Resistencia de la corporación CRISTIAN SALVI El Eco de Tandil, 20 de septiembre de 2009 Es interesante captar algunos discursos mediáticos cuya objeción última no se dirige al proyecto oficial de Ley de Medios sino a la legitimidad del poder político para introducir una reglamentación en la materia. Se trata de una actitud propia de toda facción corporativa que reclama el reconocimiento de una suerte de privilegio para no ser alcanzados por algunas decisiones de la democracia a la que pertenecen. Durante décadas, los militares creyeron ser un reservorio de la nacionalidad más allá de todo poder político, lo cual les aseguraba la facultad de alzarse contra el sistema si entendían que algo fallaba. Cuando Alfonsín se prestó a promover los juicios contra los jerarcas del Proceso, la corporación militar reclamaba que debían ser juzgados por Tribunales Militares: ellos tenían fueros, no se someterían a jueces civiles como el resto de los ciudadanos. Fue Carlos Menem quien cambió el paradigma al sujetarlo para siempre al poder surgido de democracia. Una facción que aun resiste el control público es la corporación sindical. Cuando el año pasado la Corte Suprema invalidó un artículo de la Ley de Entidades Sindicales en razón de que el mismo no se adecuaba a las reglas constitucionales de la democracia, Moyano y compañía sintieron que un poder exógeno quería invadir su feudo, del cual ellos son señores exclusivos. Para ellos —según creen-— no deben regir los principios democráticos asegurados en la Constitución, a pesar de que estos, como tales, hisopeen a todas las instituciones existentes en la República. Asegurar esa vigencia es una de las mayores deudas de nuestra democracia. Ese emplazamiento también está presente en otras corporaciones. Célebre es el caso de la Iglesia católica, que desde la concesión de Constantino en el Edicto de Milán (año 313) ha reclamado estatutos privilegiados a todas las comunidades políticas que integró, cuestión que dio cause a las doctrinas que justificaban que ella, por su origen, sólo era pasible del “derecho divino”, más no del estatal. Etimológicamente, “privilegio” significa “ley privada”, ley para uno, lo que es una contradicción in terminis, porque toda ley es general, es decir, debe abarcar a todos: de allí que otra corporación que pretende privilegios es la de los jueces en tanto se rehúsan a pagar el impuesto a las ganancias como todos los ciudadanos arguyendo diversos sofismas relacionados a su condición. Todos los casos mencionados son reminiscencias forales que sobreviven a pesar de su formal abolición en la Asamblea del Año XIII. En los hechos, la democracia liberal se desenvuelve en una tensión dialéctica entre el desarrollo de su ideal igualitario sin privilegios y la resistencia de las corporaciones que, en definitiva, abonan prebendas propias del Antiguo Régimen al que se creyó derrocado hace más de tres siglos. Esta es una lectura posible para comprender el por qué de la tan pronunciada resistencia de los medios al proyecto de ley. Supone, además, levantar la vista por sobre todas las polémicas distractivas que se mencionan para evitar el debate de fondo. Lo que finalmente está en discusión es si los medios —que por su influencia de época se perciben como un “supra-poder” requirente de privilegios— deben o no ser reglados por normas que surgen de la voluntad soberana de la sociedad en la que ellos están instalados. Prueba de esto es que han hecho fracasar todo proyecto presentado en los 26 años que llevamos en democracia. No es, por tanto, un problema con “esta” ley, sino con “toda” ley, máxime si la actual es tan laxa que les permite hacer lo que quieran. La liviandad con la que se “analiza” al proyecto no puede ser mayor. Macri dijo que era una ley “fascista”. Ayer el periodista Adrián Ventura en La Nación la llamó “totalitaria”. ¿Saben que en los totalitarismos fascistas no había poderes legislativos que sancionen leyes? Gustavo Silvestre dijo sin vacilación alguna que, de aprobarse la ley, no podrían abrirse nuevos diarios sin autorización del Gobierno: ¿Quién le dijo que la ley de servicios “audiovisuales” reglamentará a la prensa escrita? Con la misma candidez se dicen decenas de mentiras que por no poder ser contrarrestadas en los mismos medios que las promueven, llegan al público como una “información” aséptica y neutral. Sin romanticismos
19.9.09
Democracia joven
6.9.09
Democracia joven
Ley de Medios y democracia CRISTIAN SALVI El Eco de Tandil, 6 de septiembre de 2009
Parece que no tiene mucho sentido discutir si el proyecto de Ley de Medios debe ser aprobado antes o después del 10 de diciembre. No porque falten razones de uno y otro lado, sino porque es seguro que el kirchnerismo logrará su aprobación antes del recambio, tal como sucedió con la prórroga de las facultades delegadas. Se advierte la bifurcación representativa entre los legisladores en ejercicio y los electos, pero ello no es legitimidad en sí porque los comicios no tenían efectos revocatorios y los mandatos continúan vigentes hasta su perención en diciembre.
Tampoco tiene sentido alienarse discutiendo si la norma debe adoptar la “neutralidad tecnológica” o acoger el sistema japonés o cualquier otro, porque ahí no nos va la vida. Donde si nos va la vida, en tanto ciudadanos de una democracia, es qué modelo de comunicación social nos daremos como tales, pues de ello dependerá estar bien o mal informados y, en consecuencia, ser o no libres para ejercer nuestra soberanía.
Lo que hay que discutir es la ley, o, mejor dicho, el modelo que ella materializará. Y hacerlo sabiendo que en cada postura hay un interés casi siempre camuflado. Tan mentira es que el “apuro” oficial se deba a que la norma vigente la haya dictado Videla —y que por tanto la democracia deba sustituirla cuanto antes— como, por ejemplo, que al Grupo Clarín sólo le interese la libertad de prensa y por eso denomine al proyecto como “Ley de Control de Medios”. Tras esas superestructuras argumentales se omite que, primero, el kirchnerismo sabe que o la aprueba ahora o nunca más y que la no-aprobación puede conjurar contra un Kirchner candidato en 2011 a la merced de soportar una venganza mediática peor la sufrida por Menem en 1999; y, respecto al Grupo Clarín, que de aprobarse la ley debería ceder 236 de las 264 licencias que hoy posee, como así también optar entre manejar Canal 13 o el negocio del cable y hasta perder su actual predominio por el ingreso de otros colosos al mercado del triple play.
El primero es acerca de la legitimidad del Estado para dictar una “política comunicacional”, que no es el “control de medios” que dice Clarín. La Corte Interamericana de Derechos Humanos en una celebre Opinión Consultiva de 1985 ha dicho que: “La libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática”. Vaya definición: la democracia existe mientras haya libre expresión. Hay un orden público democrático análogo al que justifica la reglamentación de los partidos políticos, llamados “instituciones fundamentales del sistema democrático” por la Constitución Nacional.
Segundo eje: ¿a quién debe priorizar esa reglamentación? Parecería que no a las empresas mediáticas, cuanto menos de modo primario e inmediato. La libertad de prensa forma parte del derecho a la información libre y necesaria de una sociedad democrática y, por ello, a quien debe protegerse es a los ciudadanos que emiten —sean o no periodistas— y a los ciudadanos que reciben esa información pública. De ese modo se aseguran las dos caras del derecho a la información. Esto no implica desproteger a los medios, pero lo cierto es que, cuando éstos son afectados, como medios que son, la real lesión se dirige a los extremos que por él se vehiculizan: el comunicador y el destinatario, todas personas físicas amparadas en un derecho humano, que por vía de principio excluye a las personas jurídicas como titulares.
Esta dimensión teórica tiene un efecto práctico, concordante con el principio general según el cual el sistema jurídico debe proteger a quienes de suyo sean más débiles, que no son ni los gobiernos ni las corporaciones mediáticas. Es así que los destinatarios de protección deben ser los comunicadores y los receptores, ambos pasibles de ser dañados tanto por los gobiernos como las corporaciones. ¿Quién le asegura al periodista, por ejemplo, que el dueño del medio —que reclama libertad “hacia afuera” (contra el Gobierno)— no lo censurará a él “hacia adentro” y, con ello, al posible receptor de la información?
A ese núcleo de protección apunta la Convención Interamericana de Derechos Humanos cuando prohíbe toda interferencia al derecho a la información, la cual también puede servirse de “vías o medios indirectos” (piénsese en la distribución de la publicidad oficial) como provenir del “abuso de controles oficiales o particulares” (art. 13.3), o sea, del Estado o de los oligopolios y monopolios privados. Da lo mismo: tan lesivo es la libertad de prensa la censura de Magnetto en Clarín, como la Kirchner en Canal 7 o la de Moyano en una radio sindical.