31.5.09

Democracia joven

Las verdaderas y las falsa proscripciones

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 31 de mayo de 2009

Ver desde la web del diario

Las elecciones de 1983 inauguraron la nueva democracia argentina cuya característica sobresaliente fue que por primera vez en la historia no hubo proscripciones. Todos pudieron votar, sin importar la ideología, el sexo o la clase social.

Antes de 1983, Argentina había tenido democracia en sucesivos períodos, pero ella siempre contenía restricciones para elegir o ser elegido. Cuando en 1912 se sancionó la ley Sáenz Peña, el sufragio se universalizó, pero esa nota democrática era sólo para los varones porque las mujeres no votaron hasta las elecciones de 1951. El principio de representación previsto en la Constitución (1853) demoró casi un siglo para universalizarse sin distinción de género.

En los hechos, la vigencia de la ley Sáenz Peña pereció en 1930 cuando el primer golpe de Estado institucionalizó las proscripciones por razones ideológicas. La década del 30’ es conocida con el adjetivo de infame por los fraudes electorales cometidos por los conservadores. Las elecciones libres (aunque sólo masculinas) volvieron en 1946 cuando el peronismo llegó al poder hasta 1955.

A partir de ese año, la proscripción adquirió un carácter paroxístico. No solo se vedaba la presentación de Perón (en una proscripción que duró 17 años) sino que siquiera era posible nombrarlo. Lo recién dicho no es una metáfora: un decreto-ley del 9 de marzo de 1956 firmado por  Aramburu y Rojas prohibía la simbología justicialista y hasta la utilización del “nombre propio del presidente depuesto o el de sus parientes”. El decreto tenía penas de hasta seis años de prisión para quienes lo violaran.

Los siguientes gobiernos electos lo fueron por delegación de un pueblo que no podía elegir todas las opciones: en las elecciones de Frondizi e Illia, el peronismo estaba prohibido; en la de Cámpora, el todavía proscripto era Perón. Recién en 1973, cuando  resultó electo Perón, las elecciones fueron libres, aunque siempre bajo el condicionamiento del poder militar, siendo ésta una característica distintiva con las de 1983.

Desde los comicios en los que resultó electo Alfonsín, Argentina ha sufrido crisis en su régimen democrático (sólo dos presidentes terminaron sus períodos) pero las proscripciones jamás volvieron a suscitarse. Ese es posiblemente el mayor tesoro de nuestra democracia.

¿La inhabilitación es una proscripción?.
(código)
Luego de tanta sangre en la historia reciente de nuestro país, resulta desgraciado volver a hablar de “proscripciones” como se hizo tanto desde el kirchnerismo como de Unión-Pro.

No reunir un requisito normativo no es proscripción. No lo fue cuándo Menem no pudo ser re-reelecto porque una cláusula transitoria de la Carta Magna se lo vedaba. No lo es tampoco cuando no se reúne el requisito domiciliario (o residencial, a veces) que la norma exige para poder representar a un distrito bajo el sabio criterio que sólo quienes vivan en él pueden ser una genuina voz de sus habitantes.

La verdadera proscripción no se funda en la Constitución o en una norma legítima (el decreto de Aramburu era intrínsecamente nulo) ni cuenta con el aval de la Justicia: hay mero ejercicio del poder autoritario. Con eso bastaba. La falsa proscripción invocada al unísono por el oficialismo y un sector de la oposición es, en realidad, una inhabilitación constitucional o normativa, tipificada previamente y que cuenta con una vía judicial —con cuanto menos doble instancia— para poder merituar su comprobación en el caso concreto. No hay paralelo posible con las proscripciones pretéritas que hirieron tanto a la Argentina.

Tampoco es proscripción —u su intento— el presentarse a la Justicia para impugnar una candidatura porque con ello se cumple con el sistema republicano en el cual se le dice a un poder independiente que interprete la legislación para formar juicio sobre si se cumplen o no las condiciones para ser postulado.  No era este, justamente, el mecanismo usado entre 1930 y 1983.

El fallo del juez Blanco respecto de Kirchner es correcto: la Constitución exige dos años de residencia y no de domicilio, por lo cuál él, que vive en Olivos incluso luego de ser Presidente, cumple con el requisito. Puede no gustar, pero es así. Lo mismo respecto a Patti. Sin condena judicial firme, por más imputado que se esté, no puede imponerse una inhabilitación porque cuando se prescinde de algo certero como la sentencia requerida es donde comienza la discrecionalidad para vedar postulaciones fundadas en la enemistad política: hoy es Patti, mañana puede ser otro.

Lo de Scioli y Massa es más complejo. La clave radica en que una candidatura tiene que tener el carácter de “cierta” para ser genuina, es decir, ser una postulación positiva que invita al votante a elegirlo. En cambio, ella es “incierta” cuando el candidato vacila en si asumirá: sería una renuncia anticipada a esa oferta electoral que vicia la postulación porque se propone para aquello que no cumplirá. La Cámara Electoral —que el lunes emitiría su fallo— los emplazó a que digan si asumirán y ellos dijeron que si. Puede que mientan, pero con ello quedó satisfecho el requisito formal pues, de lo contrario, le estaríamos pidiendo a la Justicia que sepa adivinar el futuro para habilitarlos o no. En definitiva, si no asumen, pagarán un costo de tipo político por traicionar la palabra empeñada.

Una última reflexión: hay que ser cauteloso cuando se usan palabras tan cargadas de historia y de sentido. Moyano, una vez, llamó genocidio a una ley laboral: ¿Qué otra cosa es esto que banalizar a los verdaderos genocidios, por ejemplo, el holocausto con seis millones de muertos? De la misma manera, cuando a cualquier impedimento lo calificamos de proscripción, banalizamos nuestra historia, olvidando sus lecciones, e incluso menospreciando el progreso que significó dejar atrás esas prácticas.
(código)

Leer Mas...

17.5.09

Democracia joven

Si Kirchner pierde, nada peligra

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 17 de mayo de 2009

Ver desde la web del diario

En términos formales, las próximas elecciones no deberían preocupar demasiado al Poder Ejecutivo toda vez que, además no renovarse ese poder del Estado, en el peor de los casos, el oficialismo seguirá teniendo una importante cantidad de legisladores que le respondan y quizá hasta conserve mayoría en el Senado. Esto sucede en todas las democracias ordenadas cuando el gobierno enfrenta la renovación legislativa durante su segundo mandato consecutivo, tal como se percibe al oficialismo que, en los hechos, tuvo en 2007 una reelección vicaria.

En los Estados Unidos denominan “pato rengo” (lame duck) al presidente que cumple la  última parte de su segundo período luego de que su partido fue derrotado en las legislativas intermedias. Esos dos años suelen concentrarse en los sucesores ya que el proceso electoral, precedido por largos comicios internos, dura prácticamente todo ese período al extenderse a cada estado de la Unión. La idea del “pato rengo” da cuenta de que el presidente no contará con un aval absoluto en el Capitolio. Nada más. Caminará rengo, o sea, teniendo que apoyarse en las decisiones autónomas de otro poder, pero caminará. Nadie habla de “crisis de gobernabilidad” ni menos aun de que el gobierno podría renunciar.

La renovación legislativa con posibilidad de resultados adversos es un componente inherente de la democracia republicana. En éstas, hay “poderes”, en plural, que se renuevan en elecciones diferentes, y no un solo poder ejercido en la Presidencia que se plebiscita en cada comicio. ¿Para qué sino existe un Congreso bicameral que tiene recambios parciales? Sólo quienes no pueden concebir el poder sin el carácter de absoluto —tal como es el caso de Néstor Kirchner— pueden ver en esa mecánica de renovación algo anómalo. Para Kirchner, el poder, es “todo” el poder. Siempre lo concibió así. No le basta con la Presidencia y con ser la primera minoría en el Congreso, ni con dirigir al poderoso PJ mediante una lógica corporativista donde “el” partido está enclavado en el Estado y confundido con los poderes públicos, como sucedía en el fascismo y en el peronismo de la primera etapa. “Vamos por todo”, decía Guillermo Moreno en un acto en la Capital, y ese parece ser el objetivo planteado por el oficialismo.

El todo o nada... ¿y si es la nada?.(código)

La lógica del todo o nada es riesgosa siempre: si logran el objetivo pretendido, la quedará renga no será la Presidencia sino la República; si no lo logran, el riesgo es que crean que no hay sentido de continuar porque no tienen más poder (porque para ellos, éste lo es en tanto sea absoluto).

Ahora le echan la culpa a la prensa y a la oposición, pero fueron referentes del kirchnerismo los que dejaron entrever que era verosímil el abandono del Gobierno si perdían las elecciones. Así lo dijo el piquetero ultraoficialista Emilio Pérsico semanas atrás. Además, implícitamente, esa hipótesis es invocada por Kirchner, que en sus discursos públicos insiste en que si no resultan triunfadores, se avecinará una crisis institucional a la que compara con la de 2001, cuyo núcleo fue la renuncia anticipada de un gobierno y la consecuente ingobernabilidad. ¿Quién más irresponsable que él al formular esos pronósticos?

¿Quién más contribuye a la hipótesis de ingobernabilidad que el propio kirchnerismo que, por ejemplo, lleva de candidatos legislativos al gobernador y al vicegobernador la Provincia de Buenos Aires y, ahora, anuncia —posiblemente para evitar impugnaciones— que ellos asumirán sus bancas, lo que, en los hechos, es asegurar la futura acefalia provincial?

El discurso del “yo o el caos” estuvo presente en año pasado en el conflicto por las retenciones. En su discurso previo a la votación, un Kirchner enajenado sobredimensionaba el objeto en disputa, que no era ni más ni menos que una resolución impositiva. Es decir, no peligraba un Gobierno por eso. Sin embargo, el riesgo es introducido discursivamente al absolutizar lo relativo pues, de esa forma, se difunde el mensaje de que si aquello que originariamente era secundario no está, nada hay. Se confunde a la sociedad pero, sobre todo, es el propio emisor quien queda preso de su mensaje: tras el voto de Cobos, nada tremendo pasó, ¿Dónde estaba, entonces, el riesgo anunciado?

El oficialismo va a perder las elecciones, si entendemos por ello que desde el 10 de diciembre tengan menos legisladores de los que reúnen hoy. Esto será así por dos razones. Una, porque ellos, siendo ahora mayoría, ponen más escaños en riesgo. La segunda es que, aun ganando Kirchner en Buenos Aires, al ser una elección legislativa y siendo su ventaja de pocos puntos, la cantidad de legisladores que se llevará no será abrumadora. Y a ello, súmase que saldrán segundos o terceros en el resto de los distritos que más bancas aportan, o sea, en Capital Federal, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. Un país ansioso de federalismo se rebela contra el centralismo ahora corrido al segundo cordón del Conurbano donde el kirchnerismo, a fuerza de clientelismo y vaticinios calamitosos, apuesta todas sus fichas.

En términos reales, a pesar del mensaje agorero y fatalista de Néstor Kirchner y sus acólitos, no hay riesgos de que, por el próximo comicio, sea cual fuere el resultado, peligre la gobernabilidad. Tras ocho años de mandato, Carlos Menem también sufrió la derrota legislativa en 1997 y sin problema alguno siguió gobernando dos años más e incluso especulando con una re-reelección sin que nadie cuestionara su autoridad, ejercida, cierto es, con un talento que los Kirchner no tienen. Por su parte, es verdad el gobierno de De la Rúa se vio herido con el triunfo del peronismo en 2001, pero su debilidad, en especial, obedecía al descrédito social causado por la tremenda crisis económica que fue enormemente más determinante que la pérdida del comicio. Nada de ello hoy está presente. El kirchnerismo, por tanto, si la ciudadanía así lo decide, puede perder tranquilo que la Argentina no peligra en absoluto.. (código)

Leer Mas...

2.5.09

Democracia joven

Trabajo y castigo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 3 de mayo de 2009

Ver desde la web del diario

Según como concibamos el trabajo, la conmemoración de antes de ayer será interpretada como un festejo o bien como una dispensa por la cual, por un día, se deja de padecer un castigo en honor a él mismo.

En el lenguaje cotidiano, muchos conciben al trabajo como un castigo: “¡Cuándo dejaré de trabajar!”, es una locución con un suspiro equivalente al de aquel que quiere dejar de padecer algo. La misma idea de jubilar hace mención a “júbilo” (iubĭlumiubilāre), una alegría del que no tiene que trabajar más. También la corriente sentencia de padres que exhortan a sus hijos a “estudiar o trabajar” contiene un rasgo sancionatorio donde el trabajo es la consecuencia de un mandato incumplido.

Este fue el sentido bíblico que de alguna manera forjó el acervo cultural que asocia el trabajo con el castigo. En el Génesis, el trabajo aparece como una de las consecuencias del pecado original: «Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida... Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado...» (Gn. III, 17 y 19).

En la tradición hebraica, el día más importante era el sábado (su raíz Sabbat significa descanso), momento en el cual los judíos no trabajaban para rendir culto a Dios. El trabajo era mundano; Dios merecía un día especial, en el cual no se debía trabajar, so riesgo de profanarlo.

Con el advenimiento del cristianismo, el trabajo formó parte de la vida monástica pero siempre con sentido ascético. El ideal era la contemplación, la pasividad, en sintonía con la física aristotélica que entendía que el estado natural de las cosas es el reposo. Su derivado metafísico, en el tomismo, concebía a Dios como el motor inmóvil de Aristóteles al que se emulaba contemplándolo.

En el protestantismo, esa ascesis de mundanizó y, según la conocida tesis de Max Weber en La ética protestante y el espíritu de capitalismo, al orientarse el trabajo a la obtención de un beneficio mundado se sembraron las bases del capitalismo. Pero aun así, el trabajo no era un fin en si mismo, sino un “sacrificio” en aras de la salvación. La versión católica —perfeccionada— de esa tesis llegó en el siglo XX de la mano de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, organización cuya idea príncipe es que el trabajo es una herramienta de santificación, siendo  allí —y no solo en el templo— donde los cristianos se hacen santos. El Génesis fue reinterpretado: mientras Dios descansa en el largo séptimo día, el hombre continúa su obra creadora mediante el trabajo. El trabajo, por tanto, en vez de un castigo es una encomienda divina. Esto fue recogido luego por el Concilio Vaticano II.

Antes, en el siglo XIX, el trabajo había pasado de ser un sacrificio espiritual a un castigo institucionalizado en la prisión, con lo cual, aquella idea bíblica era materializada por el Estado mismo. En Vigilar y castigar, Michel Foucault señala que, en la naciente Revolución Industrial, la prisión tuvo una perfecta funcionalidad consistente en ser instrumento de adiestramiento del cuerpo para el trabajo. Todavía hoy algunos insisten en el “trabajo forzoso” como sanción penal.

Según Foucault, ese sistema sanción se extendió a la economía del mundo extracarcelario. El modelo de fábrica de producción masificada tomó la mecánica de la prisión, inaugurando un paradigma aun vigente en bastos sectores de la economía que hacen del trabajo un suplicio. El mayor símbolo de esa constante que reproduce el panoptismo carcelario es la introducción de cámaras de vídeo que instauran una vigilancia global y detallada del obrero cuan si fuera un reo. Más que nunca la idea de “patrón” hace culto de su sentido feudal: el pater vigila sigilosamente para domesticar el cuerpo útil del trabajador.

Entre lo ideal y lo real.
(código)
¿Es posible salir de la disyuntiva entre que el trabajo es algo bueno “o” un castigo? La mayoría de la gente, aun la que ve negativamente a “su” empleo, encuentra en el trabajo una finalidad que cuanto menos excede al provecho dinerario. El trabajo en sí es visto como bueno y digno.

Ahora bien, la idea de la dignificación del trabajo tiene dos lecturas. Una es positiva porque fomenta la idea del trabajo como un servicio social, además de darle sentido a aquello que ocupa la mayor parte del tiempo del hombre. Pero el problema es que, en algunos casos, ella puede convertirse en un discurso conservador para consolidar esquemas de explotación. Sería una ilusión opiosa, una patraña, tal como escribió Nietzsche en el prólogo de El Estado griego. Allí, el filósofo alemán sostuvo que la idea dignificante del trabajo era una invención de las clases griegas acomodadas —que no trabajaban— para contentar a los esclavos, quienes encontrarían en esa ilusión un aliciente para tolerar su situación degradada. Esto es perfectamente aplicable a los trabajadores mal pagos que a diario que viven el tormento de un empleador despótico, no quedándole otra alternativa que creer que el trabajo tiene un sentido trascendental para tolerar esas condiciones sin rebelarse contra su verdugo.

La pérdida de un sentido más allá del utilitario explicaría la situación de tantos miles de jóvenes que no trabajan aun pudiendo hacerlo. Al no ver en el trabajo más que su producto, entienden que no hay justificación para trabajar por poco dinero y en condiciones desfavorables. Lo mismo pasa con la gente que recibe planes sociales, ya que con la suma de todos los programas pueden percibir prácticamente lo mismo que el salario mínimo de ley, que es a lo que se atiene la mayoría del empresariado argentino para remunerar a sus trabajadores. De manera tal que no basta con fomentar ideas acerca del sentido moral de trabajo para concientizar sobre su provecho colectivo pues ello quedará en un mero discurso si, mientras hablamos de que el trabajo dignifica, las condiciones reales y mayoritarias del mismo asumen alguna de las variantes del castigo, donde el hombre es reducido a pura mercancía.
(código)

Leer Mas...