Por qué Cristina no debe renunciar CRISTIAN SALVI El Eco de Tandil, 27 de diciembre de 2009 Entre sus pronósticos para 2010, el semanario británico “The Economist” consideró que la presidenta argentina “está en peligro de perder su empleo antes de que finalice su mandato en 2011” porque “la oposición controla el Congreso y declina la lealtad” hacia ellos. Lo dicho por la prestigiosa publicación inglesa no deja de ser una conjetura entre tantas. El único riesgo ante los pronósticos de ese tenor es la provocación del fenómeno que en sociología se conoce como “profecía autocumplida”, o sea, que el propio vaticinio, originariamente improbable, por su difusión engendre un nuevo comportamiento social que cause el resultado pronosticado, como sucede, por ejemplo, en las corridas bancarias tras un rumor de insolvencia de un banco, arribándose a ese resultado sólo porque, bajo esa creencia, todos sus clientes concurren de forma simultanea e intempestiva a retirar sus depósitos. En Argentina es común que la efectividad de una gestión gubernamental se asocie a la “fortaleza” del presidente, entendiendo por tal un líder con predominio absoluto sobre el resto de los estamentos de poder. De allí que suela considerarse “débil” al presidente limitado por el Congreso y el Poder Judicial e incluso que algunos entiendan que el presidente débil no tiene otro destino que irse antes para que de una nueva elección surja un reemplazante “fuerte” con amplio aval. Esa falsa creencia que puede suscitar la profecía autocumplida al enraizarse en la sociedad, hoy tiene a los Kirchner como sus principales promotores, pero en rigor ha sido una constante histórica de nuestro país que en buena forma explica su corriente discontinuidad institucional. Con la Constitución en 1853, Argentina, que venía de una tradición caudillista desde la época virreinal, adoptó un régimen presidencialista mucho más pronunciado que el modelo norteamericano que sirvió de inspiración. Sin embargo, desde aquel entonces la historia institucional argentina da cuenta que no obstante el hiperpresidencialismo (que algunos teóricos denominan “caudillismo institucionalizado”), la gran mayoría de los presidentes dejaron el cargo antes de tiempo. El primer factor de esta anomalía son los casos de deposición y renuncia forzosa: Yrigoyen en 1930; Castillo en 1943; Perón en 1955; Frondizi en 1962; Illia en 1966; Martínez de Perón en 1976; y De la Rúa en 2001. Los demás casos de no terminación, algunos fueron por muerte o enfermedad (desenlaces de causa natural: Manuel Quintana, Roque Sáenz Peña, Ortiz y Perón), pero otros renunciaron condicionados por hechos críticos (siendo también desenlaces anómalos), cual es el caso de Derqui en 1861; Juárez Celman en 1890; Luís Sáenz Peña en 1893; Cámpora en 1973; Alfonsín en 1989; Rodríguez Saá en 2001; y Duhalde en 2003. Valga aclarar que no están contadas las deposiciones intra-dictatoriales, esto es, las internas de gobiernos militares que generaban “golpes al golpe”, como las sucesiones operadas en la “Revolución del 43”, la “Revolución Argentina” e incluso en el “Proceso de Reorganización Nacional”. Los presidentes que terminaron sus mandatos son una minoría. La paradoja de que en un sistema presidencialista extremo los presidentes no terminen sus mandatos, es sólo aparente porque en rigor ello no es sino un resultado del hiperpresidencialismo y de los efectos sociológicos que éste tiene incluso entre los votantes. De allí la “novedad” que significa que el Poder Ejecutivo no subyugue al Congreso al punto de dar lugar a que el oficialismo insinúe el carácter desestabilizador de la oposición parlamentaria que tomó el control en las comisiones. No está internalizada la idea de que se trata de un poder del Estado, autónomo y de la misma valía que los otros dos. Ante esa creencia errónea con arraigo sociológico, algunos pensadores sugieren la adopción de un régimen más próximo al parlamentarismo, que transporta el centro gravitatorio al Poder Legislativo y resuelve las pérdidas de mayoría con gobiernos mixtos, evitando de esa forma la bifurcación de legitimidad y, claro está, la anomalía de un Congreso en disputa con el Ejecutivo que finalmente echará manos al veto y a los decretos de necesidad y urgencia, potestades que, aun legítimas, son extraordinarias y, por tanto, su abuso conlleva a erosionar la institucionalidad. El riesgo del mito heroico
27.12.09
Democracia joven
Democracia joven
Los Kirchner, con el discurso agotado
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 13 de diciembre de 2009
“Se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo” (Abraham Lincoln). Finalmente, tras el recambio legislativo, se cristalizó la pérdida de aval social que sufren los Kirchner y sus aliados, quienes a esta altura agotaron prácticamente todos los artilugios con los que han manipulado la realidad desde que llegaron al poder.
Se terminó eso de que todo adversario es un partidario de la última dictadura militar. Perdieron ese rol de “buenos” que obligaba a todo oponente, antes de decir algo sobre ellos, loar el compromiso kirchnerista con los derechos humanos (nunca del todo real), recalcando una y otra vez, en tono defensista, que lo suyo no debía entenderse como una reivindicación procesista o algo por el estilo. Abusaron tanto de la calificación de sus contrarios como cómplices de la dictadura, que el legitimante perdió todo efecto disuasivo. “Las Fuerzas Armadas son la dictadura”. “La UIA es la dictadura”. “La Iglesia es la dictadura”. “El campo es la dictadura”. “Los medios son la dictadura”. “Macri es la dictadura”. “Mirtha, Susana y Tinelli son la dictadura”. Los capítulos de esta semana apuntaron contra Abel Posse (“diplomático de la dictadura”) y Hugo Biolcatti (“un golpista hecho y derecho”). Ese eslogan ya está agotado, no da para más. Sólo falta decir que la epidemia de dengue obedece a la conjura de un grupo de mosquitos ideológicamente afines al proceso..
También perdieron esa áurea que trae aparejado el ropaje “progre”. No hay ladrones de izquierda y ladrones de derecha. Hay ladrones y punto. Resulta insignificante sacarse una foto con Estela de Carlotto o con Pérez Esquivel si luego no pueden explicar los millonarios casos de corrupción que, al fin, también son ultrajes a los derechos humanos: ¿No es acaso burlarse de los pobres rentar aviones para transportar los diarios que lee el matrimonio cuando descansa en El Calafate, entre decenas de actos de impúdica ostentación con el dinero público? (¿O alguien cree que todo eso sale del cada día más abultado patrimonio personal de la pareja de gobierno?)
Se dicen de izquierda y tienen privilegios de nobles. ¡Pensar que la izquierda revolucionaria nació a causa del hartazgo provocado por las prebendas cortesanas! Valga recordar algunos pasajes de Rebelión en la Granja, la sencilla y a la vez genial novela de George Orwell, en la cual, parodiando a la Revolución Rusa y su evolución hacia el estalinismo en forma de fábula satírica, el autor recorre todos los vicios que engendra el poder. Los animales, cansados de ser explotados, deciden rebelarse contra el Sr. Jones —el dueño de la granja, alegoría del zarismo— y expulsarlo para autogobernarse bajo una serie de máximas que aseguraban la igualdad. Lo cierto es que, ya en la primera cosecha, la mejor comida fue destinada a los cerdos que tenían a cargo la administración de la granja. Ante la disconformidad del resto de los animales, Squealer, el cerdo encargado de la propaganda, dio las explicaciones: “Camaradas —gritó—, ¿Ustedes no se imaginarán, espero, que los cerdos hacemos esto a causa de nuestro egoísmo o por privilegio? A muchos de nosotros, no nos gusta ni la leche ni las manzanas. Lo hacemos por nuestra salud. La leche y las manzanas (esto ha sido probado por la Ciencia, camaradas) contienen sustancias necesarias para el bienestar de los cerdos. Los cerdos trabajamos con el cerebro. Toda la planificación y la organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche, cuidamos de su bienestar. Es por su causa que bebemos leche y comemos esas manzanas. ¿Saben lo que pasaría si dejáramos de hacer nuestra tarea? ¡Si, Jones volvería, lo que ninguno de ustedes quiere, camaradas!”.
Cualquier parecido con Argentina no es mera coincidencia. Ya terminó el chivo expiatorio de los 90’. El pasado jueves se cumplieron diez años desde que Carlos Menem finalizó su mandato. ¿Cuándo dejará de ser el culpable de todos los males? Hay que decir de una buena vez donde está específica y concretamente la relación causal entre ese “infame” período y los diversos problemas que padecemos hoy, en diciembre de 2009, diez años después. No alcanzan los clichés. La prueba de esa causación exige una explicación concatenada de sucesos. Lo demás son las nubes de humo exculpatorias de los que han gobernado seis años y medio de los diez que nos distancian de los noventa; quienes, por otra parte, aun si fueran ciertos sus dichos sobre aquel entonces, igualmente han de hacerse cargo de no poderlo revertir ya que se los eligió para que gobiernen y provean soluciones, más no para que den lecciones de su versión de la historia.
Por último, también se les agotó aquello de “yo represento el pueblo, mis adversarios son enemigos del pueblo”. El pueblo está en las urnas y dos tercios de los argentinos —o más— les votaron en contra. ¿Cuál es, pues, ese “pueblo” —con notas de unanimidad— que está presente en las invocaciones legitimantes del oficialismo? De allí la advertencia de Elisa Carrió acerca de que todos los déspotas a la larga terminan sometiendo, no ya a sus adversarios, sino al pueblo entero, tenido por necio y empeñado en desconocer las virtudes del régimen..
12.12.09
Puntos de vista
Proteccionismo xenófobo
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil | 05.12.09
Los comerciantes en protesta, en vez de mejorar su competitividad -por ejemplo, asociándose- reaccionan con el clásico proteccionismo siempre proclive a presionar a gobiernos para asegurar mercados cautivos.
Ese discurso conservador, un “vivir con lo nuestro” que resiste la inevitable diversificación económica de Tandil, en el presente conflicto adquiere lisos ribetes xenófobos. ¿Qué importa que los supermercadistas foráneos sean chinos? ¿Por qué se los llama “los chinos”, más que usando un mero gentilicio, como si fueran una especie distinta a la nuestra? Si fueran alemanes o franceses, ¿se enfatizaría igual su nacionalidad?
No hay argentino que no sea descendiente de extranjeros. Ni uno solo. Y si nuestros padres y abuelos vinieron a poblar lo que era un desierto, fue gracias al cosmopolitismo de la Constitución: “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión…”. Demás está decir el destino que tendrá toda medida cercenadora a ese derecho constitucional, como la sugerida por los quejosos.