La universidad pública, ese gran tesoro
CRISTIAN SALVI
El Eco de Tandil, 13 de julio de 2008.
Con el propósito de introducir en los medios el análisis de algunas discusiones sobre la educación superior, la presente es la primera de una serie de notas que se desarrollarán durante el año y que abordarán cuestiones referentes a la universidad.
Se han cumplido 90 años de la Reforma Universitaria, por lo que bien vale reflexionar sobre algunos de los legados de este movimiento revolucionario. En rigor de verdad, todo el movimiento reformista se ha llevado a cabo en largos períodos, que surgen con la universidad misma y se desarrollan hasta la actualidad si se considera que los debates sobre el papel de las casas de estudio es objeto de reflexión permanente en los claustros. Pero el movimiento que estalló en Córdoba en 1918 representa el más claro ejemplo reformista, y se incardinó en la ola de democratización general que vivía el país, cuyos antecedentes más importantes fueron la célebre Ley Sáenz Peña (1912), la asunción de Yrigoyen al poder (1916) y las huelgas iniciadas en 1917 por la Federación Obrera de Ferrocarriles. La Universidad de Córdoba era el símbolo de una larga tradición oligárquica, nada democrática y bastante antiilustrada, como había advertido Sarmiento décadas antes comparándola con la España que evitó la entronización del Renacimiento para mantener una cosmología medieval.
La influencia de la Reforma se extendió a toda Latinoamérica y a buena parte de Europa, y entre sus legados están diversos valores que hoy se han plasmado en la normas, como la democratización; el cogobierno (léase la participación de los alumnos en el gobierno de las universidades); la autonomía respecto al poder político; la libertad de cátedra, que es parte de una libertad mayor que se ramifica también en la crítica académica y el disenso; y la gratuidad, que será objeto del análisis de hoy.
Un derecho con provecho social
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La gratuidad fue un tema se discutió desde los albores de nuestra Nación, y, lamentablemente, en Argentina no tiene una expresa consagración normativa respecto a la educación superior. Se la menciona en la Constitución, sí, pero junto a la “equidad” que también se ha interpretado (incluso por la Corte Suprema) como una restricción de la gratuidad. Por su parte, la actual Ley de Educación Superior, dictada en la privatizadora década del 90, directamente permite el arancelamiento del grado. De todos modos, la educación de grado es gratis en Argentina pues sólo en algún caso (como en la Universidad de La Rioja) se cobran pequeñas cooperadoras que no implican un arancelamiento porque es un pago voluntario e irrisorio. Es de esperar que se sancione el proyecto de la nueva ley que definitivamente asegure la gratuidad.
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Según Sarmiento, en al Asamblea Constituyente de 1860, es “falso que pudiese existir una educación gratuita, desde que sus gastos se han de cubrir con el dinero de los contribuyentes que forman el tesoro público”, por lo que no puede decirse técnicamente que la educación es gratis en el sentido que la economía denomina a los bienes libres –como el aire-, sino que la educación es gratis en tanto los que la disfrutan no pagan directamente por ello ya que los contribuyentes aportan para ese fin.
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La “gratuidad” no es, en definitiva, un derecho natural (como la vida o la libertad), que valen en sí mismos, sino que es, podríamos decir, un “derecho instrumental”, que está consagrado por el provecho que genera. He aquí su fundamento. Se trata de una inversión de la sociedad, que financia la educación, porque ello redunda en un provecho general, que excede al propio beneficiario directo. Por eso es una inversión y no un gasto.
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Gratitud por la gratuidad
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Descubrir su fundamento sirve para que no se le considere como algo “natural”, sino como una gran concesión que en pocos países se da. Es como un “regalo” de la sociedad que nos invita a actuar en reciprocidad y con mucha gratitud. Es decir, nos invita a una devolución social de ese beneficio, que se puede canalizar de múltiples maneras, que van desde el compromiso de recibirse pronto y con buenas notas para dar frutos de esa inversión (muchos estudiantes crónicos se dicen progresistas y están estudiando diez años a costilla de los contribuyentes) hasta evitar luego de graduado la actitud del profesional que estudió gratis pero que jamás atiende a un pobre sin cobrarle.
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La gratuidad es un tesoro de la educación argentina, sin duda alguna. Tiene provechos sociales inimaginables, y es una de las últimas garantías de ascenso social en una Argentina que supo tener en la educación el gran reducto de la igualdad de oportunidades, materializada en aquella frase de “M’ijo el dotor” que simbolizaba cómo los inmigrantes le garantizaban un futuro a sus hijos mediante la educación gratuita de calidad.
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La faena será, pues, defender este valor a ultranza, pero también, por un lado, trabajar para que la universidad gratuita tenga cada vez más excelencia (y romperle el discurso a los que ven en la gratuidad todos los males) y, por otra parte, hacer que la gratuidad llegue también a quienes todavía ven de lejos la posibilidad de ser universitarios.
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[El autor es becario de la Comisión de Investigaciones Científicas de la Prov. de Bs. As. (CIC) e investiga sobre temas universitarios]
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