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El Eco de Tandil, 14 de abril de 2022
La Semana Santa que conmemoramos por estos días es también el relato de un proceso judicial. Comienza, en efecto, con la delación de Judas y el arresto de Jesús, para someterlo al juicio de las autoridades, judías y romanas, representadas por Caifás y por Pilato. Tras declararlo culpable, se lo condenó a la pena de muerte, que se cumplió a través de la crucifixión.
Los historiadores y estudiosos del derecho no están de acuerdo en si el relato de los Evangelios describe con exactitud el procedimiento jurídico por el que se condenó a Cristo. En cualquier caso, como apunta el notable filósofo italiano Giorgio Agamben en su estudio sobre el tema, “si el proceso de Jesús es uno de los momentos claves de la historia de la humanidad, en el que la eternidad se cruzó con la historia en un punto decisivo”, resulta llamativo “por qué este cruce entre lo temporal y lo eterno, entre lo divino y lo humano, asumió precisamente la forma de una «krísis», o sea, de un juicio procesal” (Giorgio Agamben, “Pilato y Jesús”, pág. 6).
La primera dificultad —diríamos en categorías actuales— ha sido determinar “la ley aplicable” y “el juez competente”, porque Jesús no era ciudadano romano y la acusación consistía en haber violado la ley judía. Poncio Pilato, que le refriega a Cristo tener “autoridad para soltarte y también para crucificarte” (Juan 19:10), sin embargo afirma que no encuentra “ningún motivo para condenarlo” (Juan 18:6).
La acusación de los judíos era por blasfemia, es decir, por agraviar a la ley hebrea, en tanto Jesús se presentaba en su predicación como el Mesías salvador enviado por Dios. Pero eso no era un delito para el derecho romano. De allí que Pilato dice a los judíos: “Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la ley que tienen”, a lo que ellos se excusaron diciendo que no les estaba “permitido dar muerte a nadie” (Juan 18:31).
Los judíos intentaron entonces modificar la acusación, buscando que quede abarcada por el derecho romano (“Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías” - Lucas, 23:2). Para posteriormente presionar a Pilato diciéndole que “si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César” (Juan 18:12).
Otra dificultad que se presenta —apelando de nuevo a categorías actuales— es si Jesús tuvo un adecuado “derecho de defensa” y si se trató, o no, de un “juicio justo”.
Además del cambio en la acusación, que deja indefenso al acusado, los Evangelios relatan el uso de testigos falsos en su contra. Mateo dice que “los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín” —que eran los acusadores— “buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos” (26:59-60).
En el Evangelio de Marcos, por su parte, puede leerse que “se presentaron muchos con falsas acusaciones contra él, pero sus testimonios no concordaban” (14:56). Ante ello, los acusadores decidieron prescindir de los testimonios y directamente considerar a Cristo como reo confeso de delito, según aquello de que a confesión de parte, relevo de prueba (“Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: ‘¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?’ Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?’. Y todos sentenciaron que merecía la muerte” - Marcos, 14:63-64).
La cuestión de si fue un juicio legítimo ha sido central en la teología cristiana y también en los debates de la ciencia política premoderna acerca de la relación entre el poder terrenal y el poder divino, entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios, parafraseando el texto de San Agustín.
El cambio de la acusación, el uso de pruebas falsas y de una confesión que no fue tal, ha llevado a sostener que fue un juicio inválido. A lo que se sigue, por tanto, que la pena no fue legítima sino que se trató de un homicidio cometido desde el poder, acaso de un crimen estatal, ejecutado por los soldados romanos por decisión de Pilato.
Sin embargo, los Evangelios relatan que Jesús aceptó la muerte y que ello se inscribía en la voluntad de Dios y en su plan para la salvación y redención del mundo. En su intercambio con Pilato, Jesús le dice: “Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto” (Juan 19:11). Este fragmento bíblico ha sido tan importante que formó parte del Credo de los concilios de Nicea y Constantinopla durante el siglo IV, que constituyen la primera —y en cierta medida definitiva— formulación sistemática de la fe cristiana, en la que se recita que Jesús estuvo bajo el poder de Poncio Pilato.
Es así que Pilato, el representante del reino terrenal simbolizado en el Imperio Romano, del cual era funcionario, tiene competencia para juzgar a aquél cuya “realeza no es de este mundo” (Juan 18:36). Ello, según Blas Pascal, citado por Agamben, ha sido aceptado por Jesús para remarcar la ironía de morir injustamente a través de la justicia, lo que parecería ser una contradicción en sus propios términos (“Jesucristo no quiso que lo mataran sin las formas de la justicia porque es mucho más ignominioso morir por justicia que por una sedición injusta”).
“Queremos a Barrabás”
Otro aspecto interesante del juicio a Cristo está dado en el rol cumplido por Poncio Pilato y por la muchedumbre reunida, que representan, respectivamente, el rol del juez y del pueblo en la decisión de hacer justicia.
Los Evangelios de Mateo y Lucas relatan que para la Pascua, la autoridad romana acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había entonces uno famoso, llamado Barrabás, que “había sido encarcelado por sedición y homicidio” (Lucas 23:25). Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?”.
La multitud pidió la libertad de Barrabás y, por el contrario, reclamó la condena de quién era inocente. Según Mateo, habían sido “los sumos sacerdotes y los ancianos” quiénes convencieron a la multitud (27:20). En esta escena se ha apreciado un significante de las demandas punitivistas de la sociedades, normalmente manipuladas por sus líderes, y una refutación a aquello de que “el pueblo” nunca se equivoca al momento de “pedir justicia”.
Pilato volvió a preguntar y tras recibir la misma respuesta ocurre la famosa escena del lavado de manos. Mateo la relata así: “Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: ‘Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes’” (27:24).
Poncio Pilato, actuando como juez, pese a no estar convencido de condenar a Cristo, tras intentar artilugios que lo excusen de decidir, finalmente se inclina a favor de la multitud por miedo al tumulto. En lenguaje actual diríamos que Pilato no resolvió según las pruebas del caso sino por la “presión social”, instituyendo, de tal modo, un modelo de juez que pese a ser el máximo garante del juicio justo, está dispuesto a sacrificar –frente al tumulto– los derechos del acusado.
8.2.22
El Eco de Tandil, 8 de febrero de 2022
El complejísimo fenómeno de las drogas puede ser analizado desde diferentes perspectivas. La medicina, la psiquiatría, la psicología, la sociología, la política, el derecho y más. Quisiera compartir con el lector una perspectiva algo infrecuente en los debates públicos, a partir de tres magníficos libros que leí tiempo atrás.
El temario concierne a la Filosofía de la droga. Así se titula, justamente, el primero de los libros a comentar, escrito por la filósofa italiana Giulia Sissa (Le Plaisir et le Mal: Philosophie de la drogue [El placer y el mal. Filosofía de la droga], París, 1997).
Los otros dos libros, a los que llegué por referencias de aquél, corresponden a dos escritores consagrados que relatan en primera persona su vínculo de dependencia con las drogas, específicamente con la que es probablemente la peor y más dañina de todas: el opio y sus derivados, como la heroína. El primero es Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas De Quincey (Confessions of an English Opium-Eater, Londres, 1822).
El segundo es Yonqui del escritor norteamericano William Burroughs (Estados Unidos, 1953). El título del libro es una castellanización de junkie, palabra de uso bastante extendido y habitual entre los que “se pinchan” para drogarse, generalmente, como en el caso Burroughs, para inyectarse heroína y morfina. (Abajo comparto el link para quien quiera descargar los tres libros en castellano).
Antes de exponer la idea central de esos autores, valga la siguiente aclaración sobre algo muchas veces omitido. “Droga” no es necesariamente aquello que es ilegal. No existe sinonimia entre “droga” e “ilegalidad”. El carácter ilegal de una droga es conferido por un acto de la autoridad y no por la naturaleza de la sustancia. Es un acto político, no científico.
Existen drogas legales muchos más dañinas que las drogas ilegales. Por ejemplo, el tabaco, el alcohol y las benzodiacepinas (que incluyen los ansiolíticos como el alprazolam o el clonazepam, más conocidos por sus nombres comerciales Alplax y Rivotril, respectivamente) son drogas legales que tienen un poder de daño y de dependencia mayor que drogas ilegales como el cannabis (marihuana). Esta afirmación tiene soporte científico y lo ilustra el conocido gráfico del neurocientista inglés David Nutt.
Como puede apreciarse, el eje vertical del gráfico indica el grado de dependencia física de la droga; mientras que el horizontal, demuestra el daño que la sustancia causa al organismo. La heroína reúne la mayor dependencia y el mayor daño. Le sigue la cocaína (toda la cocaína, no solo la “adulterada”). El tabaco, por ejemplo, está por encima del cannabis en ambos ejes, pero el primero es legal y el segundo, no.
Incluso la palabra “droga” es ambivalente. A punto tal que la expresión griega “pharmakon”, que se traduce como droga y de ahí viene la palabra “fármaco”, significaba tanto lo que entendemos por “remedio” como “veneno”, dependiendo en cierta medida de la forma de administración.
La trampa de las drogas
La tesis central del libro de Giulia Sissa es que la droga contiene una promesa falsa de felicidad para el ser humano, cuyo vacío existencial, sin embargo, no puede jamás llenarse porque, en palabras de Platón, somos seres esencialmente “desfondados”. Por eso nuestros comportamientos tienden todo el tiempo a llenar ese vacío con el que nacemos y morimos. El consumo de drogas es sólo uno de ellos.
Cuando Thomas De Quincey descubrió el opio escribió: “¡Qué resurrección interior del espíritu desde el trasfondo de sus abismos! (…) Disponía de una panacea para todos los males humanos: tenía de pronto el secreto de la felicidad sobre el que los filósofos habían discutidos durante siglos… Hete aquí que la felicidad podía comprarse por dos céntimos y guardarse en el bolsillo del chaleco; disponer de éxtasis portátiles en botellas de una pinta”.
De allí que, como sostiene Sissa, “cualquier droga es paradójicamente anestésica”, es decir, en otras palabras, toda droga tiene por función calmar el dolor de la existencia. En tal sentido, recuerda que “años después de interrumpir el consumo de cocaína, Freud escribía con una serenidad sorprendente que el principal recurso contra el malestar de la civilización…es el uso de los «quitapesares», una expresión muy interesante para denominar a las drogas”.
Al operar como un “quitapesares”, las drogas proporcionan una promesa de felicidad que al principio constituye un “placer positivo”. El efecto de la droga, señala la autora, es “percibido como un suplemento de plenitud, como un regalo inesperado, imprevisto e inestimable, que fascina al mismo tiempo por su intensidad y por la facilidad con que puede provocarse. Todo drogadicto es al principio un experimentador de la química de la felicidad”.
Sin embargo, al poco tiempo, lo que comenzó siendo un “placer positivo” se convierte en un “placer negativo”, entendiendo por tal cuando la droga se consume para calmar la carencia que la propia sustancia produce. Allí se aprecia la trampa de las drogas, en la que el placer que causa es sólo un alivio a su propio mal.
Escribió Burroughs: “Uno no se propone convertirse en drogadicto. (…) Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto. (…) Una persona que utiliza la droga está en un estado continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el pinchazo”. La abstinencia se vuelve insoportable y la droga, pues, en ese momento inesperado dejó de ser opcional.
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:: El autor es Magister (UNR) y Doctorando en Derecho (UBA).
:: Link de descarga de los libros citados: https://1drv.ms/u/s!Akf4-LZ6zVmEgY8Y4jA-0aM4a1aJ8g?e=NjHX5I
24.11.21
El Eco de Tandil, 5 de noviembre de 2021
El decreto N° 421/21 del presidente Alberto Fernández que incorporó la identidad no binaria a los DNI no ha sido una “medida radical” a favor de los fines perseguidos de suprimir la discriminación por orientación sexual y género.
Una medida verdaderamente radical y rupturista del paradigma “binario” que la norma denuncia hubiera sido suprimir la clasificación. Ni binario, ni no-binario, ni nada.
Toda clasificación produce discriminación. Esto es tan así que en la literatura jurídica debió agregarse el adjetivo “ilegítima” para señalar las discriminaciones inválidas, en cuanto se fundan en el sexo, el género, la orientación sexual y otras “categorías sospechosas” que se estudian en derechos humanos.
Nadie pensaría actualmente que es razonable, como sucedía en Europa, Estados Unidos y aquí mismo hasta hace apenas setenta u ochenta años, llevar a cabo distinciones por la “raza” de la persona, el color de piel, de ojos o de cabello. El sexo y el género deberían pues llevar el mismo camino hasta resultar ambos un “dato irrelevante”.
La no-distinción, la irrelevancia de la característica y su negación como dato considerable, es lo único que garantiza la no-discriminación. Seríamos simplemente humanos. Sin importar las características.
Toda clasificación es en definitiva un corte arbitrario de características que produce una “desintegración” artificial de la realidad. A ello obedece la ironía de Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”, cuando cuenta que “cierta enciclopedia china” clasifica a los animales del siguiente modo: “a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c) amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper el jarrón n) que de lejos parecen moscas”. (Con este pasaje empieza Michel Foucault su libro “Las palabras y las cosas”, dedicado en buena parte a la “taxonomía” o “ciencia de la clasificación” en la historia de la humanidad).
En esta especie de “trampa de las clasificaciones” han quedado encerrados quienes promueven los derechos de las minorías sexuales. En las normas y en los trabajos académicos sobre el tema, los criterios para definir las orientaciones no son homogéneos y se superponen. Además, la propia tesis de que toda persona puede tener una autopercepción indeterminada del género —que es reconocer que cada ser humano es único— conjura contra cualquier intento de clasificar, ya que cada persona sería una categoría autónoma.
Esta situación ha llevado a que al acrónimo “LGBT” se le adicione el signo más (+) como para abarcar un infinito etcétera que, junto a lesbianas, gays, bisexuales y trans (travestis, transexuales y transgéneros), incluya a intersexual, asexual, pansexual, demisexual, bigenero, pangenero, género fluido (genderfluid) y queer.
La mención al “infinito etcétera” obedece a que “queer” es un término tomado del inglés que se traduce como extraño. Se relaciona con una identidad sexual o de género que no se corresponde a ninguna de las ideas establecidas de sexualidad y género. Se suele sostener que son personas no conformes con el género y que no siguen las ideas o estereotipos sociales acerca de cómo deben actuar o expresarse con base en el sexo que les asignaron al nacer.
Nótese, como detalle, que en cierta medida la letra “X” que instituyó el decreto del presidente Alberto Fernández también implica un “etcétera”. Incluso podría pensarse que la forma en que se organiza la clasificación jerarquiza entre dos categorías “principales” y una residual. Ello porque si las categorías son: V, M, X; implica, por tanto, en X se incluye todo aquello que no es V ni M (X= ¬V, ¬M).
Posdata: El lenguaje inclusivo es sólo un problema estético
Es correcto señalar que el español tiene una insuficiencia “descriptiva” de la realidad al carecer de un género neutro como tienen otras lenguas, por ejemplo el inglés o el alemán.
Es así que se propicia una “corrección” utilizando una X (todxs), el signo @ (tod@s), la letra “e” (todes) o bien la barra más la letra “a” (todo/as). Es sabido, por su parte, que la Real Academia tiene al respecto una esperable posición adversa por su condición de “guardiana” de las reglas gramaticales.
Los debates a favor y en contra del lenguaje inclusivo probablemente pierdan de vista un aspecto esencial de la lengua, como es su belleza en la forma en que se escribe y se oye. La agregación de signos que no son pronunciables (como la “X” o el “@”) o que alongan repetida e innecesariamente la expresión de cada sustantivo (como el “todas y todas”, “argentinos y argentinas”, etc.) afectan la fluidez del idioma. Es cierto que el uso de la “e” podría sortear estas críticas y actuar como verdadero género neutro, pero no resuelve los muchos casos en los cuales el género masculino utiliza esa letra “e” o la “a” en vez de la “o”.
26.10.21
El Eco de Tandil, 17 de octubre de 2021
La oficialización de la lista definitiva de
Juntos en Tandil con Mario Civallieri, Rosana Florit y Juan Manazzoni,
encabezando respectivamente la nómina, es un triunfo del sentido común. Hubiera sido un despropósito que no
integren la lista definitiva las personas que encabezaron dos de las tres
minorías (=<51%) resultantes tras las PASO.
Para un popperiano esto no debería ser una mala
noticia, por el contrario, porque la detección de fallas es una oportunidad
para mejorar la legislación. En definitiva los modelos normativos se ponen a
prueba en las experiencias reales. A través de los testeos es que se corrobora
si la técnica utilizada resulta funcional o no a los fines perseguidos, en este
caso, los fijados por el legislador y la política que dio origen a la norma.
El caso de Tandil no fue el único en el que
debieron modificarse las reglas prestablecidas. Ocurrió también en Juntos por
el Cambio de la Ciudad de Buenos Aires cuando se apreció que Ricardo López
Murphy iba a tener una buena performance electoral —como finalmente ocurrió— y pese
a ello ocuparía un lugar no expectante en la lista definitiva.
Los integrantes de la coalición modificaron las
reglas para asegurar que la distribución por paridad de género no relegue a López
Murphy. Se aseguraron de ese modo los derechos políticos del candidato y de las
miles de personas que posteriormente lo votaron para que las represente. Es
decir, la dos dimensiones del derecho político al sufragio: elegir y ser
elegido.
El hecho de que la modificación haya sido
previa al comicio no invalida la objeción de que se cambiaron reglas
prestablecidas. Modificar las reglas de juego cuando el partido ya comenzó es
algo disvalioso porque afecta a la seguridad jurídica.
No obstante, el hecho de que las modificaciones
hayan resultado del consenso de todos los actores —sea antes o después del
comicio— purga cualquier objeción ya que no existe perjuicio en ninguno de los
interesados. La norma debe tener ante todo una función instrumental y nunca
estar por encima del consenso cuando media unanimidad.
Los
defectos estructurales para la integración
Lo que sí dejan en claro las experiencias
descriptas es que el diseño normativo de distribución no ha funcionado. La
forma en la que se acordó la integración tenía dos defectos insalvables: colisionaba
con las reglas de la aritmética y era autocontradictoria al traicionar los
propios fines que decía perseguir.
Es importante remarcar que estos dos defectos
son estructurales en el sentido que no obedecen a que el frente político en
cuestión organizó la distribución de una manera deficitaria. Vale decir, que si
hubiera organizado la distribución de una forma diversa, el sistema quedaba
“salvado”.
En el caso de Juntos para la provincia de
Buenos Aires se diseñó un sistema procurando alcanzar el equilibrio óptimo para
cada escenario pero el resultado fue inconsistente. Incluso no podría hablarse
estrictamente de un “sistema” (u orden jurídico) en tanto se trata más bien de
un compendio de tantas reglas individuales como situaciones posible se presentan,
lo que se llama “casuística”.
Ese defecto obedeció a que las fórmulas debían incluir
una excesiva cantidad de combinaciones. En el caso de la provincia de Buenos
Aires las reglas electorales para órganos colegiados son según el cargo que se
elige (diputado, senador, concejal, consejero escolar) y la sección electoral,
en tanto no todas tienen idéntica participación en los escaños legislativos
provinciales y, además, en algunas se eligen diputados y en otras senadores. A
esa combinación se le debieron agregar tres variables más, según la cantidad de
votos que alcance la minoría (piso electoral y cuánto le corresponde a cada
cual según el porcentaje alcanzado); la hipótesis de si quienes encabezan las
listas en competencia son o no del mismo género; y cómo resolver la integración
de la minoría cuando hay más de una, que puede presentarse como una mayoría y
más de una minoría (caso de CABA) o bien como solo minorías sin una mayoría (caso
de Tandil).
El problema es sistémico. El recaudo que exige
garantizar paridad de género en las listas definitivas, es decir, repetir el
binomio mujer-varón (M-V) o varón-mujer (V-M), lleva a que la lista de la o las minorías se “desintegre” para “integrarse” a la
lista definitiva. Así, por ejemplo, Ricardo López Murphy y Juan Manazzoni,
cabezas de las listas que obtuvieron una gran cantidad de votos para alcanzar los
mínimos de representación, quedaban relegados de la listas definitivas y en su
lugar irían la mujeres que los secundaban en el orden.
Debe reconocerse que este “sacrificio”, vinculado
a la llamada “discriminación inversa”, ha sido justificado desde dos puntos de
vista.
En ciencia política se recuerda que la
representación corresponde a la lista y no a la persona. De modo tal que la
integración de la lista se satisface cualquiera sea el miembro que la
represente, ya que todos forman parte de ella. Desde esa perspectiva,
resultaría indistinto que la lista minoritaria esté representada por quién la
encabeza, por el o la segunda en el orden o por cualquier otra persona que la
integre.
Esta posición omite la importancia que tiene el
orden de la lista al momento de su conformación, donde nadie diría que
cualquier lugar es lo mismo. Prescinde, a su vez, del dato de la realidad que
informa que si bien las personas votan a una lista completa, la gran mayoría lo
hace en vistas a quién la encabeza, lo que permite sostener, cuanto menos, que
quien encabeza no es “uno más”.
También los teóricos jurídicos de las acciones
afirmativas han aportado justificaciones al “sacrificio” de unos por sobre
otros. (La paridad de género no es exactamente lo mismo que el sistema de
cupos, pero en estos aspectos se rige por los mismos principios). Autores como
John Rawls o Ronald Dworkin, antes que negar u ocultar el sacrificio, lo
aceptan y justifican como tal, esto es, como algo que se hace en vistas de un bien mayor, en el caso, asegurar
la proporcional integración entre varones y mujeres en la representación
política.
Esta finalidad de igualdad de género es un
estándar reconocido en los derechos humanos. El régimen legal vigente, sin
embargo, no lo garantiza plenamente en los dos sentidos que puede pensarse. Es
decir, como representación de todo género posible y como reflejo o
“representación” de la sociedad, en el sentido de respetar la diversidad existente
en ella. La igualdad de género que persigue la normativa electoral solo recoge
la clasificación binaria mujer/varón, dejando fuera a los demás géneros (LGBTQ+)
que formarían parte de la categoría “no binaria” que semanas atrás oficializó
el Presidente Alberto Fernández al presentar el nuevo DNI.
En verdad ocurre que es muy difícil obtener una
fórmula que asegure una integración matemática o cuanto menos razonablemente
equilibrada de todas las variables involucradas. O sea, ponderando entre los diversos
géneros, los mínimos de representación, los escaños en juego, la distribución
de secciones y unos cuantos etcétera más.
El
caso de Rosana Florit representaba una objeción aún mayor. Es cierto que la ley de paridad de género tutela de igual
forma a mujeres y a hombres y, en ese sentido, la mujer no tiene mayor
prerrogativa que el hombre.
Pero lo cierto es que la norma tuvo origen y se
diseñó con el fin de promover una mayor participación de las mujeres, no de los
hombres. Se hizo en vistas a incrementar el “cupo femenino” de un tercio (33 %)
fijado en los años 90’ (ley nacional N° 24.012 de 1991 y provincial N° 11.733
de 1995) a un medio (50 %), en situación de paridad con los hombres (ley nacional
N° 27.412 de 2017 y provincial N° 14.848 de 2016). Si ese ha sido el fin de la
norma, la exclusión de Florit era la mayor prueba de autocontradicción.
Proyecto
de corrección: transitoriedad y flexibilidad
Los ideal, como utopía, sería que no existan
reglas de paridad de género ni cupos electorales. Pero ello solo puede lograrse una vez que se
alcance una razonable igualdad real de oportunidades de participación, lo cual hoy
todavía no se aprecia.
Este tipo de cambios llevará años. Las experiencias
exitosas no sean bastado únicamente en sancionar reformas legislativas porque
ello por sí mismo no cambia la realidad y, a la larga, consolida una situación
de estigmatización. Por eso, las medidas legislativas que fijan cupos o mecanismos
similares suelen estipularse con un plazo determinado que responda al programa de
“política pública de estado” involucrada.
En el interín, una forma probable de solucionar
las inconsistencias de la ley sería eliminar el recaudo de “secuencialidad” que
se establece tanto a nivel nacional (art. 60 bis, Código Electoral) como
provincial (art. 32, Ley N° 5109). En la provincia de Buenos Aires, con la
sanción de la Ley N° 14.848 había quedado un vacío que fue corregido por María
Eugenia Vidal a través del Decreto N° 266/2019, en el que estableció: “El Principio de paridad de género… se
entiende como la conformación de listas integradas por candidatas y candidatos
de manera intercalada, en forma alterna y secuencial, en la totalidad de la
lista, de modo tal que no haya dos personas continuas del mismo género en una
misma lista” (art. 1).
Suprimir ese requisito según el cual la cabeza
de lista condiciona la secuencia (así: V-M-V-M…; o bien: M-V-M-V...) y
estipular que la paridad de género se garantice por binomios sin secuencialidad,
podría atemperar los conflictos lógicos que se generan en los intentos de
integración. Así, por ejemplo, se permitirían las combinaciones V-M-M-V y
M-V-V-M, entre otras variantes con flexibilidad dentro de cada par de celdas.
La paridad de género estaría garantizada en el binomio prescindiendo del orden.
El siguiente cuadro lo grafica:
1.4.21
El Eco de Tandil, 1 de abril de 2021
11.5.19
El Diario de Tandil
Homenaje al Marx filósofo
CRISTIAN SALVI
1.5.19
El Eco de Tandil
El Eco de Tandil, 2 de mayo de 2019
Nuestro objetivo en este artículo es contribuir a ese debate y discutir las (falsas) creencias de que el juicio —sea de jurados o de jueces técnicos— permite realizar la “verdad” y la “justicia”.