15.4.22

La redención a través de un juicio

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 14 de abril de 2022



La Semana Santa que conmemoramos por estos días es también el relato de un proceso judicial. Comienza, en efecto, con la delación de Judas y el arresto de Jesús, para someterlo al juicio de las autoridades, judías y romanas, representadas por Caifás y por Pilato. Tras declararlo culpable, se lo condenó a la pena de muerte, que se cumplió a través de la crucifixión. 

Los historiadores y estudiosos del derecho no están de acuerdo en si el relato de los Evangelios describe con exactitud el procedimiento jurídico por el que se condenó a Cristo. En cualquier caso, como apunta el notable filósofo italiano Giorgio Agamben en su estudio sobre el tema, “si el proceso de Jesús es uno de los momentos claves de la historia de la humanidad, en el que la eternidad se cruzó con la historia en un punto decisivo”, resulta llamativo “por qué este cruce entre lo temporal y lo eterno, entre lo divino y lo humano, asumió precisamente la forma de una «krísis», o sea, de un juicio procesal” (Giorgio Agamben, “Pilato y Jesús”, pág. 6). 


La primera dificultad —diríamos en categorías actuales— ha sido determinar “la ley aplicable” y “el juez competente”, porque Jesús no era ciudadano romano y la acusación consistía en haber violado la ley judía. Poncio Pilato, que le refriega a Cristo tener “autoridad para soltarte y también para crucificarte” (Juan 19:10), sin embargo afirma que no encuentra “ningún motivo para condenarlo” (Juan 18:6). 

La acusación de los judíos era por blasfemia, es decir, por agraviar a la ley hebrea, en tanto Jesús se presentaba en su predicación como el Mesías salvador enviado por Dios. Pero eso no era un delito para el derecho romano. De allí que Pilato dice a los judíos: “Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la ley que tienen”, a lo que ellos se excusaron diciendo que no les estaba “permitido dar muerte a nadie” (Juan 18:31). 

Los judíos intentaron entonces modificar la acusación, buscando que quede abarcada por el derecho romano (“Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías” - Lucas, 23:2). Para posteriormente presionar a Pilato diciéndole que “si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César” (Juan 18:12). 

Otra dificultad que se presenta —apelando de nuevo a categorías actuales— es si Jesús tuvo un adecuado “derecho de defensa” y si se trató, o no, de un “juicio justo”. 

Además del cambio en la acusación, que deja indefenso al acusado, los Evangelios relatan el uso de testigos falsos en su contra. Mateo dice que “los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín” —que eran los acusadores— “buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos” (26:59-60). 

En el Evangelio de Marcos, por su parte, puede leerse que “se presentaron muchos con falsas acusaciones contra él, pero sus testimonios no concordaban” (14:56). Ante ello, los acusadores decidieron prescindir de los testimonios y directamente considerar a Cristo como reo confeso de delito, según aquello de que a confesión de parte, relevo de prueba (“Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: ‘¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?’ Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?’. Y todos sentenciaron que merecía la muerte” - Marcos, 14:63-64). 

La cuestión de si fue un juicio legítimo ha sido central en la teología cristiana y también en los debates de la ciencia política premoderna acerca de la relación entre el poder terrenal y el poder divino, entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios, parafraseando el texto de San Agustín. 

El cambio de la acusación, el uso de pruebas falsas y de una confesión que no fue tal, ha llevado a sostener que fue un juicio inválido. A lo que se sigue, por tanto, que la pena no fue legítima sino que se trató de un homicidio cometido desde el poder, acaso de un crimen estatal, ejecutado por los soldados romanos por decisión de Pilato.

Sin embargo, los Evangelios relatan que Jesús aceptó la muerte y que ello se inscribía en la voluntad de Dios y en su plan para la salvación y redención del mundo. En su intercambio con Pilato, Jesús le dice: “Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto” (Juan 19:11). Este fragmento bíblico ha sido tan importante que formó parte del Credo de los concilios de Nicea y Constantinopla durante el siglo IV, que constituyen la primera —y en cierta medida definitiva— formulación sistemática de la fe cristiana, en la que se recita que Jesús estuvo bajo el poder de Poncio Pilato. 

Es así que Pilato, el representante del reino terrenal simbolizado en el Imperio Romano, del cual era funcionario, tiene competencia para juzgar a aquél cuya “realeza no es de este mundo” (Juan 18:36). Ello, según Blas Pascal, citado por Agamben, ha sido aceptado por Jesús para remarcar la ironía de morir injustamente a través de la justicia, lo que parecería ser una contradicción en sus propios términos (“Jesucristo no quiso que lo mataran sin las formas de la justicia porque es mucho más ignominioso morir por justicia que por una sedición injusta”). 

“Queremos a Barrabás” 

Otro aspecto interesante del juicio a Cristo está dado en el rol cumplido por Poncio Pilato y por la muchedumbre reunida, que representan, respectivamente, el rol del juez y del pueblo en la decisión de hacer justicia.

Los Evangelios de Mateo y Lucas relatan que para la Pascua, la autoridad romana acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había entonces uno famoso, llamado Barrabás, que “había sido encarcelado por sedición y homicidio” (Lucas 23:25). Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?”. 

La multitud pidió la libertad de Barrabás y, por el contrario, reclamó la condena de quién era inocente. Según Mateo, habían sido “los sumos sacerdotes y los ancianos” quiénes convencieron a la multitud (27:20). En esta escena se ha apreciado un significante de las demandas punitivistas de la sociedades, normalmente manipuladas por sus líderes, y una refutación a aquello de que “el pueblo” nunca se equivoca al momento de “pedir justicia”.  

Pilato volvió a preguntar y tras recibir la misma respuesta ocurre la famosa escena del lavado de manos. Mateo la relata así: “Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: ‘Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes’” (27:24). 

Poncio Pilato, actuando como juez, pese a no estar convencido de condenar a Cristo, tras intentar artilugios que lo excusen de decidir, finalmente se inclina a favor de la multitud por miedo al tumulto. En lenguaje actual diríamos que Pilato no resolvió según las pruebas del caso sino por la “presión social”, instituyendo, de tal modo, un modelo de juez que pese a ser el máximo garante del juicio justo, está dispuesto a sacrificar –frente al tumulto– los derechos del acusado.

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8.2.22


No hay drogadictos felices

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 8 de febrero de 2022



El complejísimo fenómeno de las drogas puede ser analizado desde diferentes perspectivas. La medicina, la psiquiatría, la psicología, la sociología, la política, el derecho y más. Quisiera compartir con el lector una perspectiva algo infrecuente en los debates públicos, a partir de tres magníficos libros que leí tiempo atrás. 

El temario concierne a la Filosofía de la droga. Así se titula, justamente, el primero de los libros a comentar, escrito por la filósofa italiana Giulia Sissa (Le Plaisir et le Mal: Philosophie de la drogue [El placer y el mal. Filosofía de la droga], París, 1997). 

Los otros dos libros, a los que llegué por referencias de aquél, corresponden a dos escritores consagrados que relatan en primera persona su vínculo de dependencia con las drogas, específicamente con la que es probablemente la peor y más dañina de todas: el opio y sus derivados, como la heroína. El primero es Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas De Quincey (Confessions of an English Opium-Eater, Londres, 1822). 

El segundo es Yonqui del escritor norteamericano William Burroughs (Estados Unidos, 1953). El título del libro es una castellanización de junkie, palabra de uso bastante extendido y habitual entre los que “se pinchan” para drogarse, generalmente, como en el caso Burroughs, para inyectarse heroína y morfina. (Abajo comparto el link para quien quiera descargar los tres libros en castellano). 



Aclaración previa: hay drogas legales

Antes de exponer la idea central de esos autores, valga la siguiente aclaración sobre algo muchas veces omitido. “Droga” no es necesariamente aquello que es ilegal. No existe sinonimia entre “droga” e “ilegalidad”. El carácter ilegal de una droga es conferido por un acto de la autoridad y no por la naturaleza de la sustancia. Es un acto político, no científico. 

Existen drogas legales muchos más dañinas que las drogas ilegales. Por ejemplo, el tabaco, el alcohol y las benzodiacepinas (que incluyen los ansiolíticos como el alprazolam o el clonazepam, más conocidos por sus nombres comerciales Alplax y Rivotril, respectivamente) son drogas legales que tienen un poder de daño y de dependencia mayor que drogas ilegales como el cannabis (marihuana). Esta afirmación tiene soporte científico y lo ilustra el conocido gráfico del neurocientista inglés David Nutt. 


Como puede apreciarse, el eje vertical del gráfico indica el grado de dependencia física de la droga; mientras que el horizontal, demuestra el daño que la sustancia causa al organismo. La heroína reúne la mayor dependencia y el mayor daño. Le sigue la cocaína (toda la cocaína, no solo la “adulterada”). El tabaco, por ejemplo, está por encima del cannabis en ambos ejes, pero el primero es legal y el segundo, no. 

Incluso la palabra “droga” es ambivalente. A punto tal que la expresión griega “pharmakon”, que se traduce como droga y de ahí viene la palabra “fármaco”, significaba tanto lo que entendemos por “remedio” como “veneno”, dependiendo en cierta medida de la forma de administración. 

La trampa de las drogas

La tesis central del libro de Giulia Sissa es que la droga contiene una promesa falsa de felicidad para el ser humano, cuyo vacío existencial, sin embargo, no puede jamás llenarse porque, en palabras de Platón, somos seres esencialmente “desfondados”. Por eso nuestros comportamientos tienden todo el tiempo a llenar ese vacío con el que nacemos y morimos. El consumo de drogas es sólo uno de ellos. 

Cuando Thomas De Quincey descubrió el opio escribió: “¡Qué resurrección interior del espíritu desde el trasfondo de sus abismos! (…) Disponía de una panacea para todos los males humanos: tenía de pronto el secreto de la felicidad sobre el que los filósofos habían discutidos durante siglos… Hete aquí que la felicidad podía comprarse por dos céntimos y guardarse en el bolsillo del chaleco; disponer de éxtasis portátiles en botellas de una pinta”. 

De allí que, como sostiene Sissa, “cualquier droga es paradójicamente anestésica”, es decir, en otras palabras, toda droga tiene por función calmar el dolor de la existencia. En tal sentido, recuerda que “años después de interrumpir el consumo de cocaína, Freud escribía con una serenidad sorprendente que el principal recurso contra el malestar de la civilización…es el uso de los «quitapesares», una expresión muy interesante para denominar a las drogas”. 

Al operar como un “quitapesares”, las drogas proporcionan una promesa de felicidad que al principio constituye un “placer positivo”. El efecto de la droga, señala la autora, es “percibido como un suplemento de plenitud, como un regalo inesperado, imprevisto e inestimable, que fascina al mismo tiempo por su intensidad y por la facilidad con que puede provocarse. Todo drogadicto es al principio un experimentador de la química de la felicidad”. 

Sin embargo, al poco tiempo, lo que comenzó siendo un “placer positivo” se convierte en un “placer negativo”, entendiendo por tal cuando la droga se consume para calmar la carencia que la propia sustancia produce. Allí se aprecia la trampa de las drogas, en la que el placer que causa es sólo un alivio a su propio mal. 

Escribió Burroughs:  “Uno no se propone convertirse en drogadicto. (…) Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto. (…) Una persona que utiliza la droga está en un estado continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el pinchazo”. La abstinencia se vuelve insoportable y la droga, pues, en ese momento inesperado dejó de ser opcional. 

:: El autor es Magister (UNR) y Doctorando en Derecho (UBA). 

:: Link de descarga de los libros citados: https://1drv.ms/u/s!Akf4-LZ6zVmEgY8Y4jA-0aM4a1aJ8g?e=NjHX5I

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