24.11.21

Seríamos simplemente humanos 

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 5 de noviembre de 2021



El decreto N° 421/21 del presidente Alberto Fernández que incorporó la identidad no binaria a los DNI no ha sido una “medida radical” a favor de los fines perseguidos de suprimir la discriminación por orientación sexual y género. 

Una medida verdaderamente radical y rupturista del paradigma “binario” que la norma denuncia hubiera sido suprimir la clasificación. Ni binario, ni no-binario, ni nada. 



Toda clasificación produce discriminación. Esto es tan así que en la literatura jurídica debió agregarse el adjetivo “ilegítima” para señalar las discriminaciones inválidas, en cuanto se fundan en el sexo, el género, la orientación sexual y otras “categorías sospechosas” que se estudian en derechos humanos.

Nadie pensaría actualmente que es razonable, como sucedía en Europa, Estados Unidos y aquí mismo hasta hace apenas setenta u ochenta años, llevar a cabo distinciones por la “raza” de la persona, el color de piel, de ojos o de cabello. El sexo y el género deberían pues llevar el mismo camino hasta resultar ambos un “dato irrelevante”.

La no-distinción, la irrelevancia de la característica y su negación como dato considerable, es lo único que garantiza la no-discriminación. Seríamos simplemente humanos. Sin importar las características.

Toda clasificación es en definitiva un corte arbitrario de características que produce una “desintegración” artificial de la realidad. A ello obedece la ironía de Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”, cuando cuenta que “cierta enciclopedia china” clasifica a los animales del siguiente modo: “a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c) amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper el jarrón n) que de lejos parecen moscas”. (Con este pasaje empieza Michel Foucault su libro “Las palabras y las cosas”, dedicado en buena parte a la “taxonomía” o “ciencia de la clasificación” en la historia de la humanidad).  

En esta especie de “trampa de las clasificaciones” han quedado encerrados quienes promueven los derechos de las minorías sexuales. En las normas y en los trabajos académicos sobre el tema, los criterios para definir las orientaciones no son homogéneos y se superponen. Además, la propia tesis de que toda persona puede tener una autopercepción indeterminada del género —que es reconocer que cada ser humano es único— conjura contra cualquier intento de clasificar, ya que cada persona sería una categoría autónoma.

Esta situación ha llevado a que al acrónimo “LGBT” se le adicione el signo más (+) como para abarcar un infinito etcétera que, junto a lesbianas, gays, bisexuales y trans  (travestis,  transexuales  y  transgéneros), incluya a intersexual, asexual, pansexual, demisexual,  bigenero,  pangenero, género fluido (genderfluid) y queer.

La mención al “infinito etcétera” obedece a que “queer” es un término  tomado  del  inglés  que  se  traduce  como  extraño.  Se relaciona  con  una  identidad  sexual  o  de  género  que  no  se corresponde  a  ninguna  de  las  ideas establecidas  de  sexualidad  y  género.  Se  suele  sostener  que  son  personas  no  conformes con  el  género y que no siguen  las  ideas  o  estereotipos  sociales  acerca  de  cómo  deben  actuar  o  expresarse  con base  en  el  sexo  que  les  asignaron  al  nacer.  

Nótese, como detalle, que en cierta medida la letra “X” que instituyó el decreto  del presidente Alberto Fernández también implica un “etcétera”. Incluso podría pensarse que la forma en que se organiza la clasificación jerarquiza entre dos categorías “principales” y una residual. Ello porque si las categorías son: V, M, X; implica, por tanto, en X se incluye todo aquello que no es V ni M (X= ¬V, ¬M). 

Posdata: El lenguaje inclusivo es sólo un problema estético

Es correcto señalar que el español tiene una insuficiencia “descriptiva” de la realidad al carecer de un género neutro como tienen otras lenguas, por ejemplo el inglés o el alemán. 

Es así que se propicia una “corrección” utilizando una X (todxs), el signo @ (tod@s), la letra “e” (todes) o bien la barra más la letra “a” (todo/as). Es sabido, por su parte, que la Real Academia tiene al respecto una esperable posición adversa por su condición de “guardiana” de las reglas gramaticales.

Los debates a favor y en contra del lenguaje inclusivo probablemente pierdan de vista un aspecto esencial de la lengua, como es su belleza en la forma en que se escribe y se oye. La agregación de signos que no son pronunciables (como la “X” o el “@”) o que alongan repetida e innecesariamente la expresión de cada sustantivo (como el “todas y todas”, “argentinos y argentinas”, etc.) afectan la fluidez del idioma. Es cierto que el uso de la “e” podría sortear estas críticas y actuar como verdadero género neutro, pero no resuelve los muchos casos en los cuales el género masculino utiliza esa letra “e” o la “a” en vez de la “o”.

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26.10.21

Los límites prácticos a la paridad de género  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 17 de octubre  de 2021



La oficialización de la lista definitiva de Juntos en Tandil con Mario Civallieri, Rosana Florit y Juan Manazzoni, encabezando respectivamente la nómina, es un triunfo del sentido común. Hubiera sido un despropósito que no integren la lista definitiva las personas que encabezaron dos de las tres minorías (=<51%) resultantes tras las PASO. 





Pese a ese resultado razonable, originado en un acuerdo, cabe preguntarse si la situación que obligó a alterar las reglas prestablecidas no ha puesto en crisis el régimen de paridad de género en determinados escenarios.

Para un popperiano esto no debería ser una mala noticia, por el contrario, porque la detección de fallas es una oportunidad para mejorar la legislación. En definitiva los modelos normativos se ponen a prueba en las experiencias reales. A través de los testeos es que se corrobora si la técnica utilizada resulta funcional o no a los fines perseguidos, en este caso, los fijados por el legislador y la política que dio origen a la norma.

El caso de Tandil no fue el único en el que debieron modificarse las reglas prestablecidas. Ocurrió también en Juntos por el Cambio de la Ciudad de Buenos Aires cuando se apreció que Ricardo López Murphy iba a tener una buena performance electoral —como finalmente ocurrió— y pese a ello ocuparía un lugar no expectante en la lista definitiva.

Los integrantes de la coalición modificaron las reglas para asegurar que la distribución por paridad de género no relegue a López Murphy. Se aseguraron de ese modo los derechos políticos del candidato y de las miles de personas que posteriormente lo votaron para que las represente. Es decir, la dos dimensiones del derecho político al sufragio: elegir y ser elegido.

El hecho de que la modificación haya sido previa al comicio no invalida la objeción de que se cambiaron reglas prestablecidas. Modificar las reglas de juego cuando el partido ya comenzó es algo disvalioso porque afecta a la seguridad jurídica.

No obstante, el hecho de que las modificaciones hayan resultado del consenso de todos los actores —sea antes o después del comicio— purga cualquier objeción ya que no existe perjuicio en ninguno de los interesados. La norma debe tener ante todo una función instrumental y nunca estar por encima del consenso cuando media unanimidad.

Los defectos estructurales para la integración

Lo que sí dejan en claro las experiencias descriptas es que el diseño normativo de distribución no ha funcionado. La forma en la que se acordó la integración tenía dos defectos insalvables: colisionaba con las reglas de la aritmética y era autocontradictoria al traicionar los propios fines que decía perseguir.

Es importante remarcar que estos dos defectos son estructurales en el sentido que no obedecen a que el frente político en cuestión organizó la distribución de una manera deficitaria. Vale decir, que si hubiera organizado la distribución de una forma diversa, el sistema quedaba “salvado”.

En el caso de Juntos para la provincia de Buenos Aires se diseñó un sistema procurando alcanzar el equilibrio óptimo para cada escenario pero el resultado fue inconsistente. Incluso no podría hablarse estrictamente de un “sistema” (u orden jurídico) en tanto se trata más bien de un compendio de tantas reglas individuales como situaciones posible se presentan, lo que se llama “casuística”.

Ese defecto obedeció a que las fórmulas debían incluir una excesiva cantidad de combinaciones. En el caso de la provincia de Buenos Aires las reglas electorales para órganos colegiados son según el cargo que se elige (diputado, senador, concejal, consejero escolar) y la sección electoral, en tanto no todas tienen idéntica participación en los escaños legislativos provinciales y, además, en algunas se eligen diputados y en otras senadores. A esa combinación se le debieron agregar tres variables más, según la cantidad de votos que alcance la minoría (piso electoral y cuánto le corresponde a cada cual según el porcentaje alcanzado); la hipótesis de si quienes encabezan las listas en competencia son o no del mismo género; y cómo resolver la integración de la minoría cuando hay más de una, que puede presentarse como una mayoría y más de una minoría (caso de CABA) o bien como solo minorías sin una mayoría (caso de Tandil).

El problema es sistémico. El recaudo que exige garantizar paridad de género en las listas definitivas, es decir, repetir el binomio mujer-varón (M-V) o varón-mujer (V-M), lleva a que la lista de la o las minorías se “desintegre” para “integrarse” a la lista definitiva. Así, por ejemplo, Ricardo López Murphy y Juan Manazzoni, cabezas de las listas que obtuvieron una gran cantidad de votos para alcanzar los mínimos de representación, quedaban relegados de la listas definitivas y en su lugar irían la mujeres que los secundaban en el orden.

Debe reconocerse que este “sacrificio”, vinculado a la llamada “discriminación inversa”, ha sido justificado desde dos puntos de vista.

En ciencia política se recuerda que la representación corresponde a la lista y no a la persona. De modo tal que la integración de la lista se satisface cualquiera sea el miembro que la represente, ya que todos forman parte de ella. Desde esa perspectiva, resultaría indistinto que la lista minoritaria esté representada por quién la encabeza, por el o la segunda en el orden o por cualquier otra persona que la integre.

Esta posición omite la importancia que tiene el orden de la lista al momento de su conformación, donde nadie diría que cualquier lugar es lo mismo. Prescinde, a su vez, del dato de la realidad que informa que si bien las personas votan a una lista completa, la gran mayoría lo hace en vistas a quién la encabeza, lo que permite sostener, cuanto menos, que quien encabeza no es “uno más”.

También los teóricos jurídicos de las acciones afirmativas han aportado justificaciones al “sacrificio” de unos por sobre otros. (La paridad de género no es exactamente lo mismo que el sistema de cupos, pero en estos aspectos se rige por los mismos principios). Autores como John Rawls o Ronald Dworkin, antes que negar u ocultar el sacrificio, lo aceptan y justifican como tal, esto es, como algo que se hace en vistas de un bien mayor, en el caso, asegurar la proporcional integración entre varones y mujeres en la representación política.

Esta finalidad de igualdad de género es un estándar reconocido en los derechos humanos. El régimen legal vigente, sin embargo, no lo garantiza plenamente en los dos sentidos que puede pensarse. Es decir, como representación de todo género posible y como reflejo o “representación” de la sociedad, en el sentido de respetar la diversidad existente en ella. La igualdad de género que persigue la normativa electoral solo recoge la clasificación binaria mujer/varón, dejando fuera a los demás géneros (LGBTQ+) que formarían parte de la categoría “no binaria” que semanas atrás oficializó el Presidente Alberto Fernández al presentar el nuevo DNI.

En verdad ocurre que es muy difícil obtener una fórmula que asegure una integración matemática o cuanto menos razonablemente equilibrada de todas las variables involucradas. O sea, ponderando entre los diversos géneros, los mínimos de representación, los escaños en juego, la distribución de secciones y unos cuantos etcétera más.

El caso de Rosana Florit representaba una objeción aún mayor. Es cierto que la ley de paridad de género tutela de igual forma a mujeres y a hombres y, en ese sentido, la mujer no tiene mayor prerrogativa que el hombre.

Pero lo cierto es que la norma tuvo origen y se diseñó con el fin de promover una mayor participación de las mujeres, no de los hombres. Se hizo en vistas a incrementar el “cupo femenino” de un tercio (33 %) fijado en los años 90’ (ley nacional N° 24.012 de 1991 y provincial N° 11.733 de 1995) a un medio (50 %), en situación de paridad con los hombres (ley nacional N° 27.412 de 2017 y provincial N° 14.848 de 2016). Si ese ha sido el fin de la norma, la exclusión de Florit era la mayor prueba de autocontradicción.

Proyecto de corrección: transitoriedad y flexibilidad

Los ideal, como utopía, sería que no existan reglas de paridad de género ni cupos electorales.  Pero ello solo puede lograrse una vez que se alcance una razonable igualdad real de oportunidades de participación, lo cual hoy todavía no se aprecia.

Este tipo de cambios llevará años. Las experiencias exitosas no sean bastado únicamente en sancionar reformas legislativas porque ello por sí mismo no cambia la realidad y, a la larga, consolida una situación de estigmatización. Por eso, las medidas legislativas que fijan cupos o mecanismos similares suelen estipularse con un plazo determinado que responda al programa de “política pública de estado” involucrada.

En el interín, una forma probable de solucionar las inconsistencias de la ley sería eliminar el recaudo de “secuencialidad” que se establece tanto a nivel nacional (art. 60 bis, Código Electoral) como provincial (art. 32, Ley N° 5109). En la provincia de Buenos Aires, con la sanción de la Ley N° 14.848 había quedado un vacío que fue corregido por María Eugenia Vidal a través del Decreto N° 266/2019, en el que estableció: “El Principio de paridad de género… se entiende como la conformación de listas integradas por candidatas y candidatos de manera intercalada, en forma alterna y secuencial, en la totalidad de la lista, de modo tal que no haya dos personas continuas del mismo género en una misma lista” (art. 1). 

Suprimir ese requisito según el cual la cabeza de lista condiciona la secuencia (así: V-M-V-M…; o bien: M-V-M-V...) y estipular que la paridad de género se garantice por binomios sin secuencialidad, podría atemperar los conflictos lógicos que se generan en los intentos de integración. Así, por ejemplo, se permitirían las combinaciones V-M-M-V y M-V-V-M, entre otras variantes con flexibilidad dentro de cada par de celdas. La paridad de género estaría garantizada en el binomio prescindiendo del orden. El siguiente cuadro lo grafica:






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1.4.21

¡Cuidado con las plantas!  

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 1 de abril de 2021



Entre fines de marzo y principios de abril es cuando florece el cannabis. Es también tiempo en que aparecen los robos a plantas próximas a ser “podadas”.  Distintas publicaciones en redes sociales denuncian esos hechos, que son especialmente dañinos cuando el cultivo sustraído ha sido con fines terapéuticos.



Una de las quejas frecuentes es que, como tener plantas de cannabis es delito, las víctimas no pueden acudir a denunciar esos robos aun cuando suele tratarse del ingreso violento de desconocidos a su vivienda o patio. Esta circunstancia, sostienen, garantiza impunidad de esos robos que siempre quedarán como una “cifra negra” del delito. Ocurre algo similar a lo que sucedía en el aborto clandestino, en tanto la mujer que sufría un inconveniente durante la práctica evitaba acudir a un hospital público, ya que era una suerte de confesión del delito. Prefería silenciarlo aún a riesgo de morir.

Esos argumentos son razonables. Pero no parece ser la solución al problema.

Denunciar no cambia la situación. Ni tampoco previene hechos futuros, que es el objetivo que tiene el derecho penal y el derecho en general. La denuncia no implica que se esclarezca qué ocurrió. Es tan solo iniciar una investigación. ¿Tiene acaso sentido? ¿Tiene sentido sobrecargar todavía más a los fiscales y a la policía?

A su vez, si por ventura se descubriera quién fue: ¿en qué cambia? ¿Se recuperará la planta? ¿Se volvería al pasado, para sentir que nada pasó? Lo que ocurrió, ocurrió. Por eso el derecho, antes que castigar, debe prevenir, porque el castigo como tal no repara el daño.

La explicación es económica

La solución ha de atacar la raíz el problema. El robo de plantas tiene sentido por su valor económico. Nadie roba margaritas o jazmines. Es claro, a su vez, que existe algún tipo de cálculo en quién va a “emprender” un delito. El esfuerzo que supone, los riesgos que corre, tendrán sentido dependiendo en buena medida de cuánto es el botín. Nadie roba por deporte. Por eso es más tentador robar un banco que una despensa.


Las plantas de marihuana tienen un valor de mercado superior a muchas joyas. Parece un ironía pero no lo es. El “rinde” de una planta de cannabis en tierra puede superar el medio millón de pesos. A esa cifra se llega luego de multiplicar la cantidad de “frascos” de flores que da una planta, por el valor de venta (ilegal) de esa medida estándar, que oscila los $ 10.000 o más por unidad.

Esos valores explican el volumen del negocio involucrado y por qué está en expansión. Vale decir, que se trata de un “mercado” atractivo para que ingresen nuevos oferentes y eso, en general, termina acrecentando al narcotráfico como un todo, porque difícilmente las transacciones de quién asume ese “oficio” se reduzca a ofrecer sólo marihuana.

Terminar con el negocio

Los problemas relatados desaparecían desde el mismo momento en que la marihuana dejara de ser ilegal. Se terminaría el negocio. Todo el que quisiera plantar lo haría, con lo cual existiría una sobreoferta que ajustaría el precio hasta valer prácticamente nada. Nadie robaría para consumir ni para vender aquello que consigue sin mayor esfuerzo. Tampoco nadie produciría para vender porque el precio de venta no justificaría el negocio. Con cierta hipérbole, sería como vender agua de la canilla.

Es importante tener en cuenta esto. La producción de cannabis es sencilla. Casi como plantar tomates. El precio que se paga no es porque resulte costoso producirla o porque las semillas sean exóticas o por una restricción natural, como si lo sería, por ejemplo, si estuviéramos en la Antártida.

De allí que el costo de producción representa menos del 1 % del valor final del producto. El otro 99 % está dado por el carácter ilegal.

La decisión de quitarle el carácter ilegal sería fulminante para el narcotráfico. Se terminaría el negocio. Nadie trafica pasto. Y nadie entraría a robar a una casa para llevarse un jazmín.

Posdatas.

Dos posdatas. La primera, que las ideas acerca que el delito es un “cálculo” para el delincuente y que la función del derecho, como “regulador de expectativas”, es desalentar esa “ganancia”, a través de distintos incentivos (premios) y des-incentivos (sanciones), forma parte de una larguísima tradición jurídica que se remonta al padre del utilitarismo, Jeremy Bentham. Estas escuelas tienen alto predicamento en la filosofía anglosajona y han inspirado políticas exitosas en muchos países.

Segunda posdata. Para despenalizar la marihuana no hace falta cambiar la ley de estupefacientes. No hace falta, por tanto, que deba tratarse el asunto en el Congreso Nacional y se dé lugar a otra “grieta” que, como con el aborto, alongue la discusión sin soluciones útiles. La explicación es técnica. La Ley N° 23.737 que criminaliza los “estupefacientes” no dice cuáles son tales porque se trata de un listado esencialmente variable. La lista de qué es y qué no es estupefaciente la hace el Poder Ejecutivo. Es decir, la decisión de despenalizar es del Presidente Alberto Fernández, el profesor de derecho lector de Bentham.

-- Link de la nota: www.eleco.com.ar/opinion/cuidado-con-las-plantas


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