10.1.10

Democracia joven

Rebelión contra el paternalismo

CRISTIAN SALVI

El Eco de Tandil, 10 de enero de 2010

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Más allá de los aspectos particulares relativos a la habilitación de la megafiesta del Año Nuevo que generó tanto revuelo, parece oportuno tomar el hecho como disparador de la siguiente cuestión: ¿Cuándo podremos liberarnos del control paternalista del Estado?


Como cuestión previa, resulta necesario demarcar el presupuesto que subyace en lo aquí vertido: la libertad está entre los principales derechos naturales del ser humano y su reconocimiento debe llegar al extremo de tolerar que el propio sujeto, al ejercerla, acabe consigo mismo. En contrapartida, toda imposición “heterónoma” (término usado por Kant para referir a las conductas no surgidas del propio sujeto autónomo) siempre es negativa, aun cuando, por aplicación del “mal menor”, en muchas ocasiones se la tolere. La autonomía extrema del sujeto —que en términos políticos se expresa en la anarquía, por más mala prensa que ésta tenga— aparece como el ideal de tradiciones intelectuales que, por lo demás, suelen ser opuestas entre sí, tal como sucede, por ejemplo, entre el liberalismo y el comunismo, cuya finalidad última era eliminar el Estado, sindicado como la mayor expresión del dominio de clase...
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Desde otro punto de vista, ese reconocimiento moral del sujeto al punto de tolerar su propio daño está presente también en la tradición judeocristiana, más allá de que las instituciones religiosas han sido poco coherentes con ese principio. Según el Génesis, Dios transmitió a la primera pareja humana la noción de lo bueno y lo malo al decirle que podía comer de todas las plantaciones del Edén con excepción del árbol del conocimiento del bien y el mal. Sin embargo, cuando estaban a punto de desobedecer el mandato divino tras la tentación de la serpiente, Dios no intervino en la libertad humana, sino que los dejó decidir en base a su discernimiento aun cuando esa decisión les valió su expulsión del paraíso. “Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propio albedrío” —dice Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor— no obstante de ello pueda resultar su eterna perdición.


Contra todo ello, el actual escenario dominado por el discurso sanitarista -que en Tandil tiene al médico Juan Carlos Giménez como principal referente-, el alarmismo de la “seguridad”, la demagogia y demás, confluyen en la construcción de un Estado que, apelando legitimante de brindar “protección”, cada día avanza más sobre las libertades. Esa protección prohíbe y sentencia: “No dejaré que te dañes”. El mensaje contiene dos ilegitimidades: la primera es la “calificación” del daño ya que es el otro quien clasifica lo dañino (de allí lo de “hetero-nomía”); la segunda, la arrogancia de intervenir, una actitud que, puede decirse, deja entrever la jactancia de hacer incluso más que la divinidad.


Se trata, sin embargo, de un poder esquizofrénico. Mientras la Provincia emprendió la guerra contra el “Speed”, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de cualquier persecución punitiva -aun disfrazada de medida curativa- contra el consumidor de estupefacientes. Ese fallo no se reduce a la marihuana sino que alcanza a todo el género de “estupefacientes”, incluyendo cocaína, éxtasis, heroína, etc., todas sustancias objetivamente más perjudiciales para la salud que la bebida energizante tenida como la nueva enemiga pública.

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“Ciudadanos” y “súbditos”

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En una nota anterior en la que abordábamos la misma temática señalábamos los significantes que contenía la “metáfora del pastor” que, según Michel Foucault, es la raíz común de todo Estado controlador. La metáfora supone un pastor titular del saber-poder y una oveja obediente que sigue el sonido del silbato sumida en el rebaño del que no puede apartarse. En la misma línea, el paternalismo, al transportar la relación padre-hijo al esquema Estado-habitantes, supone que estos últimos obedecen sin tener posibilidad de examinar el contenido del mandato porque el primero tiene una “superioridad natural”.


Esto en una democracia no sucede. Por qué no preguntarnos por la legitimidad de las barbaridades contenidas en la Ley Seca de Scioli y también en la ordenanza antitabaco que, por ejemplo, al no dar lugar a que los fumadores puedan fundar un bar para despuntar el vicio con un cartel luminoso que diga sin medias tintas: “Acá se fuma. Si no le gusta, no entre”, da cuenta que su finalidad, más que proteger a terceros, es institucionalizar el discurso sanitarista de sus mentores. Va a llegar el día en que se prohibirá fumar en las plazas con el argumento que se contamina a las plantas.


La Ley Seca de Scioli entiende por “canilla libre” a la entrega ilimitada de bebida ya sea en forma gratuita o mediante el pago de un precio fijo previamente concertado. La mera limitación por ejemplo horaria (expendio libre hasta tal hora) haría que el evento no encuadre en la calificación legal. Con eso basta para incumplirla. Lo mismo en cuanto a lo dispuesto en el artículo 5, que prohíbe suministrar bebidas alcohólicas en recipientes que superen los 350 ml. de capacidad: nomás con el “deme dos” se esquiva la prohibición.


Tan sólo son ejemplos que dejan al desnudo el voluntarismo normativista que entiende que la mera disposición normativa cambia la realidad. Nada de lo aquí dicho es una incitación a incumplir la ley, pero cierto también es que en una democracia, los ciudadanos, como titulares de la soberanía política, tienen derecho a examinar la razonabilidad de un precepto e incluso excusarse de cumplirlo reparando en la “objeción de conciencia”. Al fin, esa condición es la que lo diferencia de un súbdito...
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