivo por el cual mantiene ese doble carácter de oficialista y opositor: de renunciar perdería la perfecta ventaja que le da la vicepresidencia para “permanecer” como presidenciable. Esa perfecta ventaja es la siguiente: una alta exposición con considerable capacidad decisoria habida cuenta la minoría oficialista en el Senado que a su vez —y he aquí la singularidad— no le produce costo alguno sencillamente porque su carácter de opositor le exime del desgaste de la gestión.

Esa condición le asegura una ventaja no solamente sobre Carrió o los Kirchner sino prácticamente respecto de cualquier otro candidato. Piénsese por ejemplo el enorme desgaste que está sufriendo Mauricio Macri a causa de las adversidades propias del gobernar, obedezcan ellas a errores propios e imputables (por ejemplo las idas y vueltas con la Policía Metropolitana) o a eventos más o menos fortuitos como las inundaciones provocadas por los diluvios de estos días.

Discípulo de Scioli

El fenómeno de Cobos desnuda una ambivalencia social francamente indescifrable pero que de seguro —y mal que nos pese— echa por tierra la tesis del “elector racional” para explicar la dinámica democrática. Para ganarse el favor social el antes ignoto Julio Cobos sólo necesitó del “voto no positivo”. Desde ahí sólo aportó balbuceos sobre tal o cual tema y muy poco más. El solo hecho de ir en la misma dirección que la “opinión pública” (algo que nunca se sabe bien que es) le da viento de cola y con eso parece ser suficiente.

Carrió, en cambio, ha actuado de forma “contracíclica”. Cuando la inmensísima mayoría de los argentinos (alrededor del 80 %) veía en los Kirchner poco menos que estadistas, Carrió en soledad advertía sobre la matriz corrupta del kirchenerismo. Se la acusaba de “denunciar”, de “ver fantasmas”, de intransigente, calificación que sufrió incluso cuando decidió no participar del dialogo post-eleccionario convocado por el Gobierno del que luego se comprobó era una mera estrategia dilatoria para recuperarse tras la caída y diseñar los embates del segundo semestre del año pasado (estatización del fútbol, superpoderes, Ley de Medios).

Hoy se puede decir que todo lo que dijo Carrió era cierto: los vicios que se señalan del kirchenerismo ya existían en 2003 cuando llegaron a la presidencia e incluso en 1987, cuando Néstor Kirchner asumió su primer cargo público como intendente de Río Gallegos. En cambio, Cobos y tantos otros que abandonaron el oficialismo en su declive dan a entender que recién se anoticiaron de los males del kirchenerismo desde mediados de 2008. Nadie puede creerles.

Carrió no especula. Ir contra el “oleaje” lejos está de ser una postura especuladora. Está claro que en una sociedad hipócrita que en los 90’ toleró la corrupción menemista a cambio de la convertibilidad y en los 2000’ hizo lo propio con el kirchenerismo, es mejor surfear en la cresta de la opinión pública que intentar contradecirla. Que otra cosa sino puede explicar el éxito político de Cobos o de Scioli, por citar dos casos paradigmáticos. Lo de Scioli es antológico: con su discurso acomodaticio y contestando a todo con evasivas tales como “hay que tener esperanza”, siempre sale ileso, a punto que en su penúltima edición la Revista Noticias dejó atrás toda solemnidad y directamente le preguntó al gobernador bonaerense si su estrategia era “hacerse el boludo para pasarla bien”. Lo mismo cabría preguntarle a Cobos..
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7.2.10

Democracia joven

El Estado apropiador debe quebrar

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 7 de febrero de 2010

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Sólo en un país marginal puede considerarse de alta gama un coche de poco más de US$ 15.000, tal como hace la nueva disposición de ARBA para discriminar los vehículos que pueden ser secuestrados ante la morosidad en el pago de patentes. A la persona que tiene un auto de ese valor se lo considera poseedor de un lujo a punto que si no paga se lo presume un evasor pudiente al que el Estado justiciero privará de ese lujo burgués en un acto más de la aspiradora fiscal que no da tregua.

La verdad es que la provincia de Buenos Aires hace años está fundida y no hace otra cosa que procurar cobrar más para prolongar su agonía. Las propias autoridades económicas de la provincia calculan un déficit fiscal de alrededor de $ 5.500 millones para 2010, mientras que los más pesimistas prevén números que casi triplican esa cifra.

El verdadero problema es el gasto.
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Es necesario desterrar algunos mitos. El primero es que el déficit obedece exclusivamente a la discriminación sufrida por coparticipación federal. Recordemos que en un sistema federal conviven dos grandes jurisdicciones tributarias: la Nación y las provincias. En los modelos puramente federales —como Estados Unidos— el grueso lo recaudan los estados federados en su propio territorio y, en su caso, aportan para costear al Estado central. En Argentina, por el contrario, la Nación siempre percibió el mayor volumen de recaudación para luego distribuir una porción entre las provincias. Esa proporción en los últimos años se alteró sustancialmente porque la mayor fuente de ingreso de la Nación proviene de “recursos no coparticipables”, es decir, se trata de recursos que no deben girarse a las provincias aun cuando la riqueza gravada por esos tributos se produzca en sus territorios (como sucede con las retenciones de productos agropecuarios).

De manera tal que la porción coparticipable es inferior a la histórica. A su vez hay otro problema que afecta a las provincias más grandes, empezando por Buenos Aires: aportan más recursos que los que reciben por coparticipación. Y eso no puede modificarse porque la Constitución dispone que la sanción de un nuevo régimen de coparticipación debe contar con el acuerdo de todas las provincias, con lo cual se descarta que las beneficiadas con el actual sistema adhieran a su sustitución.

Pero el problema de Buenos Aires no encuentra su única explicación en esa discriminación coparticipativa. Desde la salida de la convertibilidad el presupuesto de la provincia se ha sextuplicado, pasando de $ 9.345.544.994 en 2002 a $ 65.860.460.163 en 2010. El déficit, en vez de reducirse, aumentó, lo que muestra que el gasto público subió más de seis veces.

Cuando cualquier agente económico (sea un estado, una empresa o una familia) se encuentra con que gasta más de lo que le ingresa, tiene dos soluciones para equilibrarse: aumenta los ingresos o reduce el gasto. Buenos Aires y prácticamente todas las provincias argentinas padecen un histórico desequilibrio fiscal que sólo intentó corregirse atendiendo a la cuenta de ingresos, ya sea denunciando que reciben poco por coparticipación, tomando créditos, emitiendo cuasimonedas o, en lo más común, creando y aumentado tributos, es decir, quitándole recursos a los particulares. La pregunta es si alguna vez la estrategia se dirigirá a achicar el gasto, máxime que la historia reciente da cuenta que estas provincias tal cual marchan resultan inviables a punto de que ni aun sextuplicando los ingresos pueden paliar el desequilibrio, como es el caso de Buenos Aires.

Otro mito a desterrar es que en Argentina se pagan pocos impuestos. Es mentira: la presión tributaria Argentina es de las más altas de la región asemejándose a la de los países desarrollados. En el caso de las clases más bajas tributan casi de la mitad de lo que ganan (piénsese nomás que los más pobres consumen todo su ingreso, o sea que desde el vamos tiene una carga del 21 % del IVA).

Es cierto que la evasión es alta y que ello genera más presión entre los que pagan afectando la competitividad. Sin embargo, es una muestra más de la ineficiencia estatal que en vez de procurar perseguir a los peces gordos —no a los que tienen un auto de US$ 15.000— prefiere seguir pescando en una pecera. Además, sabido es que a más impuestos y carga fiscal, mayor será la evasión, pues ésta en algún grado deviene en una suerte de legítima defensa contra la exacción, la única forma de sobrevivir a la voracidad estatal.

Solo quedan soluciones de raíz

Lo peor es que el Estado no devuelve en equivalencia a lo que percibe: cobra tributos como en Europa pero da servicios al más bajo nivel de Sudamérica.

Esa defraudación estatal atraviesa todos los sectores sociales. Los más pudientes pagan impuestos y, sin embargo, para recibir los tres servicios mínimos que se esperan del Estado (educación, salud y seguridad) deben contratar prestaciones privadas (colegios privados, prepagas y sistemas de protección tales como seguridad privada, alarmas, seguros), o sea, pagar dos veces por lo mismo. Los más pobres —a los que se les cobra IVA por un paquete de arroz— aportan a un presupuesto que en la “progresista” era de los Kirchner subsidia a empresas con miles de millones de dólares, de forma tal que por ejemplo los que no tienen auto o jamás volaron en avión pagan impuestos que luego servirán para subvencionar el precio de los peajes o mantener la Aerolínea estatal que pierde millones de pesos diarios y fue adquirida con un pasivo que oscilaba los mil millones de dólares.

En el actual escenario no se avizoran verdaderas soluciones: asintiendo a la suba de impuestos se convalida la apropiación. Quizá haya que optar por una radicalidad y esperar que la provincia de Buenos Aires quiebre definitivamente acelerando su actual agonía. O sea, no pagar más nada y aguardar a que termine de quebrar y así rediseñar todo de una vez de forma que seamos los ciudadanos quienes digamos cuánto queremos pagar y qué destino asignarle a nuestro dinero..
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Democracia joven

Signos de civilización y barbarie

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 24 de enero de 2010

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Como Uruguay meses atrás, Chile ha dado muestras de su arribo al desarrollo político en un sendero a esta altura “transgubernamental” que, de continuar como hasta ahora, también le arrimará al desarrollo económico en pocos años.

Amén de los logros de fondo de la democracia chilena, tanto institucionales como económicos, nomás resultan indicios de ese “buen clima” la concordia expresada por sus actores políticos y la valoración social que conservan sus mandatarios al finalizar la gestión (en el caso de Michel Bachelet, como Lula en Brasil y Tabaré Vázquez en Uruguay, más del 80 por ciento de aceptación). El dialogo posteleccionario entre la presidenta en ejercicio y el presidente electo, lejos de ser una anécdota, resume lo que decimos: Bachelet felicitó al elegido por los votantes aun cuando apoyó explícitamente al vencido Eduardo Frei; Sebastián Piñera, por su parte, no ahorró elogios a la gestión en curso pidiéndole a la presidenta que lo ayude y aconseje porque su experiencia de gobierno es un valor a capitalizar. ¿Cuándo se vio algo parecido en Argentina, donde cada presidente pretende refundar el país, descartando todo lo anterior, aquello que Ortega llamaba “adanismo político”?

De la misma forma, cualquier observador internacional puede captar el escenario político argentino con solo oír al Jefe de Gabinete de ministros —el funcionario más importante de la Administración después del Presidente— ilustrándonos con sus adjetivaciones soeces, como así también pedidos de renuncia y de juicio político que se cruzan entre oficialistas y opositores, acusaciones e insultos de toda especie, funcionarios que negocian desde el apriete, todo en una guerra sin descanso que desde el oficialismo se ejerce a través de las agencias estatales degradadas a meros instrumentos del poder (como el Consejo de la Magistratura, la AFIP, la ONCAA o la Policía Federal, según el enemigo de turno)..
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Un año atrás veíamos a Barack Obama comenzar su discurso de asunción agradeciéndole a George Bush “los servicios prestados a la Nación” a pesar de las severísimas críticas que hizo a la Administración saliente durante la campaña. Pero reconocía que fue votado dos veces por los propios estadounidenses que lo eligieron a él y eso lo hacía digno de respeto. En aquel momento, atinadamente Pepe Eliaschev contrastaba esa conducta con la del entonces presidente Néstor Kirchner tocándose el testículo izquierdo en el recinto del Senado de la Nación mientras Carlos Menem prestaba el juramento de asunción como senador por La Rioja.

Un buen termómetro para medir como funciona la política de un país es ver que es de los presidentes tras el fin de sus mandatos. En Argentina, prácticamente todos los presidentes desde 1930 terminaron mal, buena parte de ellos, además, desfilando por los tribunales para defenderse del “juicio de residencia”. Tomemos los casos desde la vuelta de la democracia. Raúl Alfonsín fue —con justicia— merecedor de honores en su sepelio pero hasta no hace mucho su imagen era muy negativa al recordarse que debió abandonar el gobierno seis meses antes de su finalización en medio de una inflación de cuatro dígitos y demás adversidades económicas que fue incapaz de controlar. A su vez, siempre se le objetó el veto interno ejercido en la UCR que, junto otros factores, contribuyó a la falta de renovación que tornó ruinoso a ese partido centenario. Menem, por su parte, hizo de su primer periodo, quizá, el mejor de toda la democracia; luego apostó a la reelección y, aunque con menos brillo, lo atravesó airoso logrando entregar el poder a su sucesor sin anomalías. Pero tras ello, él y sus funcionarios debieron enfrentar decenas de juicios por corrupción. Y en lo estrictamente político su ambición lo llevó a que, de ser el presidente que más años consecutivos gobernó en nuestra historia (sólo Roca gobernó más tiempo, pero con intervalos), su carrera culminara con un cómodo tercer puesto en el fallido intento por ser nuevamente gobernador de La Rioja en 2007.

Lo de De la Rúa bien se conoce: renuncia forzosa y luego procesamiento por la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001 y por el presunto pago de coimas a senadores para la reforma laboral. Al matrimonio Kirchner no les irá mejor. En 2011 es más que probable que deban dejar el poder sin que nadie del oficialismo retenga la Presidencia y, de ser así, va de suyo serán enjuiciados sin la complacencia mostrada por Oyarbide y el fiscal de la causa que terminó con un sobreseimiento de la imputación por enriquecimiento ilícito. La excelente investigación de Luís Majul en su libro “El Dueño” da cuenta con una precisión inmejorable que el kirchenerismo y todo su entorno es una tremenda horda de corrupción como quizá jamás se haya visto en nuestra historia de por si ya plagada de saqueos al patrimonio público.

Cierto es que no somos el único país con ese contexto inestable y hostil pero de nada sirve consolarnos con lo que puede acontecer en los países mas rezagados de Latinoamérica. Sin que haga falta mirar a Estados Unidos o Europa, alcanza con pensar si Menem, De la Rúa, Duhalde o los Kirchner tienen la misma consideración de los argentinos que los chilenos por Frei, Lagos o Bachelet, los uruguayos por Sanguinetti o Tabaré Vázquez, o los brasileros por Cardoso o Lula. Es tan vasta nuestra decadencia que nos hemos acostumbrado a que prácticamente todo mandatario y sus funcionarios terminen sometidos a juicios por corrupción y al borde de la prisión. Más, lo deseamos. ¿Es eso acaso “normal”? Si se lo toma como un remedio resulta razonable aguardar a que la Justicia condene a los corruptos. Pero no puede ello hace olvidar qué hay tras esos remedios por cierto meramente paliativos: un país enfermo de corrupción del que difícilmente nos curemos alguna vez y respecto al cual muy pocos pueden tirar la primera piedra..
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